Alfonso de Jesús Casasola era un hijo de puta. Cuando lo recuerdo hoy mirándolo a través del cristal, triunfante y completamente callado en su ataúd de herrajes plateados desearía encontrar una mejor manera de describirlo. Pero era un hijo de puta y no hay más. Lo supe desde que lo vi descargar violenta su arma contra los manifestantes rojillos en aquella fecha memorable de la que nadie quiere hablar.
Tenía 35 años entonces y era el general de la unidad de infantería a la que yo comandaba. Era alto y atlético. Al ver su piel morena y facciones toscas, exageradas por su carácter seco y agresivo, se me figuraba mirar un antiguo emperador azteca: imponente, valeroso y fuerte. Nadie resistía la autoridad del “Chuy” Casasola quien además era diestro en el juego, seductor de señoritas y amante del mezcal y el tequila blanco. Todos lo admiraban y un poco de la admiración que por él sentían se me pegó por ser su primo. Y por ser su primo me sorprende más no haberme dado cuenta antes de su condición de cabrón.
Un par de semanas después del acto heroico que la patria no nos ha sabido reconocer, tuvimos que escondernos un tiempo pues la prensa, organizaciones internacionales y los familiares de los rojillos caídos nos traían un odio terrible. Matamos a más manifestantes que nadie ese día ante el peligro que corría la soberanía y la democracia. Pero esto enardeció a un sector de la población que hasta después supimos que existía: la dizque clase media.
El gobierno nos tuvo que poner fuera del alcance hasta casi desaparecernos. Doce años después de permanecer invisibles pero aún en la nómina del ejercito, se nos otorgaron puestos burocráticos para conciliar nuestros modestos y más básicos menesteres. Yo me hice comandante de la policía municipal de San Isidro Temazcal; Alfonso de Jesús ocupó un alto cargo en la policía judicial del estado hasta hace dos meses que le diagnosticaron un avanzado cáncer de próstata.
Me da coraje ver a Alfonso terminado de esa manera. Seguro le hubiera gustado más morir de un plomazo en el pecho, salido del revolver de uno de sus tantos enemigos. El pariente de algún cristiano de los que él ajustició, tal vez. El padre de uno de los que hizo colgar en sus celdas con su propio cinturón mientras él se atragantaba de risa. La bala asesina de alguno al de los muchos a quienes sacó confesiones de crímenes arrancándoles las uñas con unas pinzas. Tantos lo querían muerto pero al final una inflamación en la pinga le mató. Eso es lo que me da coraje. Y por eso lo miro a través del cristal con esa cara de menso y no con el semblante del hombre bravo que fue.
Y bravo fue incluso cuando los estudios médicos determinaron, además del avanzado tumor, que Alfonso de Jesús Casasola siempre había sido estéril. Ese macho de tantas hembras no era capaz de sembrar su semilla. Resultó güey ese toro.
Y fue por eso que la semana pasada amaneció el cabrón de Jimeno Rondón con las manos amarradas y una bala en la frente en los maizales de Don Juan Aponte. Porque si el “Chuy” no podía tener hijos, ¿de dónde le nacieron a Victoria su mujer tres chamacos? Al Chuy le pareció todo tan claro cuando lo supo. Con razón ese infeliz se metía a defender a Victoria cada vez que se peleaban. Con razón se ofreció bautizar a los tres escuincles. Por eso también los llevaba de fin de semana a montar en el rancho o a pescar la trucha en el río del aguacate.
Casasola me pidió, unos días después de la noticia, acompañarle a su desquite. Con pretexto de tomar unos tragos en el burdel de la cañada, convencí a Rondón de subirse a la camioneta con placas oficiales que traíamos. Toda la noche bebimos y bailamos con las putas cada vez más tiernitas que la matrona Celia nos conseguía. Decidimos volver al pueblo como a las tres y media de esa madrugada. Al llegar casi a las antiguas vías del tren de San Isidro, Alfonso me pidió detenerme para orinar en el solar frente a las vías. Le pidió a Rondón que le acompañara. Rondón que sabía de la condición física de Alfonso se apresuró a seguirlo. Subí el volumen de la radio para distraerme. Escuché el estallido. Un par de minutos después Alfonso se subió a la camioneta, guardó su revolver en la guantera e ignoró mi consejo de irnos a descansar argumentando que él ya mero se iba a descansar pa’ siempre. Regresamos al burdel. Después de un rato bailando regresé para ver a mi primo Alfonso de Jesús Casasola dormido de borracho entre dos princesas en un amplio sillón. Su rostro reflejaba una alegría cínica y desvergonzada. Así es como me gustaría verlo ahorita en su velorio y no con la cara de mustio que le dejó el embalsamador.
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