Pocos lugares tan hermosos y románticos como la mar. En ningún otro se puede apreciar mejor un nuevo sol nacer. En ningún otro se puede sentir ese tipo de soledad y comunión con el mundo como en mitad de la mar. El viento en la cara, la sal en la piel, olor a agua. A agua de mar. No, no existe otro lugar similar.
Lamentablemente, y como ocurre con la mayoría de las cosas y personas, la mar no es siempre la misma. Su humor cambia, por motivos varios, y lo que era un lugar maravilloso puede convertirse en cuestión de unas pocas horas en un infierno, en un temporal en medio de la mar.
Llegada esta situación olvidas lo que antes, esa misma mar, te hizo sentir. Preocupado de mantener tu vida y tu rumbo a salvo, te ves concentrado en defenderte de los embates de sus olas, que una tras otra te golpean, te zarandean y te acercan peligrosamente a las rocas de aristas vivas que esperan dispuestas a destrozar todo, sueños y carne, sentimientos y piel, cariño y barco. Todo, sin piedad, será reducido a pequeñas astillas que flotarán en ese mar liso, sin olas, que sigue al temporal. Esparcidas y solas, lo que antes fue, se esparcirá y desaparecerá en la inmensa amplitud del mar.
En estos casos, la mejor opción es buscar un puerto seguro. Al abrigo del embate de las olas de la mar. Proteger sueños, sentimientos y cariño. Guardar carne, piel y barco. Y esperar. Esperar a que vuelva esa mar maravillosa, la que merece la pena navegar.
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