El conjuro


Un descarado mozuelo, mujeriego y picaflor. Sintiéndome irrespetuosamente Dios, o talvez más. Bebiendo de las “niñas” el néctar de su primera vez, y revoloteando ávido, al terminar, en busca de otra flor virginal. Incluso bebí de aquella hermosa gitanilla que desfloré con tan dulce maestría. Pero la arrogante soberbia de mi alma me impidió creer que después de dejarla se lo contaría, despechada, a su hechicera madre, quien sin mostrar asomo de saberlo me engañó al tomarme la mano, y con una enorme sonrisa fingir leer mi palma:

- Sólo pasiones fugases tendrás en lo que te resta de vida. Nunca conocerás el verdadero amor que sosiegue tu espíritu con hijos y familia. Tan sólo simples y vacías noches de lujuria sin amor, ese amor que jamás tan siquiera rozará tu alma.– Y cortó, creo que con un antiguo anillo, la carne sobre la primer falange de mi dedo anular izquierdo, sellando así su conjuro.
Retiré mi mano sangrante con furia y dolor mirándola desafiante, pero debo reconocer que congeló mi joven y gallardo ímpetu su diabólicamente sádica carcajada.

Hoy con 80 años y tan cerca de la muerte, me queda tan sólo esa pendiente angustia de haber comprobado en vida la efectividad de su conjuro sin haber podido jamás… agradecérselo.