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LA MUJER DE CONFIANZA

Con las manos sobre la pava sin tapa donde calienta el agua para el mate, Nepomucena se reconoce en el vidrio de la ventana que da al patio todavía envuelto en la negrura previa al amanecer. El vapor envuelve los dedos enrojecidos, entibia el ánimo adormilado de la mujer que trabaja para afuera de lunes a sábado, doce horas por día, para tres patronas: la señora Beatriz y dos de sus amigas, la señora Irene y la señora Elisa, aunque a la casita de ella apenas si le dedica un rato, para sacar el polvo de los muebles.
Rosa, su hija de diecisiete, tampoco ha dormido hoy en casa. Antes de irse, después de cenar lo que ella preparó a las diez de la noche, de apuro, como siempre, le dijo que el viaje a Bariloche con el colegio se adelantó, no sabía bien por qué: parece que otra escuela no iba a último momento y que como todos los demás padres estuvieron de acuerdo en pagar la semana que viene, ellos viajarían. Espero que como siempre no me hagas sentir la pobre de la división, remarcó.
Tiene lista la bolsa del mercado Día sobre la mesa de la cocina con las zapatillas de limpiar, una bufanda, los cigarrillos negros. Mira y vuelve a mirar, inacabado trozo de película, la cara joven, tensa y maquillada, para que resalte el rojo de los labios. Vuelve a escuchar su permanente reclamo, ajustado a cualquier conversación, a la hora que sea.
Nepomucena toma el mate sentada sin apoyar todo el cuerpo en la silla plástica, sin descansar los brazos sobre el mantel de hule rojo chillón. Mira las florcitas iluminadas a pila justo en el centro de la mesa, la virgen de Luján atrapada entre burbujas viscosas, regalo de uno de los treinta primos, en la repisa demasiado grande para el mínimo espacio entre la heladera y la puerta hacia el dormitorio.
En lo que queda del refugio, al lado de la ruta, espera el colectivo. Lleva el tapado que la señora Beatriz le ha dado para que aproveche ya que tienen el mismo talle. Fue ese mismo día, sonríe la empleada por horas, y golpea el cordón con zapatos igualmente regalados, de la hija mayor de la señora Irene, para la que trabaja en las tardes. Si, el martes aquel se animó a pedirle, las dos asomadas al espejo del ropero, si ella, la señora Beatriz, no sería tan amable de guardarle la plata para el viaje de Rosa, imagínese si después de juntar peso por peso entran a la casilla y me roban todo. Nunca duermo tranquila, usted conoce mi situación, señora, yo lo dejé al Juan por jugador, nunca me devolvió la llave y cuando toma es capaz de cualquier cosa. Extendió el sobre amarillo furioso con los billetes, Kodak hace eternos sus mejores momentos.
Por los barquinazos de la tierra seca, Nepomucena acomoda el pelo rojo teñido el domingo a la mañana por la única vecina con la que habla en el barrio. No hay caso de ir sentada, ni por casualidad, por mucho que sea su cansancio de poco margen para todo. Las bolsitas de nylon vuelan por la ruta, copos de nieve trucha, vida trucha en el aire amarillo con polvo mientras la gente apiñada viaja para trabajar. Sonríe en la ventanilla que la refleja, ¿le prestará la señora Beatriz esa plata que falta para el viaje? ¿Tendrá el coraje de pedírsela? Debe esperar el momento justo.
Abre la puerta de la casa luego de subir los escaloncitos de piedra como en los dibujos animados. Nepomucena no necesita ver lo que hace. Lo habitual apisona los actos hasta convertirlos en rutina transitable. Empieza a limpiar sin levantar las cortinas como le enseñaron para no despertar inútilmente a quién pudiera dormir todavía. Levanta vasos con whisky a medio beber, ceniceros desbordados de puchos con rouge, la carpeta verde, las cartas de póker que alguna mano victoriosa mostró como una herida ante las caras muertas de noche perdida. Sigue hasta la cocina, vuelve con desodorante de ambiente. En un rato la patrona saludará en salto de cama como si hace mucho que no la viera. A eso de las once, cuado esté por irse, será el momento de hablar, siempre mirando para el piso lustrado.
El living toma su mejor aspecto. En la penumbra, la mujer controla los detalles, corrige la posición de un almohadón, alisa un tapiz que le saca la lengua desde la pared. Algo le llama la atención. Descubre un papel metido en la costura del tapizado del sillón, pero mire si será. Tiene que tirar con fuerza varias veces, hasta que al fin lo retira. Fría en la atmósfera humeante de arma recién disparada, Nepomucena reconoce el sobre amarillo, vacío.
Una astilla de silencio y rabia le clava los pies al suelo que brilla. Imagina los billetes encima de la mesa, las cacatúas mirándolos y riéndose, su patrona maldiciendo su suerte y perdiéndolos. La mujer de andar chueco se pierde en el espejo, rechazada de allí también. Entra en el estudio prohibido, donde el arquitecto planea los edificios increíbles entre viaje y viaje. Retira la llave diminuta de debajo de la estatua donde aquella vez escondieron su plata, las dos juntitas. Abre el archivero, mete la mano entre dos pilas de carpetas, un folio plástico, así lo había dicho la señora. Retira el rectángulo transparente. Hay dinero. Saca los billetes, los pone en su cartera dentro del sobre Kodak. Recompone sus pasos, la llavecita vuelve a ser empollada por la estatua, el estudio nunca fue abierto. Nepomucena se va. Cuando alcanza la puerta, la señora Beatriz dice con voz de pesadilla:
-No te olvides el tapado.
La mujer vuelve la cabeza, la mira de frente. La patrona está maquillada, vestida con el jogging azul que le marca su figura de gimnasio dos veces a la semana, fuma. Nepomucena farfulla algo que no importa, se coloca el abrigo. La cartera queda en brazos del sillón, cerca de la puerta.
-Ayer llamó tu hija, al ratito que te habías ido. Me contó lo del viaje a Bariloche que se adelanta. Me imaginé que la plata no sería suficiente y entonces.
Da una pitada larga, pone los ojos en blanco, levanta las palmas de las manos atajándose. Nepomucena siente subir la rabia, bronce fundido.
-Por favor, no se lo cuentes a Ignacio, que llega dentro de un rato y me mata si lo sabe.
-No, señora.
-Bueno. Te cuento. Me fui al Bingo con las chicas, con Vicky y Natalia, las conocés.
-Si, señora.
-Llevé la plata que Ignacio guarda por las dudas, ¿viste? Estuvimos una hora y media, dos. ¿Querés creer que gané el doble de lo que había llevado? Así que no te hagas problemas, Rosa podrá irse a Bariloche. Eso sí, esto es un secreto entre nosotras dos ¿sabés? Te lo pido como algo especial.
Nepomucena levanta la cartera, la aprieta contra su pecho. La señora Beatriz está atrás de su propia sonrisa.
La mujer de confianza, llora sin parar.

Texto agregado el 13-10-2008, y leído por 426 visitantes. (8 votos)


Lectores Opinan
10-11-2008 bello ,exelente ,entero ,mis 5 estrellas sapoeta
13-10-2008 Excelente la ambientación (tal vez un poco sobrecargados los detalles indicadores de pobreza), hábilmente manejado el tiempo y el discurso interior y un final que deja un gusto a verguenza íntima e inconfesable. Buen estilo y redacción impecable (aunque faltan tres puntos luego del "entonces" de la patrona). Mis cinco caramelos y mis felicitaciones. Salú. leobrizuela
13-10-2008 Me gustó mucho. Felicitaciones, bien escrito. 5* ZEPOL
13-10-2008 EXCELENTE!!! DIVINALUNA
13-10-2008 Muy buena descripción de ambientes.Me gustó todo el texto chapicui
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