“No pude transformarme en princesa porque el imbécil seguía mirando”, dijo la pequeña niña, casi a gritos, tratando de explicarles a sus padres. “No te preocupes, no pasa nada…”, le dijeron compasivamente, haciendo ademanes con sus manos, como si trataran de apagar un fuego que crecía cada vez más con cada gesto de indiferencia. “No, no entienden, sí puedo transformarme, si puedo, se los muestro…”, exigió, limpiándose las lágrimas con su mano, mientras se ponía en posición. “Sabes, Marta, realmente ya nos tenemos que ir, vamos dejándola en paz para que se le calme el berrinche”, apuró el esposo. Salieron los dos de la casa, despidiéndose apuradamente. Segundos después de cerrar la puerta, Marta creyó oír un sonido explosivo, como si hubiera estallado una roseta de maíz.
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