Domingo encontró un buen banco de cemento en la plaza. Desde allí dominaba con la vista el edificio imponente de la Gobernación. Miraba las escaleras de ingreso, de mármol blanco, las columnas enormes, las ventanas con esos vidrios que parecía que no existían de tan limpios. La gente entraba y salía, sin problemas. Él no. Después de cuatro intentos, de tomar coraje y embestir, llegaba a la puerta y pegaba la vuelta.
El cura del pueblo le había dicho que los problemas de la gente los tienen que resolver los gobernantes. En la inocencia de su mente con pocas luces, y totalmente convencido, emprendió la bajada desde el cerro con su mula con el sólo objeto de encontrarlos, donde fuera que se escondieran, y pedirles los remedios que no llegaban, la ambulancia para poder bajar a los enfermos, un médico que no se escapara a los dos minutos de bajarse del tren, no como solicitando un favor, sino para que cumplan con su trabajo ,palabras exactas del Padre Mario que aparte de dar misa había aprendido a sacar muelas y atender partos, como buen cura de pueblo.
La cuestión es que ese edificio cuadrado, de dos pisos y un montón de ventanas, le sacó el coraje.
Respiró hondo el aire tibio de la mañana, y miró hacia arriba; estaba sentado entre un jacarandá y un ceibo. De un lado, flores azules, casi violeta; del otro, de un rojo sangre.
Las copas de lo árboles se juntaban en lo alto sobre el banco, y la mezcla de colores le sacudía los ojos hasta hacerlo lagrimear con tanta belleza. Se quedó sentado mientras las flores viejas le caían sobre los hombros.
Frente a la plaza, en el segundo piso del edificio, la secretaria de Producción, Matilde Fernández, miraba distraídamente por la ventana. Era época de elecciones, y la perspectiva de perder el cargo le ponía los pelos de punta. Se rascaba la cabeza con ganas, ahora que no la veía nadie, mientras insultaba prolijamente y por lo bajo a toda la oposición. De repente su mirada se encontró con el colla con los hombros florecidos.
-¿Qué hace ahí sentado el infeliz ése?-le preguntó a su segundo-
La entrada del subsecretario de Medios la sacó de la ventana, y le complicó la vida.
Mientras tanto Domingo rescataba de un rincón de la memoria el pavoroso recuerdo de su maestro de cuarto grado: alto, flaco, con mirada dura y un gorrito de lana con un pompón en la punta…el maestro Martina. La sola mención de su nombre helaba las venas, y la aparición del gorrito con el pompón, balanceándose arriba y abajo, apareciendo y desapareciendo, con el vaivén de su paso, a través de las ventanas altísimas del patio cubierto, era suficiente para que un coro de “¡¡¡¡ohhhhh!!!!” sobrevolara los techos. La fuerza del recuerdo y la bronca contenida lo hicieron levantarse del banco.-“¡ Hijo de puta!”- dijo, con el puño en alto; “pero igual terminé cuarto grado”.Y se sentó de nuevo.
Del otro lado de la calle Matilde y el subsecretario, los dos mirando por la ventana y rascándose la cabeza, lo vieron amenazante y mascullando algo hacia el cielo.
-¡A éste lo mandó alguien, Gómez!.Hace dos horas que mira para acá…¡si sigue jodiendo lo mando en cana!.
Y cerrando la persiana americana lo espiaron a través de las tiritas de plástico.
Domingo había vuelto a su observación de la naturaleza, fascinado por el canto de un cardenal que saltaba entre las ramas. Se subió al banco y se puso a imitarlo, moviendo los brazos pegados al cuerpo como si estuviera aleteando.
Matilde y Gómez no podían creer lo que estaban viendo. ¡ El cholo los trataba de gallinas!.Parada sobre sus tacos aguja de diez centímetros, empezó a dar vueltas en círculos, embocando varias veces sobre los sufridos pies de Gómez.
Bastó un telefonazo para que la guardia de la Gobernación levantara a Domingo de los alerones y se lo llevara preso. Cuando sorprendido y asustado preguntó porqué, le dijeron “ por amenazar a las autoridades”.
Sentado en el banco del calabozo, temblando de frío y miedo, y sin levantar la vista del suelo, largo bajito un “Perdón, Maestro”.
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