En un lugar de mi casa, de cuyo nombre (por higiene mental) no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un amigo de los de barba de tres días, camisa de segunda mano, auto viejo (robado) y necio al arrancar. Una cartera de algo más vacía que una cajetilla de cigarros en prisión, borrachón las más noches, peleas y arrestos los sábados, sopas instantáneas los viernes, algún trozo acartonado (made in China) de imitación de palomino de añadidura los domingos, consumían las tres partes de mi desvalijada habitación.
El resto de ella concluía pantalones vaqueros con restos de excremento, zapatillas malolientes con más hongos que suela, lo mismo que sus tenis, y los días de entresemana despreocupadamente se ponía su traje más vulgar, un insulto directo al buen gusto.
Tenía en su habitación (la que yo le rentaba y por la cual no recibí más que demandas) una zorrupia que pasaba de los cuarenta y una sobrina (asi le llamaba a sus esclavos sexuales, sobrinas) que no llegaba a los doce, y un ex convicto de ciudad maleada que así le traficaba heroína como whiskey adulterado. Rondaba la edad de nuestro amigo con los veinte años. Era de complexión equina (con tintes caninos), escaso de nalgas, más bien feo de rostro, gran madrugador y amigo de la banda (un grupo de Maras)…
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