El viento aúlla un sábado por la tarde. La calle vacía, el cielo cabizbajo, la ciudad en espera. El aire huele a humedad y a miedo, pedazos de fibra flotando en la atmósfera. ¡Es un hermoso día! No hay gente en la calle, y el silencio es tranquilizador.
María camina descalza desde la noche y su vestido blanco sigue danzando con el viento. Hojas anacaradas de los árboles se deslizan sobre el concreto, caen sobre casas cerradas y desaparecen en el olvido. Quizá María ya es parte del olvido. Como fantasma de mirada milenaria, María camina hacia el ayer.
La soledad es fiel compañera y perfecta amante de la humanidad. Cuando la soledad y la locura se entrelazan en un candente abrazo, una inextinguible fusión, la inutilidad de la vida se vuelve aparente. La locura es su propia razón.
María recuerda canciones de su niñez, y en su mente susurra tonadas infantiles que le remontan a una calidez ya añeja pero añorada. Le hace sentir bien eso: pensar en la voz de su madre y acurrucarse en el espectro de un abrazo lejano. Camina hacia su casa porque ya está harta de ser un modelo de la estabilidad que otros buscan para ella; sólo quiere ser y después, quizá descansar. Realmente se siente viva bajo la violenta brisa de un cielo cabizbajo; la libertad fuera de cuartos blancos le vuelve a traer un poco de consciencia acerca de su propia humanidad, de su propia existencia. Pero, aún así, hay algo que no encaja.
Abriendo la puerta de su casa finalmente, María se sienta en el borde de su cama y le grita a su madre.
-¡Hija! ¿Qué haces aquí?, responde una voz.
-Madre, ya sé lo que pasa. Madre, simplemente no encajo.
-¿Qué ha pasado? ¿Cómo has llegado aquí?
-Madre, no encajo allí. Simplemente no encajo en el hospital. ¿Me cantarías unas canciones, como antes, como cuando era niña?
Para una, el silencio que sigue es largo, cada segundo prolongándose un siglo; para la otra, el silencio es común, agradable. Diferentes percepciones de un mismo momento; diferentes percepciones de una misma vida.
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