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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / Historiales de la vampira: Retribución.

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Retribución

Tomás caminó por el muelle chequeando los lujosos botes que lo rodeaban, y tuvo que pedir ayuda. Le preguntó a un rozagante joven cómo llegar al Apolo II: siguió hasta el final y dobló el muelle, y al pasar un velero blanco lo vio, un impresionante yate gris de cuarenta metros. Sobre la cubierta, Tarant agitó una mano al reconocerlo y le indicó que se apurara. Tomás Lara se sintió como un explorador a punto de penetrar en el territorio de unos salvajes, evidente, visible, indefenso. Alguien tomó su pequeño maletín. Ya estaba arriba. Estrechó la mano de su anfitrión y de Dimitri. Luego aprendió que era su hijo adoptivo.
Las mujeres descansaban del calor de la tarde bajo el toldo en la popa. Le sonrieron y lo acomodaron entre ellas, pasándole una bebida en seguida al notar su rostro calenturiento. Diana era conversadora pero no aburría, las tres jóvenes más calladas que la acompañaban parecían modelos y, sin embargo, no tenía nada que envidiarles con su belleza plena. Al caer el sol una de las jóvenes se quitó los lentes oscuros, el pareo, y se tiró al agua dorada. Dimitri, con las piernas por fuera de la escalerilla, la ayudó a subir comentando que tuviera cuidado con los tiburones. Cuando el sol púrpura se sumergió, algunas personas empezaron a subir de los camarotes. Charles se acercó a charlar con él, y dos hombres mayores, de barba canosa, ojos verdes, y ropa marinera, descorcharon una botella de champaña con Diana.
Tomás notó que habían perdido de vista toda costa, aunque en ese mar abundaban las islas pequeñas.
Toda su estadía en el yate transcurrió en una serie de instantáneas de aparente desenfreno; la fiesta duraba cada noche hasta el alba y a veces la orgía continuaba durante las horas muertas del día. Asustado la primera vez que le pasaron una copa rebosante, hasta que comprobó que era vino tinto, dulce y sabroso como uva recién exprimida. Miró alrededor: Tarant tenía a Diana en sus rodillas, quien le acariciaba la cabeza con suavidad y una expresión beatífica. Reían con uno de los viejos que fumaba y bebía mientras observaba en la otra punta del barco a dos jóvenes mujeres acariciarse entre las sombras. Lara se fijó en ellas y un par de esos ojos brillantes, negros, lo observaron de vuelta. La otra hizo una pausa y le pareció que lo invitaban a unirse a su juego erótico. Viendo que dudaba, Dimitri tomó su lugar y se colocó entre las dos muchachas, que comenzaron a meterle mano por adentro de la camisa y bajo su pantalón, sin timidez.
Tuvo que ceder a la siguiente invitación, si no quería llamar la atención. De día, parecía un barco fantasma, si se encontraba con alguien en cubierta o en el pasillo, estaban demacrados, exhaustos, evitaban su mirada o gruñían algo. De noche revivía el gozo.
Notó que Charles parecía tener la exclusividad de la hija de Tarant, aunque algunas de sus actitudes lo contrariaron: una mañana la vio emerger desnuda del agua, su hermano la envolvió en una toalla y se quedaron abrazados, ella apoyando la cabeza en el brazo del joven. Poco después trepó al yate una de las jóvenes que más le gustaban y que creía haber tenido en su camarote o había sido un sueño de opio. Más tarde vio a Charles apoyado en la espalda de un joven; lo estaba empujando contra el muro de proa y parecía querer convencerlo de algo. Se apartó rápidamente: había algo repelente en sus ojos fríos.
Una semana después bajó en Latmos, desorientado, tanto que creyó haber estado un mes navegando. Con la excusa de necesitar hacer unas compras, se internó en un shopping, entró al motel y se encerró en una habitación para redactar un informe. Volvió a meter su diario en el forro de su maleta, eligió un par de camisas y de sandalias en una tienda y regresó al puerto. Cenaban en un restaurant, sólo la familia, pues sus invitados se habían marchado el día anterior. ¿Por qué no los acompañaba hasta Varna, ya que Tarant iba a un castillo del Danubio a estudiar unos manuscritos que un amigo le había comentado?
Podría juntar las pruebas que necesitaba. Aunque había tenido visiones sospechosas, adormecido por el vino y el hachís que corría en la bacanal no había podido comprobar ningún hecho de sangre, nadie había desaparecido del barco. Siguiendo sus pasos en tierra, ganando su confianza, confirmaría lo que le señalaba su investigación del árbol genealógico de Tarant.
Vignac entró al cuarto al punto que una mujer de rostro severo, con el cabello gris atado tirante en un moño, tan flaca que no llenaba su largo saco de lana beige, estaba abriendo el correo con dedos torpes, apurados. Cortó con un abrecartas de plata el cartón y del paquete de DHL cayó un librito de tapas oscuras, abultado con recortes y fotos, con banditas para contener las hojas que tendían a doblarse por el uso.
–¡Madre! –exclamó Vignac, tentado a arrancarle el diario de su medio-hermano de las manos.
–Oh... –tras una larga pausa la mujer dijo con voz cascada por la emoción–, ¿sabes lo que quiere decir esto? Mi hijo está...
–Sí, pero voy a buscarlo –y antes de que ella pudiera levantarse de la silla, sujetando la mesa con manos temblorosas, él ya había salido de la habitación dando un portazo.

Se había quedado dormido con la cabeza apoyada en el escritorio, sobre sus brazos. Se despertó con la boca pastosa, una arruga marcada en el rostro, y alarmado por una sensación de pesadilla. Subió corriendo las escaleras y encontró a Lina dormida, respirando profundamente. No podía haber salido porque él mismo había atrancado las puertas y puesto la alarma. Sintiendo cómo se le helaba la sangre en las venas se acercó a la ventana que seguía abierta y comprobó que había más de cuatro metros hasta el porche, aunque bajo la luz gris del amanecer notó rastros frescos de tierra y hojitas secas en la alfombra.
Lucas frunció el ceño y cerró la ventana, mientras una mezcla de perplejidad, duda y fastidio se iba apoderando de su alma.
La sirvienta le había dicho que estaba desayunando y la encontró apoyada en la isla de la cocina, la vista fija en las noticias que estaban pasando por la tele. Lina había estado jugando con su café sin prestarle atención hasta que reconoció ese punto en el cementerio, cerca de un panteón blanco pintarrajeado que era lo que la cámara estaba enfocando. El doctor Massei notó que no había tocado la comida.
–¿Qué pasa? –preguntó, poniéndole una mano en el hombro. Ella saltó al contacto.
Luego aferró el teléfono y llamó a Iván. Él la vio pasar de una expresión de duda a asombro, consternación y al final se puso rígida:
–Ese maldito ultrajó la tumba de mi padre y su esposa, y ahora mi representante dice que le robaron mis documentos, papeles de mi abogado, pasaporte, todo... y no tocaron nada más.
–Tienes que ir con la policía –replicó Lucas después de pensar un rato para absorber eso–. Así logró encontrarte. Lo siguió. Él conoce todos tus datos personales ¿no es así?
Lina pasó por su lado y se volteó a mirarlo, inescrutable, desde la puerta.
Había sospechado de él, pero parecía inocente. Lentamente asintió y él se ofreció a acompañarla. Sólo que ella no pensaba exponer su caso a la policía; no por temor a que la interrogaran por la desaparición de alguien en otro continente, sino porque su primer deber era proteger el secreto de su clase. En la camioneta, sonó el celular de Lucas y atendió. Aunque usaba un audífono para manejar, Lina notó la brusca sacudida que le dio al volante, sorprendido. Era él. Lucas puso el teléfono en altavoz:
–...tengo los contactos para destruirlo, Dr. Massei. ¿Cuánto le aguantará la junta directiva de Crisol? La reputación de Santa Rita se está desbarrancando y con entregarme a esa criminal loca que se cree vamp...
–Aquí estoy, monsieur de Vignac –lo cortó ella, volviéndose de golpe hacia el aparato y exclamó–, puedo ir a arrancarle hasta la última gota de sangre si quiere probarme.
Lucas susurró que se calmara. Vignac lanzó una carcajada, y mencionando un lugar para encontrarse, agregó: –Tenga cuidado, doctor. Muerde.
Por el rabillo del ojo notó su rabia: la mujer mostraba una hilera de dientes apretados entre sus labios rojos y el pulso le saltaba en la sien. No pudo evitar recordar lo que le había contado el jardinero cuando sacaba el auto: un gemido espectral lo despertó en mitad de la noche y después encontró un rastro de sangre cerca del rosedal. Algún perro había mutilado un par de comadrejas.
Vignac había dicho que se hallaba esperando en un centro comercial, un lugar público. Al girar en la entrada al amplio garaje, Lucas se preguntó si quería ampararse entre la gente o tener testigos. Lina se bajó de la camioneta con gesto apurado y, decidida, se dirigió al ascensor. Cuando la puerta se abrió, enviándolos a un hall blanco lustroso, se empezó a sentir atrapada en el ruido, el ir y venir de gente, y la claridad que entraba a raudales por el techo de claraboya y rebotaba contra el cristal y el acero de las vidrieras.
–Hace tiempo que estabas recluida en la clínica –dijo Lucas, cubriéndola con su cuerpo de un grupo de colegialas y jóvenes que pasaba.
En un momento, el gentío se disipó y lo vio: parecía un maniquí sacado de un bazar de antigüedades, ahí parado de gabardina con un paraguas escocés contra la flamante tienda de discos. Sus miradas se encontraron un segundo y Vignac salió disparado hacia la escalera, en un extremo del hall. Pretendía que lo siguieran y ellos lo hicieron, bajando de nuevo a la calle.
Aunque la luz interior le había parecido fuerte, tras pasar la puerta ahumada la sorprendió el resplandor del sol. Lucas la había sobrepasado, pero no llegó a alcanzar a Vignac, que se había detenido junto a un banco ocupado por unos ancianos, bajo un gran árbol, porque oyó la advertencia. Lina había distinguido a dos hombres de campera de jean y polera negra, que en actitud casual, las manos en los bolsillos, los mantenían vigilados.
–¡Sé que intentaba llamar mi atención! –exclamó ella–. ¿Qué hizo con ellos?
–En realidad no era sólo por eso –replicó Vignac–. Quería comprobar que estuvieran muertos de verdad y que no fuera el cuerpo de cualquier pobre víctima –los viejitos lo miraron shockeados al escuchar esto y se encogieron en el asiento–. Los impíos se conservan admirablemente. Tendría que verlos, doctor. Por eso, contestando a tu pregunta, qué hice con ellos, los tuve que meter en un bidón de ácido para disolver su carne corrupta, y purifiqué sus huesos en el fuego.
No los conocía, pero hablar con tanto deleite de la profanación de unos cadáveres le puso la piel de gallina a Lucas, y apretó los puños. Chequeó la reacción de Lina. Ella seguía con aparente calma los movimientos de Vignac, quien estaba sacando el diario que le había pertenecido, y le enseñó una foto amarillenta:
–Si puedes mostrarme sus restos yo te devolveré lo que queda de tu querido padre.
Una sonrisa cínica comenzó a formarse en la boca de Lina, para sorpresa de Lucas y rabia de Vignac. Así que le estaba devolviendo lo debido. Lina tomó carrera inesperadamente, Vignac se la vio venir encima, y entonces uno de los guardaespaldas se atravesó en su camino. Un codo se incrustó en la garganta de la mujer y todos pudieron escuchar el crujido. Los ancianos salieron disparados. Vignac se encaminó hacia la vereda y una camioneta gris frenó contra el cordón.
Lucas se agachó junto a Lina, que había caído hecha un ovillo en el suelo pero antes de que la tocara, ella se levantó y se precipitó sobre su atacante, quien seguía a Vignac rumbo al interior de la camioneta. Lo empujó al piso, tirándose contra su espalda con todo su peso. Una mano la aferró de la cabellera. Vignac le dio un tirón al mango de su paraguas y un espadín cortó el aire apenas por encima de la cabeza de la mujer, quien se agachó justo a tiempo. Sin embargo, no pudo evitar la patada que le dio en la cabeza antes de cerrar la portezuela, a la vez que el vehículo arrancaba. El guardaespaldas caído se fue corriendo una cuadra tras ellos hasta que lo subieron en el próximo semáforo.
–¿Estás bien? –titubeó Lucas, dándole una mano para levantarse del piso.
Lina se tocó la cabeza y murmuró: –Me sacó un mechón de pelo.

La policía había dicho a los abogados de la clínica que no podrían probar mucho contra Silvia Llorente, porque tendrían que demostrar qué tipo de influencia usaba para que un paciente atacara a enfermeros y asesinara a otro interno. Además, Rodrigo Prassio ni siquiera era su paciente. Por drogar y molestar al doctor Massei, su abogado había conseguido que la mandaran a un pabellón psiquiátrico tan pronto saliera de cuidados intermedios, y estaba solicitando que se le diera permiso para viajar a España para su cura, con el aval del embajador.
Del interrogatorio que le hizo un detective al recuperar la conciencia, no se pudo sacar mucha información coherente. Al parecer, sentía rencor porque un abuelo de Lucas habría sido el responsable de la quiebra de la clínica que su familia tenía en su ciudad natal, hacía muchos años.
El guardia de la puerta no se sorprendió de que viniera una mujer atractiva y perfumada, entre las tantas visitas que le habían permitido, desde psiquiatras consultantes a personal diplomático. Apenas miró su documento por encima y Helena Sánchez entró, sonriéndole.
Deirdre se ajustó los lentes de carey con un gesto que pretendía hacer una pausa y se sentó junto a la camilla de Silvia. Nunca había sido atractiva, pero ahora tenía la piel escamosa y ojeras violetas, envuelta en vendas que le tapaban el cuello y los brazos, y un manojo de pelo reseco encima del casco era toda la cabellera que le quedaba. La mujer extendió un brazo sobre la sábana blanca hacia Deirdre, con un gran cansancio en sus ojos. De pronto, graznó: –¿Quién es Ud.? No es recepcionista ¿verdad?
–Sólo soy la mensajera. Lo importante es que alguien sabe quién es Ud., Dra Llorente, y quién la protege –Deirdre dibujó un signo en el aire con su dedo–. Es verdad que su abogado ya se ha movido, por eso no le ofrecemos la libertad sino el cumplimiento de su misión, si tan sólo me contesta algo...
Hablaba como si pudiera ofrecerle cualquiera de esas cosas sin titubear.
–¿Y bien? –Silvia la miró con ojos serenos, curiosos.
–¿Qué poder tiene sobre el doctor Lucas Massei?
Lina estaba sentada a la sombra en un banco de plaza, pensativa, las manos entrelazadas en el regazo. La preocupaba que Vignac se hubiera ido tan fácilmente, sin intentar atraparla. Tendría pensado alguna forma de capturarla y vengarse. La entrevista era solo una excusa para obtener su ADN y compararlo con el de su padre. Era cauteloso, sabía que si peleaba contra más de uno perdería. Cuando confirmara que Tarant estaba muerto y ella era la única sobreviviente, ¿qué podía hacer? Buscar refugio en Europa entre los suyos, o matarlo. De todas formas, volver a su vida anterior.
–Tienes que contar todo esto en la policía y pedir protección –aconsejó Lucas, que la estaba observando. Ella levantó la cabeza, la piel tersa sin una señal, ni la huella de la suela que debería tener en la frente ni un machucón en el cuello, y le sostuvo la mirada.– Mejor vamos de vuelta a la casa. Puedes quedarte el tiempo que sea necesario.

Texto agregado el 06-10-2008, y leído por 120 visitantes. (0 votos)


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