El rey Agamemnón llevó a su hija al ara de sacrificios con los ojos inyectados en odio y dolor. El oráculo le había dicho que sólo la inmolación de su hija devolvería los vientos al Egeo para poder marchar a Troya.
El ascenso a la colina, donde estaba la piedra plana que recibiera la sangre de tantas ofrendas, fue silencioso y lento como ameritaba la amarga situación impuesta. La dulce niña que criara junto con Clitemnestra, caminaba a unos pasos detrás de él, resignada a su destino, pero orgullosa de servir en la liberación de su tía Helena, secuestrada en Troya.
La comitiva mantuvo distancia y silencio bajo el sol que despuntaba desde el horizonte, mientras mascullaba la cruel imposición del oráculo.
La mendiga corrió tras el cortejo y a distancia, mientras se cubría con sus andrajos.
Sobre el ara, la doncella se reclinó sosteniendo sus ropas en un último gesto de pudor. Con la cabeza sobre la piedra, miró las nubes quietas en el cielo diáfano de Micenas y esperó la daga que pondría fin a su vida y liberaría los vientos.
El rey miró al horizonte una vez más esperando alguna brisa que lo redimiera de la faena que el oráculo impusiera. Las ramas quietas de los arbustos y el calor creciente de la mañana lo devolvieron a su tristeza.
La mendiga se empinó en sus sandalias sin dejar de mirar a su rey consternado.
El rey sacó la daga de su vaina, la alzó al sol para mostrarla a los concurrentes y vaciló unos segundos mientras evitaba mirar la cara de su hija que reposaba sobre el altar. Pensó en Micenas, en su reina, en Helena prisionera de Troya y en la cruel Artemisa que había encadenado los vientos del Egeo.
La mendiga pensó en el valor del rey para cumplir su destino y en el dolor que lo acompañaría el resto de su vida.
Él respiró hondo, llenando sus pulmones con el aire que ya no volvería a oler como antes sin su hija y con la mano cerrada sobre la empuñadura de la daga, marcó en el aire el arco perfecto que consumaría el sacrificio.
Los presentes ahogaron el grito de dolor que la niña no emitió y la daga se hundió en otra carne viva sobre el ara. El rey abrió los ojos húmedos de lágrimas resignado a ver la tarea concluida pero su cara se relajó en una mueca de alivio y sorpresa.
La comitiva corrió a su encuentro para ver el milagro. La reina se apretó a la espalda del rey agradeciendo a los dioses.
La corzuela blanca que ocupaba el lugar de la niña, moría con la daga en su costado mientras miraba al rey sin entender.
La mendiga curioseó entre la gente la expresión liberada del monarca.
El rey pensó que los dioses no eran tan crueles y la diosa Artemisa, transfigurada en mendiga y escondida entre la gente; sonrió para sí.
La comitiva bajo de la colina mientras la sangre de la corzuela se secaba al sol y el rey y la reina oraban a los dioses.
Sobre las ramas de los olivos del camino, la brisa del Egeo volvió a Micenas
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