Heme aquí gélido y transparente. Quieto, muy quieto, con mi mejor gala, el flux azul y la corbata vinotinto y oloroso a la fragancia que siempre me distinguió. Recibo a todos con una mueca, para muchos una sonrisa. Sólo yo sé que no estoy feliz. Todos me observan en silencio y con discreción. Rosita de lejos me mira. Por ratos solloza, no sabe que la espío. La veo tan discreta, vestida de blanco. Saluda a quienes la miran y la ven afectada y no saben por qué. Rosita se dirige hacia mí con pasos lentos, casi imperceptibles. La veo venir. La siento llorar. ¿Por qué vine a darme cuenta hoy, precisamente hoy, de lo bella que es Rosita? Sigue llegando gente. Todos me observan. Rosita me ve fijamente y llora, sin pensar en qué dirán los demás. Intenta acercarse más, pero la interrumpe el coro de voces que muy cerca reza el “Padre nuestro que estás en los cielos…” De lejos se oye a un hombre que grita: llegó el padre. Silencio. A Rosita le piden retirarse lo hace con prudencia. Que bella es y yo nunca la supe apreciar. Ya se acerca el sacerdote, me llevan y Rosita me mira desde lejos. Seis hombres con dificultad alzan mi ataúd.
“Santa María, madre de Dios”…