Decidida a indagar sobre el mundo literario me inscribí en un taller. En realidad me invitaron a participar de uno (un muy buen amigo es el profesor…jo). Grupo “Gonzalo Rojas” con ese nombre rechazar la invitación era casi imposible, considerando que es uno de mis poetas favoritos.
Las primeras clases me impresionó ver mi ignorancia en temas literarios (y la niña quería asistir a tertulias poéticas…ja!) y como el profe es mi amigo le daba una y otra vez con preguntarme a modo de desafío, “bueno, yo creo que todo depende de cómo se mire y de quien emite el juicio” uff… cuántas veces me salvó al subjetivismo. En fin, logré sobrevivir un buen tiempo camuflada en el disfraz del que no sabe nada, pero hace como que sabe.
Mis compañeros del taller, todos hombres, me hacían sentir absolutamente especial, y es que por más que dijeran que me acosaban y que los escritores están un poco ligados a las acciones casanovísticas, para mi, ellos sí eran personas especiales. Todos muy buenos escritores; poetas, cuentistas y trovadores. Todos con porte literato aún cuando entre ellos eran muy distintos.
Recuerdo cuando los escuché leer sus textos por primera vez, inmediatamente me dije: “¿qué estoy haciendo aquí?” Jamás podría ni con estudios de actuación, declamar de aquella forma. Y el momento de leer mis textos no estaría lejos, en el fondo me interesaban sus opiniones literarias.
Cuando tuve que leer, elegí un texto de los que considero más complejos dentro de mi repertorio (escueto, pero repertorio al fin). Me dijeron que por ser novata debía leer sobre una silla. “rayos – pensé – ahora sí que son Don Juanes”. Entre más insistía en mi negatividad, más alta era la vara a cruzar: silla, mesa, podium. Al final y afortunadamente, recordé los aprendizajes tele – novelescos: la amenaza. “O leo aquí mismo, o no participo más” , y ellos encariñados, accedieron en mi oferta conductista.
Ni una sola opinión. Nadie quería hablar. Me sentí muy muy mal. Recuerdo haber llegado a la casa y haber comentado mi fracaso. “Bueno familia, mis sospechas eran ciertas, soy mala, pero empeñosa…jejeje” no recuerdo si me reí de vergüenza o de la pena que sentí. Así, en estado de suma decepción, rememoro haberle dicho a mi amigo que no asistiría al próximo encuentro.
Convencida al fin y al cabo, accedí a asistir. Todos me aplaudieron y me felicitaron, y yo absolutamente desconectada, recién conocía el código secreto novato: no comentar hasta el siguiente taller.
Luego de esa clase, recuerdo que caminé por la calle pensando que tal vez debía aceptarme en mi condición de novata perenne, después de todo, las opiniones ajenas son importantes, pero las vitales, son las que se realiza uno mismo.
Me acuerdo que saqué la última moneda que me quedaba en el bolsillo, me acerqué a un puesto de frituras, compré una sopaipilla y me pareció maravillosa. Eso si era poesía, lo mío apenas se acercaba a una junta de palabras. El mundo está lleno de buenos escritores, pero sobretodo, de inspiración para escribir.
|