-Menudencias -me confirma el pirata-, menudencias.
Estamos al pairo desde hace una semana. O sea, no navegamos. A estas alturas comienzo a sospechar que el pirata, perdón, el Pirata, no tiene ni idea de marinar. Agarra el timón, lo sacude de allí para allá, pone cara de otear el horizonte..., pero como si nada. El barco sigue anclado en el mismo sitio intermedio del mar inacabable.
-Menudencias -repite mascando su pipa con un gesto definitivo de Lobo Marino-. Una vez estuve en las Azores sin poder mover este maldito cascarón ni una braza durante dos meses. Veíamos pasar los barcos a babor y a estribor, a barlovento y sotavento, pero nosotros quietos, como muertos. Ni un soplo de brisa. La tripulación andaba por los rincones mascullando acerca de brujerías y barcos malditos. Así que repartí unas cuantas pistolas entre los oficiales y comenzamos a montar guardias en el castillo de popa. Pero había un sueco, un tipo enorme, que...
Me había contado esa misma historia unas cuatro veces. Por si fuera poco, me sonaba al capítulo II de “Tarzán de los Monos”. A Stevenson no llegaba. Sin descomponer el gesto atento –tampoco era cosa de parecer descortés-, me puse a pensar en lo mío. O sea, en aquel viaje que amenazaba con no acabar en ninguna parte. No es que maldijera el día en que embarqué con el Pirata y tampoco añoraba nada que hubiera dejado atrás. El Viaje es el Viaje y da igual a dónde se vaya. Pero aquella inmovilidad perpetua me estaba sacando de quicio. Sobre todo desde el día en que se me rompió el reloj.
En ese momento no sabía si estábamos en el día 7 o en el 21, ni cuánto tiempo llevábamos allí. Incluso había una idea que estaba empezando a darme vueltas por la cabeza y, quién sabe por qué, me ponía especialmente nervioso. ¿Y si realmente nos estuviéramos moviendo? Cierto que las velas pendían fláccidamente de las vergas o como quiera que se llamen, pero desde hacía algún tiempo sentía como unos crujidos apenas imperceptibles, unos siseos en el interior de la nave, un chapoteo suave, como si algo se moviese.
Claro, que en ese caso el mar sería inabarcable, infinito y, por mucho que soplara un viento salvaje, no podríamos traspasar el círculo del horizonte.
Creo que esta idea me altera mucho más que la inmovilidad eterna.
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