Hoy volví a visitar a Pablo. El rechinar del hierro iba y venía con el viento entre las hojas, como infinitas manos tropezando frente al portón de rejas. La sirena de la tarde comenzaba su monótono sonido para ahuyentar gente; allí estaban los Pinedo, los Carestía, los Arroyo, con sus rostros circunspectos recorriendo el último trayecto de las avenidas. Una llovizna silenciosa comenzaba a roer las lápidas y los sepulcros abonados con estatuas, mientras los visitantes abandonaban el lugar. En recuerdo de tu extensa vida..., apenas se leía sobre un mármol deteriorado; A papi con amor..., frente a una mirada permanente de cemento; Tus nietos e hijos por siempre..., en otro costado, como si el tiempo se fuera a detener en ellos a reflexionar. En tu placa sólo se veían tres iniciales, sin llantos ni reproches resaltando sobre el bronce, mientras los nombres y las cifras latían paralelos esperando nuevas almas. Bajo el frío, la concavidad de las figuras yacían en los campos ante las miradas circunscriptas de eternas tapias. A veces los instantes se adormecían en un letargo interminable, otras, las flores, los pasos y las voces devolvían fragmentos de la vida. Nunca pensé que abandonaría a Pablo bajo los pilares de este cementerio, como tampoco que lo visitaría cada domingo por la tarde. Y aunque el tiempo ha sido justo con los dos, a veces los remordimientos transitan por mi mente; cuando su figura aparece como un flash implorándome perdón entre gritos y llantos o al escuchar aquel ruido seco cayendo por la fosa.
Ana Cecilia.
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