La Travesía.
Ahora comenzó a pensar en las pequeñas cosas, en los pequeños seres, en su afiebrado morir, se iba trazando disciplinas; con los ojos cerrados, empezó a recordar su patio, el patio de su casa; de los crisantemos, pasó a los rózales; se detuvo en el parrón: las hormigas transitaban como siempre, indiferente a los hombres; su índice se posó sobre las nerviosas columnas de pequeños seres silenciosos, masacrando a varios; lo hizo con el sólo fin de recoger impresiones, siempre lo atrajo ese pequeño mundo ordenado y laborioso, esa prisa que brotaba de ella cuando le golpeaba alguna tragedia; ahora comenzaban a subir rápidamente por los desnudos sarmientos, a despejar el camino arrastrando pequeños fragmentos de hormigas deshechas.
Del parrón pasó al durazno tan oneroso siempre, tan lleno de miel. Más allá el ciruelo espinoso, frío y triste. En el fondo estaba el damasco irregular y ágil, provocando siempre don sus ramas al incansable, brillante y luminoso naranjo, tan flexible y retraído, en donde colgaba el columpio, aquel blanco columpio que cobraba vida los domingos, cuando sus nietos lo inundaban todo.
Los días anteriores había recordados las avenidas profundamente; pensando se penetra mejor en las barriadas que caminando por las calles del gran Buenos Aires. Aún él podía pensar, ni el desconsuelo, el frío, el hambre de ese terrible bloqueo, lograba detener su pensamiento, pensamiento exacto, clarividente, rápido, como si faltase tiempo, con dolorosa sorpresa apreciaba que se había detenido en cosas que jamás llamaron su atención. Su pensar era caprichoso como un niño, sintió remordimiento de haber vivido tan indiferente a las pequeñas cosas, del caminar de las gentes, el gesticular de los que conversan, de los gritos de los vendedores ambulantes, del pregón del diariero.
Del patio siguió avanzando con el pensamiento penetró a la despensa, enorme, polvorienta, como muchas cosas cansadas ya viejas, se detuvo en cada una de ellas la vieja maleta de cuando era estudiante, las sillitas despedazadas de sus hijas.
A cada instante aumentaba el desprendimiento físico; él no se había quebrado como Víctor y Silvia, que salieron histéricos del auto, para buscar socorro a través de la nieve repetida mil veces. Reconocía no haber tenido el valor de Ernesto, quién con decisión suicida, abandonó el auto y se fue perdiendo en la blancura inmensa con serenidad asombrosa. ¿Dónde estará ahora? quizás él debía haber hecho lo mismo, pero ella, Luisa, desde el principio de esa pesadilla dijo que no abandonaría el coche, que esperaría lo que fuese. Ella ya llevaba tres días silenciosa, lejana como si no existiese; él no se esforzaría nuevamente en entablar algún diálogo, pero no por eso me obligaría a abandonarla; le parecía que formándose la imagen que debería velar por ella, sacaba más fuerza para sobrevivir más entro.
Atrás, lejos estaba Buenos Aires, el Atlántico más lento y envejecido que el pacífico, estaba allí; su camino salado y húmedo de inmigrante, que al final, en el caer del ancla le ofreció la ciudad enorme sembrada de cafetines y bohemia.
La vida, como los seres es caprichosa, repleta de blancos algodones de suerte, otras veces vacía, dura, inflexible. La suya inquieta e intensa que no dejaba tiempo para sentirla, para apreciar que lo único importante es vivir.
Su vida comenzaba a detenerse, a hacerse lenta y lastimosamente añorosa. Estaba terminando de recorrer su huella, como si montase un caballo y al galope hubiese penetrado en el tiempo, rápido y tenazmente, implacable si perdonarse nada. En una loca carrera cruzó el Atlántico, siguió por Gilbrartar al Mediterráneo y al galope furioso como en un velo que se descubre, penetró en Génova; tiempo distancia, arrivaderci y una lágrima, el era un emigrante auténtico siempre con alma de regreso.
El pensamiento se fue haciendo lento como pegajoso, empezó a dormirse sobresaltadamente no tenía claro los días que permanecían en el auto, bloqueados por la nieve, serían quince o veinte quizás. Lucía, yacía en el asiento trasero; sabía tan poco de ella como de los otros; ocasionalmente se habían conocido en aquella fiesta en Mendoza, él contó que cruzaría la cordillera para ver a sus hijas y así se planificó esa travesía, se juntaron seres sin afinidad ninguna conocidos en el placer y el calor de una fiesta. Los primeros días fueron gentiles, luego vino la desesperación y la angustia, se golpearon y se revolcaron en la nieve, ¿Dónde estarían ahora los demás?.
De pronto sintió que todo giraba que ese mundo blanco lo absorbía, Luisa, ya no daba señales de vida, el hacía tres días que notaba que su pierna derecha no le respondía y estaba ennegrecida, de pronto empezó a llorar por tanta crueldad, por tanto ensañamiento. Era sólo su imaginación ese ruido que crecía y crecía. Se llevó las manos a los oídos con furia para silenciarlos, pero el ruido y aumentó cada vez más, salió enloquecido del auto; ahí estaba el helicóptero zumbante. Vio un hombre saltar sobre la nieve, se doblo como un otoño y lloró desde el fondo con grotescos sollozos, mientras pensaba en las pequeñas cosa que él nunca valorizó: el caminar de la gente, las flores, los árboles, nacía nuevamente, pero ahora sabría amar la vida, amasándola, haciéndola sencilla y buena, diáfana, amplia y humilde.
FÍN.
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