EL ROBLE.
El viento cesó de pronto y aumentó la desesperación de los hombres.
¡Ahora lloverá! Dijo uno.
¡Malhaya! Dijo otro.
Sólo el abuelo, silencioso, como si en sus viejos ojos existiera alguna fuerza capaz de sujetar las nubes; miraba de lleno los cielos negros cuajados de lágrimas.
Más allá, en la casa de adobes, las mujeres sintieron que el viento se dormía.
¡Lloverá! dijeron.
Los animales, en el establo, también parecieron comprender la humedad en los ojos de Prudencio: el buey, se hizo más Profunda, como de lágrimas; hasta los árboles que ya no se movían, parecían estar encogidos al acecho.
El silencio era profundo; los ángeles desaparecieron con el viento; ahí sólo estaban las nubes y la furia próxima. Dios sólo existe en el fruto que madura, en el mar apacible, en los hermosos y altos edificios donde retozan las nubes.
Pero, ¿Dónde esta Dios, cuando, no queda más que una barca destrozada y las playas de la orilla húmedas de lágrimas?
Ahora no había mar, estaba lejos, pero el abuelo siempre recordaba, y más ahora, con los ojos fijos en el cielo se preguntaba, como esa tarde en el mar, en que vio llegar el bote de su padre como un barco de papel hecho pedazos: ¿Dónde está Dios?.
El abuelo era como el roble. Después de huérfano no tuvo más padre que la tierra, y cuándo murió su madre electrocutada al coger una rosa blanca, para el día de todos los Santos, arrancó enloquecido lejos del mar, lejos de los puertos donde comenzaban a tenderse los alambres eléctricos.
Aquella, su primera noche de soledad, también grito su pregunta de dolor: ¿Dónde esta Dios?
Al amanecer se despertó abrazado a la tierra; lejos ya, estaba el mar; respiró profundamente; la primavera traía en el aire el olor a nacimiento; sus ojos estaban llenos del verdor de la calma, no necesitaba preguntar nuevamente: supo que Dios estaba en la primavera.
Desde esa vez, nunca después volvió a preguntar ¿Dónde? Cuando vinieron los malos años, se mordía los labios y tragaba su pregunta.
Como la tierra, también él floreció en retoños: Isabel y Julio eran los frutos de Trinidad, su mujer, que aún a los setenta años veía la noche romperse y al día descolgarse de las sombras, la fuga del lucero del alba que la saludaba, mientras en el horno, el fuego comenzaba a elevar volutas de humo hacia los cielos.
¡Cuánto tiempo!, los años son como los caminos polvorientos, que por más tierra que tengan, siempre conservan su huella. El abuelo, en las horas de incertidumbre se conformaba retrocediendo, extrayendo del recuerdo para endulzar sus angustias, lo mejor de sus antiguos días: Cuándo su corazón latía más a prisa al sentir esos luminosos ojos verdes que lo miraban desde esa casita del recodo del camino; era el peón del fundo Los Cipreses, en esa época cuando recién la hechona empezaba a endurecer sus manos.
El viejo Carlos, era el padre de Trinidad, su hija única: viudo y viejo recibió de sus abuelos ese pequeño trozo de tierra; lentamente se sentía fallecer; por eso, una tarde, al cruzar el mozo el recodo le llamó y le dijo:
- ¡Hace tiempo que te observo; te he visto doblarte con fuerza sobre el trigo, y sé que vos y la Trinidad se gustan, yo no me opongo a que te casís con ella, además ya no me quedan días de vida!-
El viejo anhelaba para su hija un hombre joven, que amara la tierra para que sobreviviera el terruño, y no se equivocó en ese mozo que nunca nadie supo de donde venía.
El abuelo seguía mirando el cielo negro; sus nietos y sus hijos se afanaban cargando de trigo sucio la única carreta.
En la casa, las mujeres, mudas, rezaban en silencio; Isabel nunca se casó, era sólo una buena mujer que hacía bailar entre sus manos el huso de madera y en el verano preparaba anilinas para teñir los flecos de las mantas.
Soledad, la esposa de Julio, siempre con una tonada en los labios; ahora, junto a su suegra, estaba lívida de angustia; sus hijos sanos y alegras seguían cargando la carreta en silencio y preocupados.
Los cuatro hombres, contentos, se habían encaminado hacia la era; corría un buen viento para aventar el trigo; de pronto, el fue fuerte y arrastró lejanas nubes; ahora el viento se había ido y el agua amenazaba; al llover, todo estaría perdido.
En esa parte del valle, donde estaba la era, con poco llover se formaba una laguna, ya que las aguas que recogía el cerro se volcaban por una estrecha quebrada próxima; las lluvias de verano eran torrenciales, pero nunca antes, se precipitaron en tiempo de cosecha.
Los bueyes estaban nerviosos, eran animales jóvenes. Prudencio, ya estaba viejo para tan pesada faena. El abuelo, como toda la familia, lo respetaba y mimaba; el buey parecía comprender; muchas veces el abuelo se detuvo ante la mirada de Prudencio y le parecía que quería hablarle.
El trigo es el pan, es el oro blando; sin el trigo, el campesino muere; la casa se deshace, la gente emigra para buscar trabajo, los campos pequeño fallecen en su tradición de padre a hijo la herencia se vende por pan para saciar el hambre.
Mientras esto pensaba, el abuelo, inmóvil, con los ojos fijos en el cielo, luchaba para sostener con ellos las nubes.
¡Qué dolor! También las piedras dejan a veces de ser duras; fácilmente se quiebran con un poco de calor; él también sentía que se le desgarraba el alma; el dolor físico nunca fue capaz de doblarlo, ahora era su tierra, el sudor de un año el pan que peligraba. El abuelo bajó sus ojos y rápidamente se secó el rostro húmedo de lágrimas.
Los nietos observaron el gesto de las manos y pensaron que el tata estaba envejeciendo, mientras seguían llenando de sucio trigo la carreta; pero de pronto sintieron que no son los años los que forman las lágrimas; ahora ellos también luchaban con las lágrimas; nadie quería mostrara su llanto.
Los nietos recordaban que el roble, una vez que fue herido por una carreta, lloró silenciosamente en el crepúsculo. En ese atardecer, ellos iban jugando tras los pájaros que huyeron a las ramas del herido; cuando vieron de sus carnes de madera escurrir cristalinamente gotas de agua, corrieron a casa en busca del abuelo:
¡Tata, el roble está llorando!
Tomó el abuelo su manta y es noche durmió junto al árbol.
Al otro día ellos recordaban que el abuelo dijo:
¡El dolor de la tierra, el dolor de los pájaros, el dolor de los árboles, es también el dolor de los hombres!
El abuelo amaba al roble, le conoció ligero, blando a los viento; eran los dos jóvenes: uno se encumbraba hacia los cielos, el otro de doblaba para romper la tierra; la noche los sorprendía juntos, envueltos en le rumor de una tonada que el mozo, entre suspiros componía.
Un pájaro negro cruzó los cielos.
¡El diablo! Exclamaron los nietos desde la carreta.
Los ojos del abuelo y de su hijo Julio se cruzaron; ellos sabían que ese pájaro era el de la suerte negra, pero sus hijos sólo debían saber de una sola suerte: la suerte blanca. ¡Es un jote! Dijo el padre y ellos tranquilizados siguieron trabajando.
Primero fue un rayo que partió en dos le roble, luego un rugido del diablo que estremeció la tierra y ahora la lluvia enceguecida, rápida, tenaz. Los hombres lentamente volvieron a la casa.
El sol recién se despertaba, como trasnochado por el ruido de la lluvia que golpeó toda la noche la tierra: una pequeña laguna y cinco sacos flotando; eso era todo el sudor del año y aún más: junto al roble, confundido con sus ramas enlodadas, yacía muerto el abuelo que durante la noche, silenciosamente, traspasó la lluvia para dormirse abrazado al árbol.
A los oídos de los nietos llegaron palabras lejanas.
El dolor de la tierra, el dolor de los pájaros, el dolor de los árboles es también el dolor de los hombres.
|