Estaba agonizando en aquella cama, postrada, casi inerte. La oscuridad de la habitación la sometía a una eterna angustia, condenada, sola, triste. Algunas veces sentía la necesidad imperiosa de levantarse y cuando hacía el intento, notaba la tensión de sus músculos, cada movimiento que un ser pudiese haber ejecutado fácilmente para ella era un martirio, después de horas de esfuerzo lograba sentarse en la cama y ahí paraba, agotada. Muchas veces corrieron perlas saladas por su piel a medio del camino, pero no quería acostumbrarse a esa realidad, sabía que su destino no podía ser aquel, el de morir en ese cuarto en penumbras, abandonada. Casi podía saborear esos nuevos horizontes que se le escapaban entre memorias lastimosas. Se preguntaba cuándo iría a reír sin sentirse una actriz en medio de la escena reiterativa de sus días. Fantaseaba con ser una princesa encerrada en su castillo lúgubre que despertaría de su pesadilla con un beso de amor eterno entre el dulce aroma de una rosa, como había leído en las novelas. Las novelas eran motivadoras de un mundo distinto, la separaban de su cruda realidad. Como no podía mover mucho sus extremidades, atrofiadas por los años de represión, había aprendido a usar su boca para agarrar los libros que guardaba entre sus sábanas, daba vuelta sutilmente cada página con sus labios, deleitándose con cada palabra que leía, alimentando sus ideales de ser rescatada.

Esperando, esperando...