Una bestia feroz, perteneciente a no se que ralea, babeaba y babeaba luego de haberse manducado a una docena de inocentes animalitos que había caído entre sus garras. Ese babeo era una especie de tic suyo y quienes le conocían sabían que en esos momentos, el engendro no atacaría a nadie. Pero ese estado duraba un Jesús porque la bestia era insaciable y en menos de una hora, su piel se erizaba, desenfundaba los colmillos de su horrible hocico y se ponía a aullar que era un gusto.
Esa tarde, la alimaña decidió que comería pollo y se dirigió a unos gallineros que se divisaban en el bajo. Astuto, se vistió de paisano y se trenzó sus greñas de tal suerte que hasta parecía un intelectual. Disimuló como pudo sus largos dientes y se sentó sobre una piedra para simular que escribía.
A poco andar, apareció una hermosa jovenzuela que parecía sufrir una gran pena. El animal la miró con gula, pero, consecuente con sus principios, se dijo que ese día comería pollo y no otra cosa. La muchacha, al verlo, sonrió ligeramente y se le acercó. –Señor- le dijo –si no sufriera lo que estoy sufriendo, no me hubiese atrevido a molestarlo, aún más, ni me hubiese acercado a usted… La bestia la miró con curiosidad y se dijo para si: -No, hoy no habrá una segunda versión de la Caperucita Roja, aunque esta chica bien vale el cuento.
Con su mejor voz, que pese a todo era lo más horrible que se hubiese escuchado, le preguntó a la chica en que podía ayudarla. La hermosa joven se sonrojó y le contó que le daba vergüenza confesarlo, pero era absolutamente analfabeta y necesitaba enviarle una carta a su querida madre, que se encontraba muy lejos. La bestia, que paradójicamente era muy letrada, le dijo, de muy fingidas buenas maneras, que le comenzara a dictar y que ella, solícita, le haría la carta. La chica, feliz, pronunció emocionada sus más sentidas palabras que nacían de su acongojado corazón y en pocos minutos la misiva estaba lista.
La muchacha le agradeció a la bestia esa deferencia e incluso le dio un beso en su asquerosa mejilla, acto que enardeció al engendro, a tal punto que tuvo que esforzarse para mantener su precaria compostura.
Al día siguiente, la madre recibía de su hija la siguiente carta:
“Vieja infame, me las pagarás. Sé todo sobre tu vida. Yo soy un respetable ciudadano y muy pronto haré públicas todas tus inmoralidades… Muérete…”
A la pobre señora casi se le produce un infarto al leer tamaña barbaridad. Llorando a mares, se recriminaba por haber mandado a su hija a trabajar a la ciudad. –¡Ella no era así, ella no era así!- sollozaba la desconsolada mujer.
Como todos ustedes se habrán dado cuenta, la bestia cambió las palabras de la niña, o las entendió a su manera, puesto que en su naturaleza prosaica no había espacio ni para la belleza, ni para los buenos sentimientos, ni para cualquier otra manifestación versallesca.
Moraleja: Si una bestia te muestra sus dientes, sonríele. Tal vez esté tratando de decirte que te ama…
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