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DEJA VU

Las gotas caían con gran inconsistencia. De vez en cuando, las almendras competían con estas, tratando de tocar primero el suelo. El césped parecía un gran tapete de finos cabellos ondulantes. Se percibía la frescura que poseía. Apenas estaba húmedo, literalmente vibraba de vida. No llovía con fuerza ese mes. Transcurría entre rocíos nocturnos que pretendían ser blandas lloviznas, y lloviznas que parecían más, gotas disipadas, producto de un invierno atroz que caracterizaba el caos climático de la región.

Esperó solo cinco minutos en la enramada. Acababa de salir de los tratados metafísicos de Platón y habría participado al menos dos veces en la clase. Caminó debajo de los almendros y sacudió su reloj de pulso humedecido por las gotas. Los arboles, parecían haber sido sembrados con una escuadra, sus raíces eran una sola. La cálida luz del sol, empezaba a filtrarse entre las hendiduras que bordeaban sus ramas y animaba las tórtolas.

Se disponía atravesar el patio pavimentado. Repentinamente sintió un golpe leve en su cabeza. Un fruto había caído del árbol. El último almendro del patio. No prestó atención. Llegó al extremo del patio y observó un automóvil beige aparcado en el costado. De pronto, sintió una sensación extraña. Ya había estado inmerso en los mismos hechos que acababa de vivir. Rubén Vanderland pensó por un momento en las cosas que sucedieron esa mañana. La clase monótona de filosofía, la sutil llovizna, la eterna espera en la enramada del patio, el camino en medio de los almendros que nunca frecuentaba, su reloj empapado en agua, la almendra que se desprendió del ultimo árbol del patio y el automóvil beige…

El automóvil había liberado esa sensación. Él aun estaba allí, al lado del vehículo. Tiempo después, se marchó.

Empezó a recapacitar. Tal vez era una mala coincidencia. ¿Casualidad? Hubiera querido explicar todo filosóficamente, pero no atendía las clases. Por un momento pensó que era el cigarrillo que había fumado esa mañana. No, descartó, todo era perfecto, su vista era perfecta. Los almendros madurando. Atrás de él, el sol dibujado en las piscinas. Nada estaba al azar. Era como un filme grabado en su memoria, en el que Rubén era protagonista principal. No era ficción, concluyó.

Tomó un autobús rumbo a su casa. Había olvidado el suceso. Pensó inmediatamente en la batalla que tendría el día siguiente. Tendría el honor de volver a competir. Una vez más ¿Por qué no? La victoria podía llegar en un momento, en un intento, pensó. Al día siguiente se propondría triunfar. Las batallas eran solo batallas, perdidas o ganadas, eran solo batallas. Sin embargo, analizó, imaginó, y dedujo al final que seria una de las últimas.

Su rival, era al mismo tiempo su verdugo. Le había propinado sendas derrotas. Arturo le superaba en todo. Estudio, deportes, trabajo… Su eficiencia le molestaba, le afligía. No era un total inconsciente y envidioso, trataba solo de mejorar, pensaba. Desde ese año se propuso triunfar.

Practicó toda la tarde. Capablanca y Alekhine le enseñaron durante horas. Movió allí, corrió allá, anotó sobre su vieja libreta y preparó fríamente su estrategia. Inicio una disputa con la computadora, que capituló rápidamente ante su renovada astucia. Esperaba confiado. Recordando a su abuelo, sacó de un empolvado cajón el viejo tablero. Las piezas de porcelana eran perfectas. El viejo europeo, le había narrado la historia de aquel bélico tablero. Se decía que el anciano lo habría conseguido en Dresde poco antes de la segunda guerra, y que sobre él, había enfrentado nada más y nada menos al campeón Holandés Euge.

Siempre que podía, sacaba las piezas y empezaba a tornearlas con los dedos. Había ocasiones, en las que se dormía contemplándolas. Pensaba que aquel era un objeto que nadie podría tener, que nadie podría apreciar. Cuando terminó de alistar ambos bandos, escuchó el sonido eufórico de la lluvia que entraba abruptamente por la ventana. De nuevo sintió una sensación extraña. Se levantó para cerrar la ventana y torpemente movió el tablero de su sitio. El crujir de la porcelana no se hizo esperar. La pieza, una hermosa torre blanca, se partió en dos. En un instante, Rubén observó y se sintió extrañado. El tablero que se encontraba sobre aquella mesita enclenque de roble áspero, el libro sin solapa de los grandes maestros en el suelo, las gotas golpeando violentamente las hojas del jardín, y dos piezas que se deslizaron al suelo después de la primera…

Como un detective miró todos los objetos. No movió ninguno de su lugar. Ahora estaba seguro, todo lo había vivido ya. ¿Pero cuando? ¿Acaso una persona puede vivir una situación que ya ha vivido antes? O tal vez era un sueño que pudo tener en esos días de noviembre, en los que esperaba el final definitivo de sus clases. Era una circunstancia anormal, pensó asustado. Al abrir su deshojado diccionario enciclopédico, encontró conceptos que no lo conducían a ninguna parte. Solo un destello de suerte le brindó algunas pistas. Logró cambiar el concepto de anormal, por el de paranormal. Pero cuando intento buscar aquella palabra poco familiar, se encontró con que la pagina 1445 faltaba en el libro. De 1650 páginas amarillentas que tenía el libro, faltaban solamente dos, el índice y la página que Rubén intentó consultar.

Rubén Vanderland pocas veces se da por vencido, pensó. Se levantó y empezó a organizar su habitación. Esperaba encontrar la página, no quería salir con aquel aguacero. Mayor fue su sorpresa cuando tomó la torre partida en dos. No se había dado cuenta del daño, pensaba que la alfombra le había protegido. La lluvia que se había ceñido a sus oídos, seguramente no le habían dejado escuchar el fino crac de la loza. Se sintió totalmente derrotado. Al salir corriendo en busca de respuestas, no había notado que una pieza de su corazón se había dividido en dos. La sensación de derrota se hizo tangible, cuando varias lágrimas deambularon por sus mejillas y descansaron sobre la áspera mesa. El llanto llegó con los primeros rayos del sol. La tarde esperaba el ocaso con un cielo impertinentemente nubado.

Rubén Vanderland pocas veces se da por vencido, pensó de nuevo. Se desahogo por más de una hora y al final todo terminó con discretos sollozos. Cubrió los fragmentos con un bonito trapo y los guardó en un cajón con cerradura, en el que guardaba preciados objetos. Se marchó hacia la vieja biblioteca, que nunca frecuentaba por voluntad propia. Al llegar, entró a una acogedora salita que contenía dos grandes estantes de libros sobre parasicología. Tomó uno tras otro, después dos más, y por ultimo, encontró un libro cuyo titulo pronunció en voz alta, lo que le ocasionó un regaño por parte del encargado. Con letras firmes y claras titulaba: EL DEJA VU, UN VIAJE ASTRAL HACIA LA CLARIVIDENCIA. En menos de una hora, repasó con sus ojos cafés dos capítulos enteros, y esperaba en dos, leerlo todo. En la pagina 445, halló lo que buscaba. Leyó el primer párrafo, se detuvo y pensó.

La clarividencia viajera suele suceder a cualquier persona. Hay una separación entre el cuerpo físico, o más bien, en el doble astral. Puede ocurrir mientras la persona duerme. La persona se desplaza durante el sueño a lugares conocidos o desconocidos, después, la persona logra reconocer conscientemente… Un estruendo en forma de eco interrumpió la lectura. El asistente del encargado de la sala, había tumbado torpemente un libro de archivo que se encontraba sobre el mostrador de servicio, y este a su vez, se desplomó con varios libros más.

Como un asmático, Rubén empezó a respirar ansiosamente. Le echo un vistazo al reloj que tocaba cada segundo en la sala: Tic, tac, tic, tac. Marcaba las 5:40. De nuevo volvía la sensación. El regaño del encargado, el libro sobre la mesa y su lectura en la página 445, el sonido de los libros de archivo tocando el suelo, el mostrador destartalado y la vieja iluminación fluorescente…

El miedo se apoderaba de Rubén. Faltó poco para que se comiera media uña de su pulgar izquierdo. Los nervios le apremiaban. Se marchó. Pidió el libro en préstamo. Su lectura se prolongó hasta pasada la media noche. Como un viejo bohemio, devoró una cajetilla entera de cigarrillos baratos, al final se recostó en una mecedora de mimbre tostado.

La lluvia llegó de nuevo con el amanecer. Las gotas golpeteaban fuertemente el cristal. Una alcanzó a entrar furtivamente y se incrusto en un pómulo de Rubén. Estaba fría. Rodó por su mejilla lentamente, y esquivando los rastros del acné, acaricio suavemente su cuello. Rubén despertó y se levantó en medio de la oscuridad. Cerró la ventana y se recostó de nuevo. Su madre le había dejado todo listo para la competencia.

Parecía una mañana fría, Rubén camino en medio del andén de la entrada del Liceo. El asfalto estaba húmedo y la llovizna había ya humedecido su cabello. Su uniforme estaba impecable. Sus zapatos estaban radiantes. La niebla del patio no le preocupó. La competencia empezaría a las 9:00. Mientras tanto, tendría que afrontar un examen de física en el salón 101. Se batiría en medio de ecuaciones cuánticas por más de hora y media. Rubén terminó la prueba y se marchó a la gran batalla. Todo pasaba muy rápido. Allí, en aquella aula, estaban todos. Castro, Zabala, Ortiz… y Verónica. El premio mayor. La niña que había deseado desde la escuela. La mujer de su vida. Intento más de una vez conquistarle. Daba lo mejor de si para superarse y poder al fin enamorarle. Tuvo una clara posibilidad ese mismo año, cuando por suerte ella trató de corresponderle. Pero, apareció alguien más. Con más determinación y más soltura, Arturo le arrebató su dama. Su amor. Por más de tres meses, los dos se batieron en una dura disputa. Los halagos de Rubén enfrentaban los sutiles detalles de Arturo. La personalidad de Rubén, sucumbía ante la interesante conversación de Arturo. Eran como dos titanes mostrando lo mejor de cada uno, o dos caballeros medievales luchando por su princesa.

Al final, prevaleció el mejor. Verónica era la novia de Arturo. No había nada que pudiera hacerse. O al menos si. Rubén intentó atacar por otro flanco. El ajedrez se convirtió en ese flanco del cual sacar partido. Arturo era un don nadie, un joven que llegó al final del bachillerato y que, con suerte, conquistó a verónica. En su lugar Rubén, tenía un tablero que había sido usado por el mismo Euge y tenia un talento que le recorría las venas. Eso pensaba Rubén Vanderland de si mismo. Sin embargo, Arturo Ospina le humilló en varios encuentros y este era el último. Si deseaba derrotarlo, era la última oportunidad.

La partida duró tres horas y media. Rubén y Arturo se fueron en tablas. Era la primera vez que Rubén igualaba fuerzas con Ospina. Los dos gladiadores se verían de nuevo ese mismo día en la tarde. La partida del honor seria a las 3:00 pm. Rubén regresó a casa. Atravesó los almendros, llegó al patio principal y salió del Liceo. Al pasar la calle, en doble vía para tomar el auto bus de siempre, le atropelló un vehículo.

El reloj despertador le alarmó. Se levantó inmerso en una tela de sudor que le cubría toda la piel. Había sido un vivido sueño. Observó el reloj, las 5:50. Rubén tomó su uniforme, estaba perfectamente organizado, sus zapatos estaban relucientes, el olor a desayuno lo distrajo. Tomó un baño y se vistió con rapidez. Si el sueño es verdad moriré hoy, pensó mientras sonreía y se tomaba un café negro que el mismo preparó. Cuando vio el libro sobre la mesa, escupió el café de su boca y dejó caer la taza al suelo. Todo no había sido un mal sueño. Su madre se acercó y le dijo que había organizado todas sus cosas en la noche anterior. No quiso despertarlo, pues estaba profundo.

Rubén se puso pálido. Mientras su madre recogía los pedazos de la taza, su respiración ansiosa volvió de nuevo. Su ansiedad se incrementaba. El sueño no era verdad pensó. No saldré hoy, pensó. Pero, y la competición. Su última batalla. Tal vez, el sueño le anticipaba lo que iba a suceder. Salió deprisa y se fue caminando hasta el liceo. La mañana en efecto era muy fría. Una densa niebla cubría el espacioso sector de los aparcaderos. Miró cada uno de los autos. Ninguno era beige. Atravesó el patio y no pudo ver las heladas aguas de las piscinas que estaban cubiertas por la niebla. Llegó tarde a la prueba de física. En la puerta del salón observó el número 101 enclavado en la puerta. Con la lentitud de un anciano camino y se sentó al lado de la ventana. Observó de nuevo la llovizna. Se sacudió el cabello húmedo y trató de tranquilizarse. El viejo profesor le entregó un listado de ejercicios. Le preguntó seriamente que si estaba bien. Rubén ni siquiera escuchó. Miró a un lado y detuvo su mirada angustiada en sus compañeros. Castro, Zabala, Arturo, Verónica, todos estaban. Igual que en su sueño.

La llovizna se hizo más fuerte. Los nervios más apremiantes. Se detuvo a mirar sus zapatos. Parecían nuevos. Nunca les había visto tal brillo. Resolvió la prueba. Muchos garabatos que escribió no eran nada. Las manos le sudaban. Parecía un enfermo de parquinson, le temblaban las manos angustiosamente. Un sonido agudo le sobresalto aun más. Era el timbre que ordenaba el final de la clase. Zabala se acercó y le dijo que era hora. Rubén se dirigió hacia su última batalla.

Se sentó al frente de su rival. En una mesita de color caoba, colocaron el tablero de madera. Arturo Ospina sonrió y le saludó. Rubén le miró y le dijo que iba a morir. El susurro sorprendió a Arturo. Hizo un ademan de sorpresa y sonrió. Yo también, dijo casi en silencio, pero no se cuando. Rubén Vanderland miro a su alrededor. Todos estaban alii. Se acercó un hombre que hizo de juez y les deseo suerte a ambos. Rubén empezaba, tenia las blancas.

El pedazo de madera atravesó rápidamente el tablero. El corcel y cuatro peones se desplegaron. Ospina, con la calma de un maestro creo su estrategia y espero pacientemente. Rubén temblaba como un enfermo con hipotermia. Ospina en tono burlón, le dijo que dejara el miedo, que solo era un juego. Pero Rubén no respondió. Perdió en el centro del tablero. Por poco una desatención producto de los nervios, le cuesta la partida. Se concentró un poco más e intentó un ataque. Jaque, dijo con seguridad Ospina. Rubén escapó con rapidez.

La batalla llevaba ya dos horas. ¿Hora y media? Moriré en ¿hora y media? Pensó. Pidió un receso, algo imposible. Pero el juez accedió cuando vio su pálido rostro. Se lavó la cara y se miró al espejo. Mirando su negro cabello, ojos cafés y el rosado pálido de su piel, pensó en algo descabellado.

Y ¿si logro ganar en una sola partida?

No tendría necesidad de regresar en la tarde. Su rostro recobró el color. Era una esperanza, era su esperanza. Tal vez el destino le perdonaría la vida si demostraba valor. O tal vez todo era una locura, una casualidad, un momento relativo. Quería vivir, iba a vivir.

Salió con rapidez. Analizó la situación. Era realmente mala. Ni siquiera sabía si podía empatar. Había perdido tres piezas importantes y tenia encima a su rival. Capturó cuatro piezas claves. Su estrategia estaba resultando. Ospina le miró, tal vez con la ilusión de distraerle. Rubén Vanderland no escuchaba, no veía, no sentía. Su mundo en ese momento era esa tabla con esos pedazos de madera y esos definidos cuadros, que le dirigían y le brindaban esperanza. Observó su reloj de pulso, 2:30 de la tarde. A esa hora en el sueño estaría yendo hacia su casa. Se animó aun más. ¡Jaque!, otro más. Ospina se desesperó. Su rey huía, trataba de salir del tablero. Las defensas se desmoronaban. Al final, le encerró. Le asesinó con una treta entre un peón, un alfil y una torre. Jaque mate. Alzó la voz. Hubo sorpresa en el aula.

Miro de nuevo su reloj, 3:00 en punto. Estaba a salvo. Ospina le felicitó. Tal vez seria la última vez que Rubén triunfaría. Recibió su medalla. Todos le felicitaron. Recibió un abrazo de Verónica, y se marchó con Zabala hacia su casa. Cuando salían del liceo escucharon un alboroto. El escándalo venia del andén, al costado de la entrada principal. Un tumulto de gente estaba al lado de una ambulancia. Rubén se acercó, Había un cuerpo cubierto con una sabana. Preguntó nerviosamente a una anciana por lo sucedido, no hubo respuesta. Zabala se acercó y le contó. Arturo Ospina había sido atropellado por un automóvil beige, a las 4:45 de la tarde, y por una casualidad más apremiante, el número de identificación del vehículo terminaba en los números 445. Rubén se cubrió el rostro con ambas manos. Después empezó a llorar desesperadamente. Zabala no sabia que hacer. Pues faltaba la otra noticia. Verónica estaba mal herida en el hospital. Espero otro momento para comentarle.

A los pocos días, después de la exequias, Rubén analizó y contra puso los datos. En el sueño, moriría poco después de las 2:30 de la tarde. La cifra del diccionario le resultó familiar: pagina 1445, igual a las 14:45 de la tarde, 2:45 pm. Al mismo tiempo, el numero 445 concordaba con los números de identificación del vehículo, así como el color beige que pudo ver dos veces en el mismo automóvil. Se sintió aun mas afligido. Con su victoria pudo escapar del desastre. Tal vez el destino o un ente paranormal le ayudaron. O tal vez la vida en su curso inmediato necesitaba evitar la muerte del muchacho. Las explicaciones, aun hoy, son respuestas inconclusas y supuestas. Lo cierto es que el deja vu, es un fenómeno totalmente real y que a veces trasciende la realidad para acudir en nuestra ayuda.


Texto agregado el 02-10-2008, y leído por 84 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
02-10-2008 Interesantísimo relato! Bastante complejo este fenómeno del deja vu. Atentos saludos. Lawrencia
 
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