Algunos me tildarán de anarquista, nihilista o cualquier cliché reduccionista y vago. La verdad es que, a pesar de las consecuencias negativas que la actual crisis tiene, yo estoy feliz. Feliz de ver como se desmorona el paradigma neoliberal y esa imagen postiza de triunfo y éxito que siempre ha tenido Wall Street. Nos han intentando meter propaganda hasta por el culo sobre la utopía en la que viven estos yuppies, que a pesar de andar en Lamborghini y vestirse con Hugo Boss, hoy reclaman la ayuda del ciudadano gringo de la calle. La meca del consumismo y las ambiciones desmedidas y obscenas hoy se arrodilla ante papá Estado para que los ayude. JA. Bastante irónico, ¿no? Un modelo económico y financiero que siempre se opuso a cualquier intervención del Estado. De hecho, si le hubieran preguntado a cualquiera de estas marionetas de plástico sobre el Estado ideal, habrían respondido que “el mejor Estado es un Estado mínimo, casi inexistente”. Los que antes repudiaban la leche, hoy anhelan beber de la teta del sector público. Siempre me ha asqueado la doble moral gringa (i.e. de la élite gringa), pero esto raya en lo ridículo. Lo más probable es que el inepto presidente W. logre pasar el plan de salvamento y todo vuelva a la normalidad en el oasis del consumismo y la obsesión por las apariencias. El glamour de lo artificial, donde un vestido y un carro dicen mucho más sobre una persona que sus ideales y pasiones. Un gran casino donde las personas apuestan su vida, con el fin de enriquecerse sin medida y después no saber en qué gastar tanta plata. Wall Street es obsceno. Demasiada vanidad concentrada en un espacio limitado. La realidad del exceso, de la ambición mórbida, del deseo que busca llenar un agujero en la playa con el océano entero. Parece que el estrés, la reducción en la expectativa de vida y las enfermedades coronarias son irrelevantes frente a un yate, una mansión, un jet privado… Habrá quien diga que yo también soy reduccionista y vago. Vale. Habrá personas en la meca financiera que sean ecuánimes, justas y que no malgasten su vida en vanas frivolidades. Cierto. Pero yo me refiero al grueso de la población. Al promedio. Para nadie es un secreto el modus vivendi de los agentes que trabajan en las bolsas del mundo. Sólo que yo, tal vez por haber estudiado durante años con los mayores yuppies de este país (Colombia), tengo una aversión cuasi-patológica hacia ellos. Me repugna esa fijación con lo externo. El materialismo que permea toda la vida y las relaciones que estas personas establecen con los demás. La fascinación por el status. La equivalencia entre status, riqueza y respeto:

Riqueza = status = respeto

Uno es “alguien” si aspira a ser como ellos. La verdad es que todos somos “alguien” por definición. Si uno se fija en las costumbres de estas personas se da cuenta de las analogías con conductas infantiles o propiamente animales. Un libro incluso compara a los ricos con nuestros ancestros primitivos (los chimpancés deberían demandar al autor del libro por difamación). Y al mirar a un niño coleccionando carritos de juguete y a un magnate de estos haciendo lo propio pero con carros a escala 1:1, pues la diferencia no es mucha. La única diferencia es que un carrito de juguete cuesta 2 dólares y uno real de colección 200,000. La ventaja del niño es que el desenlace de sus juegos no tiene un efecto sustancial sobre millones de personas, como sí sucede con los personajes de Wall Street. Haciendo la analogía entre la Bolsa y un casino la cosa es más clara y deprimente. Mientras el niño juega con billetes falsos en una ruleta de plástico, los magnates apuestan los ahorros de toda la vida de millones de personas, y además cobrando por ello una cuantiosa comisión.

Para cerrar les cuento una anécdota:

En cierta revista (creo que era The Economist) hicieron una prueba muy peculiar. Juntaron a un experto en mercados financieros, una niña y un gorila. Los tres debían invertir en una acción de una compañía con cotización en la Bolsa, y luego de un tiempo sus ganancias serían reportadas en orden de magnitud. Todo el mundo le apostaba al experto financiero, ¿pero saben realmente quién ganó? En primer lugar, quedó el gorila, quien lanzó un dardo sobre una diana con los nombres de varias empresas e invirtió en la empresa donde cayó el dardo. Segundo, la niña, quien invirtió su dinero en una empresa que eligió porque le gustó mucho el color del logo. Y por último, el experto, quien hizo el análisis con modelos super-sofisticados para calcular la rentabilidad esperada de las acciones. Moraleja: Confíe más en un gorila de gustos sencillos que en un gorila que sólo se conforma con Versace y Porsche.