Mi caballo marcha lento, su cabeza sube y baja al compás del tranco. Apenas es medio día, el sol pega de lleno y el calor es intenso. El camino tortuoso tiene un tono rojizo y a los costados el verde de los yuyos es vivo y está salpicado con florcitas de diferentes colores que le da un aspecto casi irreal: como salido de un cuento. Cuando paso delante de la tranquera miro hacía adentro, entre una arboleda se ve la casa pintada de blanco que resalta y contrasta contra un cielo azul sin nubes. Las puertas están abiertas, aunque no se ve a nadie y pienso que tal vez el sol reprima a sus ocupantes.
Apenas unos metros más adelante y orillando el camino, detengo mi caballo para ver, detrás de los alambres del cerco, un trigal crecido que parece un mar ondulante de color verde con pintas amarillas en la parte superior que bailan al ritmo del viento. El verlo me deja pensar que lo sembró un tosco labriego que con sus ásperas manos llevó firme el arado y las riendas de los caballos enlazadas en su cuello. Lo imagino caminando detrás del arado, cargado de paciencia, transpirado, mientras la tierra va desgranándose bajo sus pies. Sin duda hombre y bestias deben haber andado el campo palmo a palmo hasta terminar la tarea.
Taloneo al caballo, lo avivo en las riendas, escucho el suave tintinear del freno y continúo mi camino, rodeado por algunas mariposas blancas que revolotean a mí alrededor. Sin dejar de pensar en ese trigal, que me llevo en las retinas.