Primera parte
El chillido cesó cuando los labios sedientos encontraron un par de senos costrosos de un cuerpo lánguido, seco, podrido, infecto de picaduras de moscas rodantes de excremento; un organismo ahora marchito que en algún tiempo fue dador de vida y que, igualmente, fue portador de sueños, ilusiones, deseos, frustraciones, sinsabores y demás o, por lo menos, contuvo la forma vana de un ser humano.
Los labios mamaban regocijándose como si los calostros alrededor de las pulpas de piel mugrosa fuese un exquisito manjar de dioses. El niño terminó de beber, exprimiendo hasta la última gota cuajada de alimento, frente a la mirada servil de perros que rondaban el purulento trozo de carne en espera de su parte. La leche muerta de la madre, aunque sin propiedades, había hecho un buen trabajo mantenido con vida a la criatura durante semanas, meses quizá. Fue esta hambre desesperada por vivir lo que terminó, igualmente, con la vida de la mujer al atragantarse con un mendrugo de pan infestado de cucarachas. Tambaleando la lengua por entre los senos acaecidos de leche rancia terminó de ingerir los menguados nutrientes que lograba sustraer de las comprimidas bolsas de piel.
Dando pasos cortos; con la dificultad que le da al cuerpo la flaqueza de no ser bien alimentado, caminó en busca de hartar su sediento apetito en otras instancias. Alejado de su madre, los animales aprovecharon para romper la hambruna, destrozando el cuerpo sin alma de la mujer. Era cuestión de tiempo para saber si los harapos de carne se los engullía la tierra o daban un poco mas de existencia a seres que indistintamente hacía tiempo dejaron de vivir.
A escasos treinta metros de la jauría, el niño seguía tambaleándose de un lado a otro sin percatarse que del otro lado del basurero una figura se avecinaba.
II
Había estado divagando por las calles sin saber a donde ir. El hambre le exprimía las tripas del estómago y éste le devolvía un sabor amargoso que, apenas posado en la punta de los labios, resbalaba hacia la garganta quemándole, a cada paso, el tubo de la traquea hasta dejarle un hueco en los pulmones. La piel, escaldada por el sol, expedía un vaho que le escurría desde los huesos, se dispersaba entre los ropajes mugrosos impregnándose finalmente de olor entre la piel mantecosa que, de cuando en cuando, era secada por los gruesos pelos de la camisa de franela. El calor le cobraba factura en las yemas de los pies llenándolas de ampollas ardientes en pus; los abscesos, al reventarse, tomaban forma de costras que violentamente eran abiertas; carne cruda, desflorada, lodosa por tanta porquería acumulada, pústulas que después de ser exprimidas dejaban bombillas fofas que eran vueltas a llenar con el agua salada del cuerpo y ésta era esparcida por toda la planta, secándose al contacto de la grasa diseminada en los viejos zapatos de cuero, sin dar tregua de colmar, siquiera, por un instante el ardor.
Estuvo caminando, al igual que en días anteriores, toda la mañana: primero por minutos, luego éstos se convirtieron en horas, en un ir y venir sin descanso ni sentido aparente. Hasta hacía unos minutos impregnaba las calles con un deambular errático, sin considerar los padecimientos corporales, hasta que la vista del barbero de la calle Cajal le recordó que aún no se encontraba muerto del todo “¿Le pasa algo joven?” Había preguntado el anciano momentos antes, mientras afilaba sus navajas de corte y mascaba hojas de tabaco tomadas de un frasco que continuamente se llenaba de moscas regodeándose a placer por no ser ahuyentadas, para con ello regresarlo a la realidad. Él, sin contestar, siguió serpenteando hasta dar vuelta en la esquina de la calle para evitar la mirada inquisitiva del viejo. Caminó erguido tratando de ocultar su flaqueza, hasta que su humanidad no pudo soportar el cansancio. Estancado como un árbol en medio solsticio, sintió cómo la mirada se le desprendía del cuerpo, rondaba en espiral por entre sus rodillas, subía hasta donde el mareo le cerraba los párpados y viajaba entre círculos caleidoscópicos por el aire para reposarse cansada en dos pequeñas imágenes que jugaban en medio de la calle. Logró rescatar un par de líneas trazadas al aire: sin desengancharse una de otra, se contorneaban entre la capa de sol pegajoso de los ojos a medio cerrar, después fueron sumándose más, cruzándose como la tela de seda donde no se notan los tejidos por lo tenue de la hilada, y así hasta formar dos o tres colores oscuros, pardos, grisáceos, sin forma y con volumen, y, sobre ellos voces que rondaban por el vapor del asfalto para reventarle en la cabeza, abriéndose paso entre la cerilla acumulada de los tímpanos. Abierto el conducto acústico, conseguía salvar los chicoteos de una cuerda de plástico forrado, que rebotaba sobre el pavimento haciendo un sonido constante y claro que le raspaba como una lija de arena en la cabeza. Claros eran, también, los chasquidos de un par de rodillas tronando al unísono con la cuerda y los tenues balbuceos que se fueron apagando hasta convertirse en puntos que no era posible distinguirlos por la dilatada pupila.
Apretó los ojos, tratando de rescatarlos de nuevo. Al abrirlos no pudo ver más allá de su palma derecha que, sin orden del cuerpo, se aferraba a retraer aquellos íconos. Las piernas cedieron la fuerza que aún era capaz de sostenerlo dejando el cuerpo a merced del agotamiento. Se detuvo apoyándose en un poste de acero: no tardó en quemarle la palma de la mano, dejándole verrugas acuosas en medio de los dedos; una leve sonrisa brotó de sus labios cuarteados, le pareció advertir en las bombillas de sus manos las extremidades de los sapos aquellos que recogía de niño, aquellos que se escondían bajo el abrevadero de la casa y que tanto le gustaba prender fuego para que salieran rumiando para después cazarlos con una vara de metal y comerlos guisados con un poco de sal y mantequilla. El ardor le arrancó la sonrisa: las ovulas se inflamaban de agua, reventaban por lo hinchado y mostraban la carne viva en un tono rosado parecido a un bistec a medio cocer. Dio un lengüetazo entre los dedos, el hambre lo invadió de nuevo y por segunda vez en el día supo que estaba vivo. Hurgó entre los bolsillos del pantalón en busca de algo que le engañase al estómago, topándose con la carne anémica de las piernas sudorosas y un par de semillas de flor que arrojó al suelo. De niño solía guardar migajas de pan entre la ropa, a veces, si tenía suerte, se topaba con un retazo de carne seca a medio comer, ahora los dedos resbalaban sin encontrar nada; no le dio importancia. “Ya, ya habrá tiempo de comer” pensó. Esta vez la flaqueza no era producida por esa lasitud del alma, no era el hambre lo que le hacía abrigar ese hueco en el vientre; inflamándolo de aire, ese agotamiento; doblándolo hasta formar un arco perfecto, ni ese letargo por vivir, sino al contrario: existía un poco de alegría motivada en su cabeza: palabras, habían sido unas cuantas palabras las que resucitaron un poco de anhelo por dejar el estado vegetal. Recordaba, sí, haber visto a Lourdes en frente del mercado y: “Yo vi a elenita hijo…, ya sabes, si tú estás dispuesto a…, yo te puedo ayudar”. Así, desde la noche anterior a su deambular esas palabras retumbando en su mente hasta que el cansancio le ganó y ahora al escucharlas de nuevo una fuerza fue redimida por cada célula de su cuerpo. Eran, sí, otros sus intereses, sensaciones que son incluso más fuertes que el recordar tener hambre. Era eso otro, que había abrigado días atrás, lo que lo hacia abandonar su anatomía y tumbarse de bruces en cualquier calle a la espera de que alguien le diera una esperanza o lo terminase a puñetazos para dejarlo tendido en cualquier cloaca de la ciudad a plenitud de las ratas o cualquier otro animal que no sintiese repulsión por él.
Con una alegría precoz se enfrascó en una conversación que deambulaba por su cabeza; un diálogo que no contenía un refractario propio sino que se conformaba con un yo hablo yo contesto: “Sí, puedes ayudarme, tu sabes y…”. Con sonrisa en mano y una nueva empresa en mente el cuerpo se le erizó mintiéndole acerca de su condición. Dando un respiro, sintió como pequeñas bracitas al rojo vivo le quemaban de nuevo los pulmones, no tardó en exhalar al aire escupiendo la saliva que era ya puro vapor. No le importó. “Cuando ella venga —se dijo— cuando ella venga yo…”. Miró a los alrededores para orientar su caminar, logrando que sus recuerdos tomaran una decisión. Apresurando en lo más que podía resistir, relegó el paso caminando por la calle Arandas; llegando al final dio vuelta en Cajal y siguió recto. Esta vez sabía el camino y lo recorría con la decisión que da el discernir a donde dirigirse.
El barbero aún permanecía en su lugar afilando una navaja de mano y mascando hojas de tabaco. El sonido de la hoja de acero aunque fuerte ya no hizo eco en Julián, quien le regresó la mirada que antes le había sido lanzada, el fígaro con cierta apatía agachó la cabeza y escupió el tabaco mascado sobre un balde despostillado ahuyentando el enjambre de moscas.
No tardó en encontrarse frente a una morada donde una anciana regaba las plantas secas, sin vida, de la acera. Ésta, al ver al joven, dejó su empresa y mientras le sonreía con sus labios sumidos en la boca, como si sus adentros trataran de tragarla, soltó la manguera sobre el suelo. El agua cayó sobre las piernas del fallecido y le refrescó los desmembrados pies; de entre los zapatos una mancha amarilla, que se fue diluyendo, recorrió el borde de la banqueta hasta confundirse con el marañal de hojas secas arrastradas por el riachuelo de agua. “Ahí esta” pensó, mientras creía reconocer en ella la misma mirada que cuando niño le ofrecía sin esperar nada a cambio a excepción que la visitase de vez en cuando. La duda apareció encorvándole la figura, esta vez, sabía, sería diferente, los pensamientos le hacían agachar la cabeza y arrinconarla sobre los hombros, sumirla, entortugándose, tratando de ocultar su presencia frente a la anciana. “Y si no la encuentro —decía para sí—. Si ella me ha mentido y no la puedo recuperar. Es mejor que me vaya, es mejor así…”
La voz de la mujer irrumpió de improvisto para desenterrarlo de su mundo:
—Julián, hijo, pasa, seguro estuviste pensando en lo que te dije —ladraba la mujer acomodándose los anteojos para tratar de ocultar con lo grueso de la mano una trivial sonrisa—. Pero anda pasa, hijo, estás en tu casa, estaba a punto de comer, pasa, pasa.
Concluyó la anciana mientras cerraba la llave del abrevadero parando el chorro de agua y con ello lo refrescante para las plantas laceradas de los pies. No se percato que él, con la vista entretenida en el cese del agua, negó con la mirada.
Sentía asco por ver un rostro sin dentadura. De niño la había observado varias veces sin dientes y hasta llegó a parecerle gracioso, porque sabía que por alguna razón ella gustaba de darse topes en las vasijas, mordisquear piedras, morder los platos de alabastro y rasparse los molares con el ladrillo de las casas o las piedras de cantera y que esto le causó la pronta caída de sus dientes, dejando, desde hace años, cuando Julián era apenas un niño, una apariencia de longevidad anticipada a pesar de no contar en aquel entonces los treinta años de edad. Incluso la recordaba con el rostro liso a excepción de las arrugas alrededor de la boca y los lentes gruesos. La falta de los incisivos no le molestaba cuando era chico, empero, ahora, por alguna razón le provocaba algún recelo en el estómago. Recordó cómo en esas ocasiones cuando Carlos cerraba las puertas de la casa y no lo dejaba entrar, él iba a visitar a Lourdes que gustosa lo recibía y lo trataba como su retoño. Cuando él le mostraba las heridas en el cuerpo ella no dudaba en besar las aberturas y raspones, a veces profundas, para sanarlas con su saliva. Cuando sufrió el accidente con los ácaros, los vecinos decían que había sido un milagro que se hubiese rehabilitado sin dejar cicatriz alguna. Pero él siempre supuso que no fue obra de ningún milagro lo que restableció su cuerpo, sino que Lourdes, con la saliva de sus besos, le había sanado las magulladuras y por eso, durante meses después del incidente, él regresaba cada noche durante un tiempo para que lo curase del todo. Incluso después, cuando su cuerpo sanó por completo llegó a sentir un cariño especial por ella.
Al tiempo, las visitas se espaciaron. El sentimiento que le había causado aquella mujer se le fue desligando de la memoria, cual gajos secos de una naranja arrugada por el sol, y terminó por olvidarla.
Sintió vergüenza, deseó irse, aliviarse de la ilusión que la vieja le había hecho revivir, pero el motivo que le ataviaba era más fuerte, que el no poder soportar aquella mujer. Parado ya en el marco de la puerta terminó por aceptar la invitación. Entró a la casa y unas ganas profundas de desaguarse le inundaron el cuerpo cuando percibió el olor de la mujer impregnado en cada rincón del lugar, le pareció que cada molécula de polvo regada en el aire olía a ella, los sillones, las sillas, los manteles de plástico que no conservan olor alguno, la mesa, las patas de la mesa, las palabras, los gestos, el aire, el cristal de las ventanas, lo chicloso del piso recién lavado, todo contenía, de cierta forma, olor a ella. El hervor de los pies había regresado trayendo consigo nuevos ardores del estomago y punzones en la parte izquierda de la cabeza haciendo que ésta cayera sobre el hombro para restregarse varias veces contra él mientras como un lerdazo sacaba la lengua para restregarla en su barbilla. En el suelo una mancha sardinosa, del tamaño de la espesura de la miel, se había formado por todas la ampollas reventadas. Ella lo miró con cierto desagrado y mostrándole una mueca fingida le dijo que tomase asiento. Sintió de nuevo el hueco en el estómago; esta vez sí era hambre, pero envuelta en una aversión que no le dejaría probar bocado sin que éste no fuera devuelto de inmediato trayendo consigo los parches de comida pegadas en la boca del estómago. Trató de cubrir la garganta con la parte trasera de la lengua deteniendo el vomito, pero el peso del hambre le dobló el cuerpo trayendo consigo dos chorrillos agrios que escupió sobre el mantel transparente de la mesa. Giró la vista para notar la reacción de la mujer pero se había alejado hacia la cocina. Tomó asiento y, antes de pronunciar gesto alguno con el cuerpo, la vieja regresó trayendo consigo una charola verde y gastada, sobre ella un plato con carne hirviendo en un caldo grasiento formando aros perfectos que terminaban en el borde del refractario, dejando una huella blanca parecida a las migas blanquecinas de una vela de cebo. Puso los alimentos sobre la mesa. De entre un diván sacó una botella polvorosa y una copa, igualmente sucia, que, llenó hasta el tope sin importar el limpiarla, la colocó al lado derecho del plato. Julián acabó con la copa de un sorbo. La carne la hizo a un lado derramando un poco de caldo sobre la mesa; no tardó en confundirse con el vomito formando una plasta, uniforme, verdosa. “Deberías de comer —irrumpió ella sin darse cuenta, arrimándole de nuevo el plato con carne y llenándole por segunda vez la copa—, no querrás que ella te encuentre enfermo…”. Él, consintiendo con la cabeza, no dejó terminar la frase, y apenas hubo agotado, hasta la última gota, el contenido de la copa por segunda vez, tomó el plato con las dos manos y le dio un sorbo dejando atrapado un trozo de carne sebosa en la boca. Trató de cortarlo en trozos, sólo con los dientes, sin la intervención de las manos, pero la chuleta estaba envuelta en una gordura excedente que hacia difícil aquella empresa; a cada masticada en vez de romper el músculo en pedazos más pequeños lo incrementaba en una plasta chiclosa cada vez más abultada. Empujando la masa con la ayuda de los dedos logró tragarla. La longeva doncella se relamió los labios como si aquella escena le causara satisfacción.
—Bien hijo, termina y después hablaremos —decía al tiempo que le apoyaba una de sus manos en el hombro y se acercaba al oído para concluir con palabras entrecortadas por lo exasperado de la respiración—. Des-pués ha-bla-re-mos-tú-ya- sa-bes.
Julián sintió como la respiración de la vieja iba en aumento, la secreción dejada en su oído le había formado una especie de betún, parecido al engorde de la carne, que se derretía y caía por lo largo del cuello, se secaba, se confundía con la mugre y resbalaba para volver a secarse. La carne apenas engullida fue regresada por su garganta, y depositada de nuevo en la oquedad de la boca. Trató de disimular, forzando una sonrisa con los labios pegados para agrandar la cavidad bucal y contener aquel trozo de cebo con carne, pero le fue imposible. Tomando la botella de vino, de un trago bebió gran cantidad del contenido, llevándose con éste el embutido hasta el fondo del estómago. Las tripas no tardaron en reclamar aquella mala jugada gruñendo, hasta que se acostumbraron al sabor. Se limpió la boca con la manga de la camisa regocijándose de su proeza mientras Lourdes, a cada movimiento de Julián, se estremecía relamiéndose los labios y frotándose las manos. Fueron varios minutos que tardó el cuerpo en acostumbrarse al sabor del embutido del plato de carne así como a la mirada turbante, esposada de la vieja que no dejaba de observarlo.
—¿Está segura que era ella? —Fueron las primeras y únicas palabras que Julián pronunció en esa casa, una vez terminando de comer y tratando de hacer a un lado los rancios sobrantes.
—Tan segura como que tú algún día serás un banquete para los gusanos —contestó ella soltando una risa chillante, parecida a la de un cuervo en celo, retumbando en toda la casa. Cuando ésta cesó Lourdes continuó con un tono más maternal—: No temas hijo no te engañaría, que gano yo —dijo mientras se alejaba con los restos de comida hacia la cocina, deslizando los pies sin brincar en pasos para no regar nada en el piso.
“Todo tiene un precio, todo tiene un precio” le pareció escuchar mientras la vieja se retiraba.
No tardó en regresar limpiándose las manos con un trapo viejo.
—Es hora de que hablemos ¿quieres saber? —Cortó el silencio la mujer al momento que ensalivaba nuevamente el oído de Julián y con una mano le tomaba el miembro por sobre el pantalón—. Yo sé, yo sé donde esta elenita, mi niño, yo la vi, yo sé, yo sé.
Julián aunque prefería tener de nuevo consigo el plato de carne adiposa aunque tuviera que volverlo a tragar fingiendo un paladeo exquisito para su degustación antes que tener que estar frente a ella, tomó la botella de vino con fuerza y dejándose guiar por la mano huesuda de la anciana la acompañó hasta la recamara, enfrente de la mesa donde acababa de comer. Colocó la botella en el suelo, paseó la vista por el cuarto y terminó por aceptar la invitación sentándose a un costado de la cama. Esta vez no pudo tomar gran cantidad del líquido de la botella pues se había entretenido en vaciar la vista por la recamara. Ella, sin vacilar, se quitó el camisón que le cubría la figura, no tardó en formarse una especie de cortina nebulosa alrededor de la longeva piel rasposa de aquella anciana. Miles de animalillos de colores que brotaron de ese mismo polvo cayeron al suelo y se escondieron bajo la cama, Julián pudo ver como entre la oscuridad les brillaban los ojillos, huecos, al acecho de volver a subir al camisón. El olor a rancio le inundó la nariz tapándole uno de los poros. Exhalo fuerte. Deseo retirarse, salir de la casa y continuar vagando sin pensar, pero apenas hubo reaccionado, Lourdes le había tomado la cara entre sus manos volteándola hacia ella ofreciendo un espectáculo digno para los puercos: sobre el cuerpo desnudo pudo ver cuarteadoras en la piel, por un momento le pareció recordar aquellas zanjas que él mismo formaba, con ayuda de cualquier ramaje, cuando era pequeño y por las que corría el agua puerca de los chiqueros de las casas vecinas; manchas color marrón, simulando la sangre cuajada que no sale del cuerpo para no secarse formando un especie de moronga molida, estas parecían, también carne seca peliaguda, aquella, que Lorena ponía al sol a secar y las moscas la llenaban con sus huevecillos haciendo que se tornase de un color café terroso, de sabor corrosivo, tenia, también, en el cuerpo, una infinidad de verrugas de diferentes colores: las había rojas; parecidas a una uva, negras; más parecidas a una ciruela bastante seca, otras transparentes con puntos negros, marrones terminadas en pirámide con la punta negra e infinidad de colores surgidos en combinación unos con otros. Los granos se extendían a lo largo del cuerpo formando especies de carreteras montesinas. A menudo, algunas de éstas eran ocultadas por las cuarteadoras de la piel o confundidas por su textura y color con las manchas que también eran bastantes. Por lapsos a Julián le pareció perpetuar sus encuentros, anteriores, con las garrapatas y se detuvo a mirarlas destruyendo el asco por un momento. Le puso especial atención a la cara. Pero ésta mostraba una limpieza pura como de marfil añejo: gastado pero sin imperfecciones. En cambio, debajo de los brazos, en las axilas colgaban dos pliegues de verrugas color transparente con puntitos verdosos, sudorosos y despidientes de un olor a cabello quemado remojado en capas de leche de cabra. Los senos se mantenían en postura erguida gracias a una oncena de cúmulos con forma de almendra que se encontraban debajo de estos bultos haciendo que tomaran firmeza cual mozuela recién llegada al florecimiento, en el centro dos grandes bolas negras se confundían con los botones de las tetillas. Era extraño encontrar estas abolladuras en todo el cuerpo a excepción de la cara. Julián levantaba los brazos de la mujer, le removía las piernas de un lado a otro, le giraba el cuello en busca de nuevas manchas, encontrando en su camino docenas de nuevas formas. Fueron varias volteretas que le dio al cuerpo, deteniéndose a pellizcar, como si fuese un niño, los lugares donde tenía mayor cantidad de protuberancias. Fue, sin embargo, una línea, gruesa, que empezaba en la nuca y la nuez de la garganta donde puso especial interés. Eran cerca de dieciséis bolas alrededor del cogote; simulaban un collar de perlas de carne negra aún sin aplastar. Sin despegar la vista pudo percatarse que la fila seguía por el brazo derecho hasta el codo y regresaba para esconderse momentáneamente entre la axila, salía por la espalda donde trazaba una línea tajante de arriba a bajo dividiendo el cuerpo en un perfecto eje de simetría, justo antes de topar con los glúteos giraba a la izquierda y continuaba por varias partes del vientre donde era casi tragada por el ombligo, sin embargo, en esta cavidad la línea se abría en dos tenues ligas y se volvía a cerrar para continuar con su camino, seguía hacia arriba y volvía a bajar, a veces se ensanchaba por lo espeso de las verrugas otras tantas se hacia tan delgada que parecía una línea de terciopelo dibujada por el mejor pulso del mejor artista, o bien daba vuelta sacando provecho de su grosor para no caer entre las rendijas de la piel, se escondía alrededor del abdomen y bajaba hasta ser tragado por un vientre enfermizo. Entre las piernas un ramaje de pelos canosos cubría una protuberancia de tumorcillos disformes, formando pequeños montes por estar unos sobre otros, parecida a un racimo ya seco de uvas. Lourdes, que se había percatado que lo vergonzante de su anatomía no provocaba mayor recelo en el joven, sino que causaba curiosidad, lo recostó en la cama y se fue acomodando encima hasta quedar con las piernas alrededor de la cabeza, ofreciendo sus labios inhumados, por años, a los de Julián. Estuvo restregando su sexo en el perfil de un rostro sin recibir respuesta alguna. Los cabellos blanquizcos comenzaron a caer dejando al descubierto una vulva sin jugos. Los pelos canosos se introdujeron en la boca de Julián. Por dentro la garganta era cortada por un pelambre que al contacto con la saliva se deshacían para formar pequeñas navajitas que se impregnaban dentro del hocico cual queresas al queso. La sed y el ahogo inundaron el rostro apabullado a empujones por carne blanda, fangosa, muerta. Trató de apartarla pero ella lo contuvo dejándose caer aún más pesadamente sobre él. La sed y la masa fofa de las caderas le ahogaban la garganta. Sin mayor remedio introdujo el rostro entre las piernas de la anciana chupando la cavidad, en busca de algo que el refrescara la garganta, recibiendo un sabor parecido a la leche aceda. Sintió el palpitar de las verrugas contra su labio superior. Con rabia dio un tirón hacia aquel racimo de uvas arrancando parte de ellas. Esperó un instante para que el bulto se retirara de sobre su rostro pero no recibió la repuesta esperada. Quiso escupir el pedazo de fruta recién cortada a un lado, pero ella lo tenía cubierto con los espeso de sus carnes vetustas. Como un bocado que le refrescó la garganta, el trozo de carne fue engullido con rapidez, llevándose consigo los empapados pelos canosos, esta vez las tripas no renegaron por el sabor, al contrario de la vez anterior, el estómago de Julián se hinchaba esperando recibir cuanto antes la ración de mascada que le correspondía. La vulva, como si se percatase de ello no tardo en gritar sobre el rostro de Julián una lluvia de pus, seguida de ésta y un poco más profundo un orín con un color naranja y un olor corrosivo cayó como diluvio a chisguetitos seguido de un inesperado desagüe sobre el pecho de Julián. La vieja se estremecía, lanzando un gemido propio al de los sementales cuando son castrados. Removió varias veces sus mole laxaza hasta que los cuerpos quedaron en calma. El rostro de él permaneció por unos minutos más sumergido en los restos de pulpa esponjosa, chupando, para no morir asfixiado, el poco oxigeno que podía sustraer de la piel porosa y la mezcla de caldos que había soltado la mujer. A veces mordía en espera de que lo dejaran en libertad, otras la manteca lo ahogaba y desmayaba por segundos. Apenas se hubo separado, sintió como si la cara fuera cubierta por una mascarilla pesada. Rascándose las costras sintió como éstas se le desprendían en segmentos grandes del tamaño de una capa de cebolla.
Sin hablar palabra alguna Lourdes se levantó, fue al pequeño tocador que tenía frente a la cama, se sentó de espaldas a Julián, dejando ver en plenitud el bulto ancho como de marrano en engorda, tomó una botella de alcohol y la roció sobre su sexo reventado a mordidas.
Julián había dejado de examinar las costras que salían de su rostro, para tomar la botella de vino y dándole un trago acabó con el contenido sin importarle lo que la vieja hacia. “Elena sabrá agradecértelo, hijo, al igual que yo” creyó escuchar que murmuraba. La vista se alejó de los restos de vino en el fondo de la garrafa para depositarse en el reflejo de los labios de la anciana. Vio, por el espejo, cómo mientras con una pequeña toalla con alcohol, se frotaba la parte baja del vientre, con la otra rascaba parte de las verrugas que tenía en la espalda reventando varias de ellas. Esto no le disgusto en lo más mínimo.
—Y como quedamos hijo —pronunció ella, sin voltear a ver a Julián, pero con una voz clara que era capaz de resaltar en todo el cuarto—. A lo que venías era a lo de Elena y, sabes, yo te hubiera dado la información, bastaba con que me la pidieses, yo sé, como tú la quieres hijo… Desde pequeños… Sé cómo la quieres y se también cómo has sufrido desde que tus padres, Carlitos y Lorenita, murieron. Y cómo fuiste feliz desde que la encontraste y después te entristeciste cuando te la quitaron. Yo sé como te has sentido y si me lo hubieses pedido yo te lo habría dado. Pero, veras hijo una ya está vieja y quería darme un gusto. Tú sabes que nunca me casé. Jamás tuve a nadie y pues a una le quema el cuerpo y el alma se le seca a una y ya nadie sabe que una…, y tú hijo, tú eras el único que no corría cuando me veías, cuando eras más pequeño y... Todos los demás me veían como un animal, como alguien diferente, pero tú, ¿sabes cómo se siente verdad?, que le teman a una, sí sabes, debes de saber. Si me hubieras seguido visitando, pero terminaron por volverte como ellos, te olvidaste de mí, por eso yo te quise cobrar, y tu no venias… —Vacilaba la longeva señora mientras su voz se iba apagando hasta formar pequeños cuchicheos, y estos cuchicheos se convirtieron en pensamientos y éstos en suspiros hasta que la vieja continuó modulando coléricamente la voz—. Tú me entiendes hijo, eres igual que yo ¿verdad?.. Pero no viniste a escucharme, no viniste para hablar de mis cosas, sino para que yo te dijera… es eso verdad, —Julián asintió con la cabeza—. Bien, a pocas calles de aquí en la casa detrás del parquecito vive un tal Arturo, es la casa grande con dos gárgolas de cemento color ladrillo puestas sobre el techo ¿la conoces? —Preguntó sin recibir ni esperar contestación—, ella está ahí —continuaba mientras ya parada a un lado de Julián con un pedazo de sabana se limpiaba la solución que aún le goteaba entre las piernas. Bajando de nuevo la voz—: En esa casa, te digo, hijo, ahí está tu mujer y no es que a ella la obligaran a irse hijo, es que con tus cosas… Eres igual que yo… No deberías ir por ella… Quédate conmigo, me entiendes —dijo, volteándose en espera que la respuesta fuera de su agrado. Dio dos suspiros y resignada continuó—: Ahí está hijo, yo la vi. A través de la ventana que da al patio detrás del baldío, anda ve, ve por ella hijo, aquí ya…
No pudo terminar cuando de un golpe en la cabeza cayó rebotando varias veces en el suelo. Julián se abalanzó sobre ella, como un cernícalo, golpeándola con la botella de vino hasta que ésta se rompió a la mitad, dejando una especie de serrucho manual. Con la mitad de la botella en la mano la introdujo con fuerza sobre aquel bulto sin vida, hasta destrozar por completo a la anciana y formar un cuajo de granos, secreción y seborrea. Varias de las verrugas se negaban a morir dando de saltos sobre las manchas del suelo, otras tantas buscaban escondite entre las faldas de la cama y muchas más se resignaban a su destino dejándose pisotear por las mugrosas suelas de los zapatos de Julián quien, como distante de sí mismo frente al olor de la anciana empapado ahora en su cuerpo, tomó el alcohol utilizado momentos antes para secar las heridas de la vulva y lo roció por sobre sí. Se olió los brazos y sintió que la pestilencia se volvía más tenue. Al voltear a ver de nuevo aquella masa le pareció irónico que esta vez la lengua no pudiese curar su mismo cuerpo y si lo hubiera curado a él cuando niño.
Se recostó en la cama pues el agobio lo había rendido no tanto como para dormir sino para tomar un respiro. Estiró la mano. Buscó por entre los cajones del buró que estaba a un lado y encontró varias joyas que metió en sus bolsillos. Había también, entre varios recortes de revistas, una cajetilla de cigarros y un encendedor en forma de dragón, tomó un cigarrillo lo prendió y aventó la cajetilla sobre los restos de Lourdes. Continuó hurgando en el cajón, sin ver, sacando cosa por cosa esperando una sorpresa, muy al fondo encontró una especie de hilo negro del que pendía un dije con una fotografía de ella cuando era joven, los tonos en blanco y negro le daban un aire misterioso a la imagen. Julián la miró inquisitivamente hasta reconocer en ella rasgos propios de un querubín. Sacó la fotografía y guardó el dije en la bolsa de la camisa. La mano siguió buscando sin encontrar más cosas a excepción de papeles sin el mayor valor. Se resignó y recostó la cabeza entre sus brazos cruzados. Estuvo soñando despierto durante un rato y al recobrar fuerzas se levantó dispuesto a retirarse.
En un último vistazo al cuerpo magullado, vio como la mancha no había tardado en secarse dejando sólo una sombra de esmalte color rojo carmesí en el suelo. Del fondo de la cama salían millones de animalitos que se juntaban alrededor del cuerpo para hacerle una ultima reverencia a lo que había sido por años su hogar. No le dio importancia.
Salió de la casa cuando el cielo ya empezaba a oscurecer. El calor de la tarde se había ido para dejar lugar a un espacio sofocado por las resacas del sol. Anduvo vagando por varios minutos por las calles de Remes y Arandas. El hambre ya no le aquejaba pero los pies se le volvieron a cansar rápidamente, los oídos le aturdían y la vista se le cerraba apenas lograba abrir los ojos. Antes de decidir por sí mismo el ir en busca de Elena, su cuerpo ya le había dispuesto un camino a seguir. Fue al igual que esa tarde que por largo rato estuvo rondando de nuevo en las aberturas de las calles, cuando pasó de nuevo por Cajal vio al peluquero de la barbería que esta vez afilaba una navaja más grande, del frasco con tabaco ya no quedaban vestigios, las moscas se habían retirado a poner sus huevecillos en los restos de comida afuera de las casas y en el suelo los escupitajos de tabaco mascado aun continuaban mojados por la saliva. Los dos se observaron con detenimiento. Julián estuvo a punto de caer, se contuvo, de nuevo las fuerzas lo habían dejado por completo. El barbero lo siguió con la vista y al tenerlo a una distancia, prudente, donde pudo ser escuchado le dijo: “váyase a descansar joven, ya habrá tiempo para todo”. Él asintió con la cabeza y caminó derecho hasta perderse de nuevo igual que hacia unas horas. Llegó a su casa y durmió hasta la tarde del otro día.
Apenas el sol hubo vomitado a la noche, Julián se despertó y salió a la calle en busca de llegar hasta la casa que le había indicado Lourdes. Después pasaría con ella a darle las gracias, pensó un instante, luego rectificó en ideas y lanzó una sonrisa. Al llegar se postró atrás de la casa, por el baldío, donde le había aseverado la anciana que la figura de Elena aparecía.
Estuvo largo rato esperando, tratando de observar a través de una ventanilla que, aunque pequeña, era capaz de dejar viajar la vista hacia dentro de la casa.
Desde ese día y durante los próximos tres, se recostó a las afueras de la casa, en la hierba, sin importarle nada más: cuando las hormigas se le subían al cuerpo y le daban de piquetes se paraba a limpiarlas por medio de manotazos sin necesidad de molestarse o tomarle importancia, cuando hacia frío era cuestión de arroparse con los cartones que se encontraban en cualquier lugar o bien acurrucarse sobre sí mismo, cuando le daba hambre se conformaba con masticar la corteza de los árboles cercanos o mascar la hierba verdosa sobre la que tendía su humanidad, todo esto sin despegar la vista de la ventanilla en lo alto de la casa. Así, pasaba las horas y días parado, acostado o se recargaba en cuclillas en espera de una señal. Al principio le fue imposible advertir algún rastro de algo: el lugar, por dos días completos, permaneció taciturno, en penumbras, entonces aprovechó para recostarse recargando la cabeza en el suelo, pues era la posición donde su cuerpo podía esperar más manteniendo la vista fija en el rectángulo, cerró un momento los ojos y divagó sobre lo que le diría ahora que la había encontrado. Ella entendería, después de todo no fue su culpa el haberse separado, tampoco de ella. Dio un suspiro y esperó que cayera la noche en espera de una señal, sin saber cual.
No tuvo idea de cuanto tiempo estuvo frente a esa casa pensando en qué hacer, sin parpadear, a pesar del frío intenso y de los piquetes de mosquitos que le empantanaron toda la cara.
Fue al principio del tercer día, cuando empezó a clarear, que de la ventana por fin se dejó ver una lucecilla y entre ella dos siluetas de las cuales pudo distinguir en una de ellas la estampa de Elena, aunque estaba lejos le pareció que su olor le mojaba los sentidos, provocándole un espasmo en el cuerpo. Se puso de pie en espera de que Elena advirtiera su presencia y le llamase para que fuera por ella, pero esto no sucedió. Los dos perfiles habían desaparecido segundos después de aparecer. Se quedo parado, así, en espera de volver a verla, pero no apareció. No fue sino hasta que los rayos del sol le pegaron en la nuca que se dio cuenta que su cuerpo no podía soportar el estar tanto tiempo en espera de una utopía. Regresó a su casa con la firmeza de regresar cada día hasta que ella lo viese y le diera la mano para marcharse con el.
Esa noche se dio un gran banquete, fue a las afueras del pueblo a vender las joyas que le sacó a Lourdes y con el dinero compró dos rollos de carne, una tira de pan, leche, una botella de aguardiente y varias cajetillas de cigarros Delicados. Esa noche cenó como rey. La botella la había engullido de apenas dos tragos largos. La carne pensó cocinarla pero el recuerdo aún temprano del caldo seboso le hizo resistir a la idea; prefirió comerla a bocados crudos con un poco de sal y un tanto de pimienta untada con aceite de oliva. Con el cuerpo lleno de nuevos bríos se recostó en la segunda planta de la casa para sentir el aire helado que entraba por la ventana. Trató de dormirse a la espera de que amaneciera rápido, pero la noche fue larga daba vueltas sobre el colchón sintiendo el remover de ideas en su cerebro. Por fin el sopor del cansancio surtió efecto.
Cuando despertó, la boca le regresaba un olor a carne decompuesta que lo enfermó por dos días. La carne cruda de la noche anterior, le había producido una indigestión que lo mantuvo en cama sosteniendo el cuerpo con la simple esperanza que le proporcionaba el sólo pensar volver a ver a Elena. La fiebre lo consumió días enteros por dentro y por fuera. El sudor le fue sacando los desechos podridos de la carne con un líquido maloliente que infestó toda la casa. Al cabo del tercer día de fiebre Julián pudo asirse de nuevo en pie para ir al retrete. En él desechó toda la malaria, después de ello su salud mejoró.
Apenas la temperatura le hubo descendido no dudó en regresar todos los días a la casa del parque en espera de verla. Fueron semanas enteras las que iba a la casa, desde la madrugada hasta que el sol era tragado por la lejanía, siempre por el lado del tiradero de basura. A veces no contaba con suerte y podían pasar dos días sin distinguir siquiera una sombra. Entonces regresaba a casa desahuciado, comía cualquier cosa, esta vez cocinando hasta llegar a quemar los alimentos para no pasar las vicisitudes de la vez pasada y con ello el no poder regresar, como fuere se brindaba fuerzas para poder soportar los pesados días. Una vez se propuso la idea de aguantar años fuera del aposento, pero la empresa duro sólo siete días. Sin ningún parpadeo, sin ningún síntoma de cansancio, sin despegar la vista de la pequeña ventana, sin comer, ni dormir, para no perder detalle, duró siete días sentado frente a las mordeduras de los jejenes, el aire podrido de las noches, las quemaduras del sol y la pestilencia de los drenajes, en espera de verla. Al tercer día de estar en vigía su obsesión rindió frutos: logró ver una mano, estaba seguro que era ella y, así, no podía perder tiempo en ir a comer y malgastar la oportunidad de verla de nuevo. Hubiera permanecido toda la vida, si era necesario, afuera de esa casa pero fue el séptimo día cuando el sueño le tomó entre sus brazos y los ojos cansados no pudieron seguir en pie. No se le ocurrió observar de nuevo por la ventana sino se hubiera dado cuenta que unos ojos lo habían observado dormir: desde que Julián cayó en vigilia Elena lo estuvo viendo por horas mientras el dormía.
Durante ese corto tiempo ella se dejaba llevar por los sentimientos que otra vez le picaban como avispas el corazón. “Es él, es él” se repetía. Fue por eso que cuando él se levantó retirándose sin voltear hacia arriba ella escondió el rostro detrás de la pared para llorar el no haber bajado las escaleras abrir la puerta de la entrada y hundirse sobre su cuerpo mientras dormía. Los días siguientes lo estuvo esperando parada detrás de la ventana pero él no regresó. Ella sabía el camino. Lo estuvo pensando hasta que, decidida, salió por el arco donde había entrado meses antes. Arturo no intentó detenerla, sólo la dejo retirarse entre un llanto ahogado, cerrando la puerta tras de sí.
III
Los primeros claroscuros del día cayeron, como relámpagos fulminantes, desmoronándose sobre la nuca y cubriéndole la totalidad del rostro. El aire arrastró un sonido lastimero hasta los oídos de la mujer. Un escalofrió le recorrió la espalda.
Lorena peregrinaba por ese camino dos o tres veces por semana. Por más de cinco años seguidos, cuando visitaba a Carlos, regresaba cansada y con el ánimo aminorado. “Este ir y venir…” solía renegarse continuamente mientras regresaba por las noches a su casa. No era tanto el caminar sino, sobre todo, el ir a visitar a un cojo que perdió ambas piernas estando a su lado. Sus visitas eran más bien una acción de misericordia decía ella a sus compañeras como para justificar el amor que sentía por el paralítico.
Esa tarde era aún más molesto que otros días; el estar limpiando los remiendos de piernas de Carlos la había fatigado y el sopor de la tarde era insoportable. El lamento volvió a poblarle, de nuevo, las sienes de certidumbre. Cubriéndose el cuerpo con los brazos volteó hacia los lados percatándose de la presencia de lo que a lo lejos parecía un niño: dudó en acercarse, el aspecto de la forma no era totalmente distinguible; el pasar de la luz a la sombra le había dejado un centellear en las pupilas al grado de cegarla por un momento. Agrietando los ojos percató la figura de un pequeño; tenía la boca y manos ensangrentadas. Al costado, un perro con el hocico reventado, lanzaba ladridos dolientes al aire. Lorena logró apartar al animal y éste comprendiendo que el botín había cambiado de dueño alejándose a una distancia prudente, volteando de vez en vez con la ilusión de regresar. La mujer se acercó a la criatura, lo pudo ver sentado, sonriendo: la boca le mostraba, aunque diluidos en saliva, grumos rojos; de sus manos un río viscoso se diluía hacia el suelo formando con la tierra una ensalada púrpura. Lo tomó entre sus brazos y cubrió con su pecho formando una prisión humana al mismo tiempo protectora. Al tenerlo entre su complexión sintió la tibieza del líquido rodar por sus senos y refugiarse en el ombligo, el humor caliente le recordó por un instante cuando Carlos jadeaba sobre ella y le dejaba resbalar la babaza por el cuerpo para después chuparla dejando marcas de perfume maloliente. Dudó en llevarlo a su casa; ahí recibía constantemente la visita de policías para brindarles sus servicios. Dio media vuelta y tomó el mismo camino que había recorrido para llegar a casa de Carlos, el paralítico.
Al llegar a casa del cojo encontró las luces apagadas y la puerta principal con cerrojo. No se molestó en tocar, tenía llave. Conocía, además, perfectamente la estructura de la casa y sabía que el interruptor estaba enseguida de la puerta así que no existía la posibilidad de tropezar con algún mueble y hacer el mínimo ruido para despertar a Carlos, ya en la mañana le inventaría algo sobre la aparición del pequeño así como su imprevisto regreso. El único problema era que la planta luz pendía de un motor a gasolina que hacía un ruido mayor cuando empezaba a operar para brindar electricidad. No le tomó importancia. Encendió las luces. El ruido del motor rechinó como un soplido de lámina raspada por un clavo luego cesó. Depositó al niño en uno de los sillones; frente a ella la mirada del lisiado yacía enérgica, esperando explicación.
—Y esto, mierda, no me digas que es tuyo —inquirió el tullido, mientras tapaba su invalidez con una cobija a cuadros malgastada.
—No, no, creo que no —respondió ella vacilando la idea en la cabeza y continuó—: Lo encontré en el basurero, alguna mujer lo ha de haber relegado. Lo estaba mordiendo un perro de esos roñosos que rondan por ahí y pues…, no pude dejarlo tirado, tú me entiendes verdad...
—No me salgas con eso —elevó la réplica—, soy cojo pero no de la cabeza, o, mierda, no has sido tú misma quien ya bastantes veces has hecho lo mismo. No me salgas ahora con que te da lástima, no fuiste tú quien me contó que… y…
—Es verdad, —contestó ella con la cabeza agachada y la vergüenza enchinándole la piel—, pero esto es diferente mis hijos ya estaban muertos cuando los tiré, ¿te acuerdas? En cambio este se ve tan indefenso… —hablaba tratando de excusarse—. Rápido trae alcohol y gasas para curarlo o no querrás que se nos muera.
Él dudó un momento en obedecerle. No fue sino hasta que Lorena le mostró las manos y la boca del niño, impregnadas en sábanas de sangre, que Carlos accedió a cumplirle el capricho. Se arrastró como una serpiente sobre su silla de ruedas. Con disgusto trajo el alcohol y los vendajes inquiriendo en la nuca de Lorena:
—Ese niño Lorena, ese niño trae la marca de la enfermedad consigo, sólo nos traerá desgracias.
Ella lo miro sin manifestar impresión alguna. Llenó varias vendas con desinfectante y otro tanto hizo lo mismo con el cuerpo del niño. Con cuidado lo despojó de la camisa que más bien parecía un solo trapo y que no cubría ni la tercera totalidad de la parte alta del cuerpo. Pasando el trapo mojado por encima de la piel, sin restregar demasiado, limpió el cuerpecito de aquel bastardo. A medida que transcurría el limar de las vendas sobre la piel, ésta se iba esclareciendo tomando un tono cobrizo suave. Carlos asomaba la mirada por encima del hombro de Lorena y volvía a rumiar en su lugar: “esto es una mierda… no debe ser, no…”
Apenas hubo limpiado las manos y boca del niño, entre los dos amantes, comenzaron a buscar las heridas, huecos de colmillos, chisguetes entre la carne, aruñones, raspones, o cualquier indicio agresión, sin encontrar huella alguna. Lorena le estiró los labios, jaló los cabellos, aplastó las uñas de las manos una por una, le giró las oreja a un lado a otro y hacia los costados, con fuerza movió hacia atrás y adelante los dientes: los aplastó con los pulgares, hurgó con los dedos en el interior de la nariz, deambuló la mirada en la boca en busca de alguna señal del ataque del animal, pero simplemente no encontró rastro alguno de heridas. Mientras la minuciosa inspección continuaba, el niño, sin la mayor preocupación, intentaba con frenesí zambullir la mano a uno de los bolsillos de su gastado pantalón. Lorena quien lo tenía aún abrazado con fuerza no le daba pie, dejando la acción en simple intento. Con un movimiento tosco sacó uno de sus brazos de la cadena de regazos hasta lograr introducirlo en uno de sus bolsillos y sacar de él una garrapata del tamaño de una canica: se blandía por entre la mano, se libraba de entre los dedos, correteaba y era vuelta a atrapar por las tenazas del niño. Zafando la otra extremidad tomó la blanda canica con los dedos y la aplastó sin dificultad como si fuese una goma de plastilina derretida al calor. Lorena, con asco, trató de soltarlo pero la curiosidad fue más grande, lo mantuvo en brazos. La bola estrujada por los dedos del pequeño fue tomando un color negruzco, ya no se movía. Carlos y Lorena seguían la acción sin perder detalle. De un movimiento brusco, revoloteando al aire al animal, el infante acercó la plasta rasa a la boca; saboreándola con un mordisqueo de labios antes de introducirla. Apenas fue llevada a su embocadura, el manjar quedó a la vista del auditorio. Sin vacilar, el infante, reventó a la mitad el bicho. A cada masticada la sangre se incrustaba en los labios y junto con la saliva formaba una mezcla menos solidificada que resbalaba por ambas boquillas de los labios haciendo punto de fuga en el ápice de la barbilla para caer en forma de chorro sobre el suelo. Carlos no pudo soportar y volvió el estómago sobre el piso. Lorena tuvo ganas de dimitir, desplomar al niño sobre al suelo, pero se contuvo. Esta vez sería diferente pensó la mujer, no lo desecharía como a los otros infantes, ya tenía planes y debía cumplirlos. Lo abrazo aún más fuerte.
Después de varios alegatos la pareja había acordado quedarse con el niño. Ese mismo día, después de limpiarlo de nuevo con trapos suaves y tibios, lo trataron como un hijo: le dieron de cenar, lo dejaron acostado en el sillón y le buscaron un nombre: Julián, había escogido ella porque –dijo– así se llamaba su abuelo y lo recordaba como un hombre gallardo y educado; según había dicho su madre, llego a ser presidente de una ciudad entera. Carlos aceptó lanzando un gruñido que le desparpajó los labios. Viviría con Carlos. Ella, se lo llevaría, cuando tuviera tiempo. Por las mañanas, lo alimentaría y cuidaría, incluso se asignaría a la tarea de buscarle libros para que aprendiese a leer y escribir. Todos esos pensamientos crearon una nueva ilusión a la vida de Lorena. Mientras se acostaban había hecho planes para un futuro con Carlos, Julián, ella y porqué no, hasta Elena la hija de su concubino, aquella retardada que se satisfacía con ver volar las mariposas durante todo el día como una imbécil, sí, la niña no era ni sería un inconveniente para ella. En verano la sacaría al patio para que no molestara y en todo caso ya convencería a Carlos de mandarla a un internado, después de todo ella era hija de la mujer que lo engañó y tal vez ni era suya. Sí, así sería de todos modos ya pronto, en unos años, estaría vieja y debería dejar de trabajar, para ese entonces habría juntado bastante dinero como para darse una buena vida al lado de su naciente familia.
Fue ese mismo día, por la noche cuando Julián conoció a Elena. Ella le tomó de la mano mientras él con unos ojillos inquietos se asomaba por entre la abertura de la puerta del cuarto del paralítico. Lo llevó a su habitación como si fuera una especie de marioneta de tela y lo acurrucó entre sus brazos mientras él se dejaba llevar por el olor a leche quemada que emanaba del cuerpo de ella. Ella se durmió al instante. Él, no pudo dormir viendo aquel rostro, durante gran parte de la noche se detuvo a limpiarle la secreción que escurría de esos labios húmedos, con la mano inquieta desabrocho la parca camisa que cubría la piel virgen de Elena, al quedar expuesto al torso no encontró los senos caídos como de los que se alimentaba tiempo atrás, en su lugar estaba un torso plano con dos medallones rosas, pegó los labios chupando durante largo rato sin encontrar sino la maicena de agua sin color. Pero eso no le importó pues aquel ángel había despertado algo para él inexplicable. Dejó el amamantarse cerrando de nuevo el camisón, no así sus ojos. La mañana siguiente, cuando la escuchó hablar, sus ojillos fatigados por no dormir en toda la noche pudieron ver como se despegaban esos labios para escupir flores y formar una sonrisa tan delgada y sabrosa como el pernoctar arropado con la cobija de su piel. Sintió como el aire expulsado por aquellos estrechos labios expedía un sabor dulce, suave, como la crema, que le habían dado untada sobre un pedazo de pan, la tarde anterior cuando lo encontraron. Ella estiró los brazos y lo tomó de la mano jalándolo para sí. Ese mismo día y de ahí en adelante se inició una especie de ritual donde todas las mañanas Elena se encargaba de recoger los frascos de leche tendidos en la puerta y traer los huevos del pequeño corral, en el patio de la casa, cocinarlos y servirlos en tres platos diferentes, a veces cuatro cuando Lorena los visitaba, y todo lo hacía seguida todos los días por Julián.
Al principio él dormía en la misma habitación con ella pero al paso de los días cuando Lorena ya se había marchado en definitiva y después de que Carlos estuvo convencido que no regresaría sino una vez a la semana, el paralítico dio la orden para que se mudase al segundo piso de la casa. “Ahí no podrás molestarme bastardillo” decía remoliéndose las nalgas sobre su silla de ruedas.
En el segundo piso de la casa sólo se encontraban dos cuartos: uno, el más grande, de forma oval, que había sido utilizado por Carlos y su mujer antes de que lo abandonara. Y el otro, que en principio era pensado para su hija cuando creciera; había sido utilizado para guardar los recuerdos: fotografías, ropas, perfumes, olores, sabores y todo eso que partencia a su ex mujer y que él prefería mantener lejos de donde pudiera alcanzarlos y traerlos de nuevo a sus pensamientos. Aunque, a veces, en las noches cuando Lorena tardaba en llegar, Carlos podría jurar que escuchaba la risa de Martha, su mujer, y no sólo eso sino que era capaz de sentir su olor el los pelos de los brazos y el pecho. Entonces se tapaba con la cobija apestosa a dolor en espera de que ella llegase y lo destapara para pedirle perdón por haberlo engañado y no esperarlo como había prometido, así hasta que se dormía y a la mañana siguiente se despertaba gritando escarnios y rabiando espuma por el hocico. Había también una especie de cuarto de baño pero éste jamás se terminó de construir y quedó todo en ruinas. Fue cuando lo del accidente que la casa se tuvo que acondicionar para adaptarse a su nueva forma de vida. En la planta baja, donde antes era la sala había pasado a ser una recamara que ocupaba el lisiado. Al lado, lo que fue una cocina pasó a ser el cuarto de Elena. Éstos estaban al lateral derecho de la casa. En medio, lo que era un pasillo que atravesaba la casa de extremo a extremo fue sellado en una punta para convertirse en baño; a un costado del cuarto de Elena se encontraba la puerta que daba a la parte trasera de la casa y enseguida una pequeña ventanilla que dejaba entrar tanto aire como moscas, mosquitos, jejenes o moscarrones en tiempo de lluvias; a escasos veinte centímetros la cocina: una pequeña estufa y varios platos de placa de acero despostillados con un par de cubiertos de madera de árbol de guayabo hechos por el mismo Carlos; varias veces Lorena le había recriminado que sacase los cubiertos de plata y fieltro que estaban escondidos en la parte alta de la casa pero él jamás respondía a ese tipo de peticiones ni siquiera con gestos. Enfrente de la recamara del tullido se encontraba la sala, limitada ínfimamente a un sillón de color azul perteneciente al padre de él y tres sillas, dos de ellas bastante gastadas: tanto que al sentarse se tenía que buscar su punto de equilibrio par no caer de lado. De un costado de la sala se encontraba la escalera para el segundo piso: cerrada con un pequeño tablón para que nadie subiese. Carlos trataba de no mirar hacia arriba. Su recorrido simulaba ir siempre en línea recta de su cuarto al patio a tomar el fresco, regar las plantas, llamar a Elena o, de vez en cuando, a fumarse un cigarrillo. Jamás iba a la sala a excepción de necesitar poner en descanso su cuerpo que, cuando Lorena no lo visitaba en días, se le atestaba de llagas ya que él era bastante engreído como para pedir apoyo a Julián o a su propia hija, para que lo ayudasen a ir al baño, en esas ocasiones tenía que ir a la sala y con disimulo tirarse en el sillón a defecar, orinar, aguantar la fetidez y después esperar a que se apareciese Lorena y le quitase las capas de excremento con una espátula y le curase el cuerpo desastrado. De ahí en fuera la sala de la casa pocas veces recibía la visita de alguien a excepción de Julián que día a día pasaba por ahí dos veces: una en la madrugada para ver a Elena y otra en la noche para regresar a su covacha madriguera.
El bastardo, como le decía Carlos a Julián, nunca se quejó del mal trato recibido ni siquiera se arguyó en contra de que a Elena su padre le haya negado el deseo de visitar la segunda planta, donde él habitaba. En cambio, él, rápidamente se dio a la tarea de escoger el segundo cuarto, el grande, no porque fuese el que tuviera un ventanal mucho más amplio que su antecesor dejando entrar bastante aire o porque diera la vista a la llanura del patio sino porque era el que se encontraba sobre el cuarto de ella. Poco a poco se fue acostumbrando al olor del polvo en las noches. No tardó en adiestrarse a dormir en el suelo con la oreja adherida al piso en espera de algún ruido que significase que ella estaba todavía con él. Se resignó al ruido silencioso, a la vida que éste cobra con fuerza por las noches y que le había rascado la garganta varias veces en forma de bolitas de esponja polvorosa y le había quemado el respirar cuando la esponja era exprimida por los poros de la nariz constipada por la mugre. No obstante, la unión entre ellos se hizo más fuerte conforme pasaban los días. Ninguno de los dos jamás preguntó nada. Elena era feliz cuando se levantaba y todos los días él se encontraba de pie frente a su cama. Ni siquiera le importunaba que él la viese cambiarse. Incluso, al paso de los años, fue Julián quien le hizo saber que se estaba convirtiendo en mujer cuando descubrió un chorrito de sangre por entre la ropa interior resbalando por las piernas. Igualmente Julián era feliz con no despegar el oído del suelo en espera de algo sin saber qué. Raramente se detenían para hablar, se conformaban con vagabundear por entre el patio de la casa. Se sentaban por horas a mirar el vuelo de las mariposas: Julián detrás de ella sin hacer ruido sólo para verla. Pasaban jornadas donde se iba el tiempo; ella sin voltear atrás errando la mirada en las mariposas que jugueteaban por entre las flores y él con la mirada fija sobre ella sin vacilar en nada más.
Así, mientras el tiempo se deslizaba de arriba abajo cortando las arenas del reloj sin piedad ni mordaza que lo detuviese, los años fueron esparciéndose. Con lapsos de horas sobre la espalda ella le enseño a hablar: para ello tardo cerca de cuatro años pues él se negaba a pronunciar palabra, ulteriormente lo enseño también a leer, esto fue un poco más rápido pues una vez que el ingenio humano ha bebido un poco de conocimiento su sed no se apaga jamás. Su lectura, aunque acaecía de conocimiento cimentado se dejaba guiar por el simple placer que le provocaban las letras. Continuamente se entretenían en leer por horas sin importar lo que en el papel se expresara: la comprensión llegó después Julián se deleitaba frente a varios libros: uno que, aunque no tenia portada, hablaba de cosas que no entendía de gigantas, pero donde reconocía a Elena; mostraba la historia de dos hermanos, uno que se arrastraba y el otro que sin hacer nada para merecerlo, se postraba como el favorito para alguien, Julián nunca supo quien era ese alguien. El otro era uno de pinturas de un tal Egon que según confirmaba el libro, era pintor expresionista hacia veinte años muerto, en realidad el nombre no importaba, ni siquiera el libro en sí, pues no se detenía a mirar todos los trípticos, sino que se apabullaba por horas con una pintura que llevaba el nombre de Dänae: decía le recordaba mucho a Elena. Para Elena el favorito era uno de medicina del que aprendió varios nombres bastantes raros y otro libro rojo del que sólo contaba con hojas sueltas y de éstas se entretenía en leerlo frente a Julián. Durante las jornadas de lectura Elena pegaba la oreja a los labios de Julián: aunque durante su lapso de despierto Julián no pronunciaba palabra alguna durante su dormitar las palabras de los libros salían reflejadas al aire, construyendo frases, en ocasiones discursos o historias completas que eran capturadas por Elena que sin mencionar nada, las guardaba por siempre para sí.
Aunque Carlos jamás había dicho la edad de Elena, a esas instancias, se notaba que era ya casi una mujer. Apenas mostró los signos del florecimiento del cuerpo Carlos empezó a recibir propuestas para vender la virtud de la niña. Le ofrezco esto o aquello o esto y aquello por la telita de la niña le habían dicho infinidad de veces. Sin embargo, a Elena parecía no importarle esas muestras de cariño, no mostraba especial atención por ningún hombre cercano.
Fue un día como cualquier otro cuando al bajar de su escondrijo Julián se postró en la esquina de la cama de Elena y ya no la encontró. Involuntariamente supo que no debía esperarla, de antemano sabía que ya no regresaría; que alguien se la había vedado de su persona. Después de ese día Julián no volvió a bajar temprano de su cuarto, a veces duraba tres o cuatro días sin probar bocado y no era sino hasta que llegaba Lorena a la casa con una pieza de pan para Carlos, que bajaba a recoger los mendrugos que se le caían al paralítico y simulando tirarlos a la basura los tragaba de un bocado. Mientras recogía los pedazos que le brotaban al viejo de entre los dientes ponía especial atención a la conversación para saber sobre Elena. En ocasiones Carlos lo alejaba con la mirada.
Las visitas de Lorena se hacían cada vez más frecuentes llegando a pasar varios días en la casa. En una ocasión que Lorena duró una semana completa con ellos Julián no durmió durante esos días. Los siguió a todas partes, incluso en la noche dimitió el poner el oído sobre el piso en espera de algún ruido proveniente del cuarto de Elena, para brindarse a la tarea de seguir al paralítico y la prostituta. Fue en esa ocasión cuando tuvo tiempo de ver en plenitud el cuerpo desnudo de una mujer, lo examinó detenidamente por entre la rendija de la puerta; aunque sin perder detalle a lo que decían sus labios para obtener información esa vez la vista le ganó al oído. Vio también las piernas de Carlos, que titiritieaban en una sacudida de cables sin filamentos, le pareció repugnante como las extremidades habían sido amarradas por una especie de ligas de cuero de venado que contenían el cuerpo del paralítico en paridad con una talega. A pesar de no despegarse ni un momento de ellos no logró descubrir nada que lo llevase a saber donde se encontraba Elena.
En más de una ocasión a Lorena se le escapó decir “Está ganando muy buen dinero. Ya pronto yo me vendré contigo y ella se quedará a trabajar, lo pensamos bien que sirviera para algo” mientras Carlos tolerando un monto de saliva en el buche se volteaba para que ella no le viese atragantarse con el líquido y limpiarse un cuarteto de lágrimas. Julián escuchó esto pero no le dio importancia; quizá no hablaban de ella.
Al retirarse Lorena, los días que Julián pasó con Carlos éste le trataba de enseñar a comportarse, pero era inútil. Carlos, hasta ese instante, nunca represento una figura paterna para Julián, jamás éste mostró sentimiento alguno por el paralítico más aún le parecía un ser vergonzoso pues no podía entender como alguien podría tener el deseo de vivir aun faltándole parte de su cuerpo, era como un sobrante de los demás un simple recorte de una persona que nadie quiso terminar de remendar. Por este motivo en las horas de comida muchas veces prefería merendar afuera de la casa, en el patio, con los perros y a la intemperie con el enjambre de moscas zanganeando por su alimento que permanecer viendo como las manos grasosas de aquel invalido lidiaban por sostener un pedazo de hueso con tuétano o como revolcaba su hocico en cualquier plato, aunque éste no contuviera mas que migajas de plasta de comida. A veces pensaba que su invalidez no sólo era de las piernas sino que junto con sus piernas se fueron también sus otras partes y cualquier cosa que lo distinguiera de un animal quedando al parejo de un cerdo, un ternero o una vaca. A Julián este tipo de escenas le parecían repugnantes: el ver el hocico de aquel andrajo lleno de un sebo que no hacia por limpiarse sino que por lo general aguantaba por varias horas hasta que se dignaba a sacudirse la manteca del hocico con los pelos de la mano y esto porque le daba comezón la resequedad alrededor del orificio. En una ocasión que Lorena no asistió a casa, Julián contó seis días en que el enfermo duró con la unión de carne de puerco en el hocico hasta que éste terminó por podrirse entre los molares y caer al suelo.
No obstante la condición animal de Carlos no era tan perturbable para él como el no saber de Elena. A menudo pensaba en ella, los recuerdos le abrumaban, sentía quemarse por dentro. Fue en esos tiempos cuando involuntariamente comenzó a errar por la vida como cualquiera tomando una vida monótona sin sabor a nada. La rápida intervención de la niñez atrasada terminó por atraparlo tratando de obstruir parte de lo que sentía.
No tardo en improvisar una serie de juegos que iban desde arañar el suelo con una vara haciendo canalillos para ver como resbalaba el agua puerca arrojada en los patios de las casas contiguas, hasta resbalar sobre un costado de la casa dejándose serias raspaduras en todo el cuerpo. A veces, al caer, quedaba en cuclillas en espera de sentir algún malestar pero éste jamás se presentaba: el cuerpo le dolía: no así dentro, estaba seco, por más dolor que se presentara éste era seco en comparación con lo que sentía por Elena. A veces Carlos salía por las tardes al patio a fumarse un par de cigarrillos de los que le regalaba Lorena y se divertía cuando el bastardillo llegaba con el cuerpo totalmente llagado y hecho andrajos. En una ocasión cuando el cuerpecillo del pequeño rodó rebotando sobre la plancha del tejabán de lámina y alcanzo tal altura antes de surtir en el suelo, el invalido no vaciló en esperar todo un día con sus dos noches, en la intemperie del frió, con tal de asegurarse que había muerto. Después que el niño hubo dado contorsiones por entre el tejabán rodando de un lado para otro arrancándose pedazos de piel con las abolladuras de clavos mal encajados en el techo de la casa y caído sobre los tablones astillados, acomodados en forma paralela formando grandes estacas con su punta de lanza apuntando al cielo, la risilla del invalido no se hizo esperar. Eran esos momentos que pensaba en que quisiera tener sus dos piernas y poder correr para tocarle el pulso de la muñeca, luego apretarle el cuello y confirmar que su existencia se había ahogado en la plenitud de la vida, y después guardar al cerdito y entregárselo a Lorena “Lo siento quise detenerlo pero él…” Así roía en pensamientos mientras la sonrisa e ilusión se incrementaban con el paso de las horas. No fue sino hasta después del segundo día cuando Julián, tirado, sin moverse, con el rostro entre la tierra y con el velar de moscas, que nadie espantaba, sobre él, se levantó como si nada hubiera pasado, y se introdujo a la casa. No se dio cuenta que detrás de él, el paralítico asfixiado en mierda seca daba media vuelta a la silla de ruedas y se introducía guardando su sonrisa y con un enjambre de moscas pegándosele a escasos milímetros del cuerpo.
El sacar a las moscas de la casa fue una tarea difícil, de días. Los insectos seguían a Carlos a todas partes sin atreverse a tocarlo eran como zopilotes; siempre en espera. Se convirtieron en la sombra del manco. A veces cuando la luz del sol o las bombillas daban el reflejo de la sombra del paralítico hacia el lado izquierdo los insectos se postraban al derecho haciendo casi imperceptible el adivinar cual de las dos era el reflejo verdadero, sin embargo Julián se dejaba guiar por el zumbido, éste jamás lo engañaba. El pequeño bastardo dejó el juego de arrojarse por los techos y se dedicó a contar los insectos que seguían a Carlos, en una ocasión llegó a compararlas con las piedras que había en toda la calle hasta llegar a casa de Lourdes; la viejecilla que le llenaba de besos cuando el sufría de abolladuras en el cuerpo. No pudo explicar cuantas eran pues no había aprendido a contar más de trescientos. Pasaron semanas con la aglomeración de moscardones en la casa, al principio sólo se postraban a un lado de Carlos pero con el tiempo comenzaron esparcirse por todo el lugar, a procrear y esconder huevecillos blancos bajo de la mesa, en el techo, sobre los frascos, debajo de la cama y entre la gran cantidad de telarañas que había por todo el lugar. Durante ese tiempo, por la aversión que esto le provocaba, Lorena decidió no quedarse a dormir con ellos. Por la noche de la octava semana, cuando estaban dormidos, el enjambre, desilusionado de brindarse un manjar, terminó por desaparecer. En la mañana siguiente a ese día, cuando Julián se dio cuenta que se habían ido simplemente terminó por olvidarlas como sucedía casi con todo.
Después de este incidente, cuando Lorena llegaba a la casa los dos tomaban una apariencia de amabilidad y familiaridad entre ellos; Julián no salía de casa y Carlos aunque no daba caricias al niño sí le servía comida en un plato y no se la arrojaba al suelo como asiduamente lo hacía. Con el paso del tiempo a menudo las visitas de ella se espaciaban por una semana entera. Julián buscó nuevas maneras de pasar el tiempo tan rápido que no sintiese cómo las evocaciones de Elena le corroían la memoria. Durante días sólo se dedicó a sentarse en el pasto del patio de lacas a contemplar los coleópteros que ahí rondaban, los tomaba por las alas con sus dedos esqueléticos y mugrientos y las removía por el aire imitando su vuelo, hasta que tanto ajetreo acababa por arrancarle las membranas, después sin ellas las refundía en los hormigueros pues aquellas hojas de papel con colores brillantes finalizaban siendo simples anélidos, sin chiste. En una ocasión en que no regresó durante la tarde, Carlos, deslizándose sobre su silla, cerró ambas puertas de la casa. Julián, al principio, no le tomó mucha importancia: estaba ocupado en ver cómo un gusano amarillo, con pigmentos violetas y el cuerpo relleno de cerdas gruesas que se dividían en punta de dos, contraía un capullo con sus dientecillos. Observó al grado de distinguir como de los dientes se desprendía una baba que servía de pegamento para la seda. Fue una tarea de cuatro horas el poder juntar las dos cortinas hasta que se formó el capullo e igualmente en igual número de tiempo la pupila no se despegó de tal proeza. Mientras, Carlos lo observaba por la ventana a la espera, siempre a la espera…
Esa noche, Julián, durmió abrazado por la cobija unigénica de la noche. El hambre ya empezaba a presentarse en forma de rumias intestinales así como el sueño ya daba sus primeros vestigios, cuando, al cabo de casi un día completo, el insecto salió: estaba convertido en una mariposa regordeta con las alas blancas ralladas con un tono azulado; eran dos pares de alas enormes que partían el aire justo enfrente de la cara de su espectador. Estuvo parada revoloteando un rato, entonces le giró alrededor de la cabeza y salió disparada para el compendio de flores de la casa contigua. La satisfacción que sintió Julián se vio interrumpida por el apetito que le llegó de nuevo, después del aguardo. Regresó a la casa pero la puerta continuaba cerrada. Miró a través de la ventana encontrándose con la vista y risa del cojo. Comprendió que por tal gracia hoy no sería recibido.
Desde que llegó a esa casa jamás había pasado hambre; aunque fuera pellizcos de pan o las sobras de comida eran recibidas por él y ahora, después de acostumbrarse, no era capaz de soportarla. Rodeó la casa para ver si podía entrar por la parte frontal encontrándose con lo frío de la inmóvil cerradura. Era tarde. Se acurrucó en una esquina de la casa, donde se acumulaban varios ladrillos. Previniendo que tendría que dormir a la intemperie hizo una especie de cobertizo que, en cuclillas, lo cubría casi en su totalidad. Al mover los tablones de ladrillo se esparcieron por el lugar varias garrapatas, gordas a punto de morir, que eran arrojadas al suelo por los perros al rascarse. Durante esa tarde el hambre lo llevó a comer de estos animalejos. Por ese día pudo calmar el hambre; no sin sentir aversión de probar, nuevamente, el jugo espeso de los animales, el sabor lo conocía pero ya no recordaba si era agradable para él. Por la noche llegó Lorena y las puertas fueron abiertas de nuevo.
Las visitas a los perros no cesaron del todo, después de varios días de volver a aturdirse las fauces con los animalillos no tardó en volver a sentir satisfacción al morder aquellas bolitas de diferentes matices; eran negras, grises y purpúreas según fuera su edad y gordura. Las chicas se presentaban en un color entre rojo y púrpura, las medianas o de edad madura en color negro y las mayores eran grises por tanto estirar la piel. Podía distinguir, también, sabores variados. Estaban las gordas grisáceas que reventaban en la boca al sentir lo afilado de los dientes, a veces cuando era demasiado el tamaño estallaban en la mano, esto era un desperdicio pues tenían un sabor a canela y olor a dulce de aguacate bastante agradable. Las de tamaño medio, como un grano de maíz, le gustaba aventarlas en puño a la boca y tardaba en morderlas, saboreaba el sentir como le mordían la coyuntura de los labios y se metían entre las muelas; el sabor era más bien agrio, un tanto picoso sobre todo para estar apunto de volverse adultas y a diferencia de las gordas era muy difícil masticarlas, lo único rescatable era ese picoteo en la carne de los cachetes que le hacia inflamar el hueco de la boca. Y las pequeñas del tamaño de una semilla de tomate eran para él las mejores, era muy difícil obtenerlas, a veces tardaba todo un día en capturar, de diferentes ejemplares caninos, apenas un centenar de ellas, éstas luego que caían dentro de la boca buscaban estrepitosamente esconderse entre las cavidades de los molares, colmillos o bien se pegaban a la campanilla, era un reto ahogarlas con la saliva, sobre todo si antes había tragado las medianas, como era su costumbre, y éstas le habían dejado seca la boca. Si no contaba con la saliva suficiente se conformaba con remover en círculos la quijada para que cayeran donde pudiera masticarlas hasta formar una papilla que le sabia mantequilla, era como un sabor agridulce, salado, picante pero bastante digerible, que al pasar al estómago dejaba un recorrido en el paladar más bien parecido a la margarina derretida con un poco de azúcar y algo de paprica, que duraba en la garganta por horas, sólo tenia que deslizarse la lengua por la boca y el sabor se recuperaba inmediatamente. Con ello, Julián pensó que jamás tendría que sufrir por hambre, incluso pensó en huir con Elena, cuando la encontrara, llevando consigo una buena dotación de parásitos, pero la realidad lo sustrajo de su espejismo.
Una tarde al tragar un ácaro de tamaño grande se le olvidó masticarlo dejándolo, inconscientemente, vivir pegada a su faringe y con ello alimentarse de su vida. A los pocos días no pudo respirar entonces fue que introdujo sus dedos en la boca y jaló al parasito hacia fuera, el dolor fue intenso: el animal había tomado un tamaño exacerbado casi plagiando un limón marchito; de no ser por el color gris pardo fácilmente se hubiera mimetizado con la fruta verde. Aunque Julián saboreó, al instante, la idea de morderlo sin piedad, no lo quiso matar, le había causado demasiado dolor y trabajo el extraerlo de su buche como para deshacerse de él tan rápido. En cambio, lo colocó en su mano para jugarlo un rato, pero el parásito lejos de agradecer la piedad del chico incrustó las tenazas en la piel del delgado brazo. Julián vio como la ladronzuela de sangre se hinchaba y se hinchaba sin miedo de reventar hasta que caía al suelo y se le abría el cuerpo; de él se desasían cientos de bichillos más color rojo brillante que se perdían en las grietas de la tierra. No tardó en buscar bajo los adobes de cemento otra sanguijuela para colocársela en el cuerpo en espera de ver lo que pasaba. Esta vez consiguió una de tamaño pequeño. Rápidamente el animal se apoderó enérgicamente de la piel del brazo y comenzó a inflarse igual que el anterior. Durante días lo estuvo cuidando hasta que la garrapata se tornó del tamaño de una uva madura. Días después se secó y calló al suelo desparramándose para dar vida como en la ocasión anterior a cientos de parásitos más. Posteriormente de estos experimentos una idea cruzó por la mente de Julián: decidió ser el hogar de esos animalejos, que se nutriesen de él y que su cuerpo al ser agotado hasta su última fibra de alma divagara en mil partes, se fuese a varios cuerpos más, que rodasen por todas partes y encontraran a Elena. Sí, eso haría, se dejaría dilapidar por esos vividores en espera que alguno de ellos lo contuviera, entonces encontraría a Elena y se le aferraría como la negrura a la noche y viviría perennemente en ella.
Apenas hubo aparecido la orina de luz diluyendo el escupitajo de carbón, Julián colocó sobre un plato un pedazo de carne de buen grosor, que robó de la despensa de la cocina y golpeó con una cuchara para hacer ruido. Los primeros asistentes en llegar al banquete fueron las moscas y las hormigas que se saboreaban a placer. No así los perros que poco a poco, primero con un poco de desconfianza agachando la mirada temerosos de recibir un golpe o un correctivo, comenzaron por invitarse al banquete, después sin importarles rondaban con la lengüeta los trozos de carne catando su sabor. En cuestión de minutos y confianza el pequeño plato era un agasajo para varios animales: perros, moscas, pajarillos, gusanos, hormigas, jejenes, piojos, etcétera. Julián no tardó en emprender su plan dando arrancones de garrapatas y pelusas a los caninos, por la intensidad con que eran extirpados las manos se comenzaron a inundar del fluido rojo tanto de los ácaros como de los caninos. Mientras los parásitos caían a lo largo del cuerpo del niño se le incrustaban sobre la piel. Al cabo que la carne en el plato se resistía a ser tragada por un solo animal, éstos mantenían al margen el dolor que les provocaba el tiraje de pelos arrancados, pues preferían abrir las tripas frente a una triza de carne que dejarse vencer por el dolor. Al terminar el convite los perros no tardaron en lanzarse sobre el muchacho, que sin temor alguno se dejó desmenuzar el cuerpo a mordidas. Fueron varios flejes de carne los que se desprendieron del chico, sin embargo, se resistían a separarse completamente. Con fuerzas gastadas y contentos con el agasajo anterior los animales dejaron aquella piltrafa que no tardó en inundarse de oportunistas bebedores de lava carmesí. El cuero, la tierra, el pelaje de los perros, la sangre y las garrapatas terminaron por formar una armadura que parecía una roca palpitante.
Cuando Julián no regresó a la siguiente noche Carlos no hizo esperanzas de encontrarlo muerto, “seguro aparece” había pensado sin plasmarse una sola ilusión. Nadie se había encargado de buscarlo. Lorena lo olvidó, primero porque llevaba varios días sin ver a Carlos y al regresar aprovechó el tiempo para amarse sin restricciones durante la mayor parte del día, después porque este mismo amor profesado terminó por hacer olvidar al niño. A la semana del incidente Julián fue encontrado por un vecino en las inmediaciones de su casa. Cuando éste lo llevo a casa del paralítico, Lorena y Carlos no le tomaron importancia sólo le dijeron que si lo podía acomodar en el sillón del fondo, mientras ella se desmontaba de la silla de ruedas y se acomodaba el vestido jalándolo hacia abajo después de haber retozado un rato. “Viera usted, lo encontré todo tirado, seco, como si lo hubieran chupado y al lado… yo mismo lo ayudé a limpiarse…tenía baba de telaraña por todo el cuerpo y estaba todo lleno de ronchas, debería llevarlo con el doctor…” dijo el hombre mientras habría lo ojos de par en par y se llevaba ambas manos a las sienes. Sin procurarle algún tipo de explicación o agradecimiento Lorena despidió al hombre dándole dos palmaditas en la espalda. Una vez cerrada la puerta tras de sí no se tomaron tiempo para revisar al pequeño sino que siguieron queriéndose por varias felaciones más.
“Parecía una especie de capullo de mariposa, las garrapatas habían muerto los pájaros le picaban las piernitas, las hormigas trataban de cargarlo hasta su hormiguero y el cuerpo se notaba cicatrizado, lleno de baba, además un olor a pútrido inundaba el lugar, solo dios sabe que le paso a esa criatura…” había estado diciendo aquel hombre a su esposa apenas llegó a su hogar. Desde el día que encontró al pequeño, las nauseas no habían cesado; aunque no comiera el estómago le regresaba aire, terrones de liquido carmín, seguidos de las mismas viseras, hasta llevarlo a atragantarse con su propio ahogo. Su mujer al encontrarlo muerto en un charco de vomito y con las tripas en la mano tratando de regresarlas de nuevo al estómago cayó igualmente consumida por un infarto.
En casa de Carlos, con los cuerpos extenuados, los amantes al ver la deplorable situación de Julián terminaron por dedicarle algo de tiempo. Por primera vez Carlos mostró un tipo de emoción sobre el pequeño, al verlo enrojecido y con la piel descarapelada, le dio un beso en la mejilla. Lorena igualmente le curó las heridas con agua, jabón y un poco de desinfectante. Julián no tardó en sanar aunque el cuerpo le quedó lleno de cicatrices que parecían las costuras de una pelota de beisbol. Después de aquel incidente la vida de la familia cambió: con el paso del tiempo Carlos tomó el papel de padre y Lorena hacia lo posible por visitarlos más seguido, tomando, como era al principio su propósito, el papel de madre. Julián, por su parte, no volvió a mostrar signos de conductas inapropiadas. A excepción de las tardes cuando llegaba Lorena y solía salir a dar un paseo, a casa de Lourdes, casi no vagaba por las afueras de la morada. Se dedicó a existir y crecer como cualquier niño, terminando por asimilar que todo lo vivido había sido un sueño, una especie de karma implantado dentro de su cabeza en vida y sueños anteriores, que jamás había sido sino lo que era ahora y sobre todo que Elena jamás existió.
IV
Llevaba varios días tomando sorbos de café para ahuyentar el sueño. Sentir como el sabor amargo le habría la garganta y le secaba las tripas era el aliciente que le ayudaba a mantener espoleados los sentidos. Ya no había regresado a postrarse afuera de aquella casa en espera de apreciar la desleída figura de Elena. Luchando con las horas por mantenerse despierto, los segundos rondaban por su cabeza, la hacían girar hacia los lados, caer, revolcarse sobre el cuello, zarandearse por entre los asientos de café derramados encima de la mesa, buscando ganarle hilos de tiempo a las horas. Los ojos cansados hacían un esfuerzo por mantenerse despejados. De vez en vez, con ayuda de una astilla arrancada del tablero, se proveía de pequeños piquetitos entre la piel de la palma de la mano para no cerrar los ojos o se arrancaba las pestañas, para con ello provocar la hinchazón de los párpados y evitar el clausure de las delgadas capitas de badana. Su cabeza ardía en pensamientos: “porqué no vienes Elena —se repetía una y otra vez en eco para sí mismo— porqué si ya es tarde y…”
Sentía como si el sueño lo fuese consumiendo despierto y las ideas se le deslizasen por entre las paredes del cuarto y éste lo oprimiera exprimiéndole la última gota de aire y luego lo llenara con un vacío que es difícil de llevar a cuestas, por lo soporífero que se vuelven los sentimientos; sentía como las evocaciones, esas pequeñas masillas de alcanfor y mostaza, flotaban entre un espacio de realidad y un navegar intrínseco de sueños, donde lo único que parece realidad es lo que acaba de pasar y esto no es totalmente innegable porque se presenta de manera tan rápida y dislocada que se relaja a tal grado que no se puede palpar con las manos.
Con la cabeza pegada a la mesa, fijando la vista en el aire, viendo cómo junto con el vapor del café se incrustaban imágenes en el espacio en perfecto matrimonio con sus entelequias, rondando sobre pensamientos, temblando de recuerdos, robando la corteza de un tiempo y lugar que ya no le pertenecían a los sentidos, balbuceaba en un pernoctar despierto: “Te he soñado Elena, te he soñado y sé que si puedo idealizarte como aquella vez, despierto, te traeré de nuevo conmigo. Te he soñado como una eternidad de mujeres en mil partes: mil partes de mujeres en ti y tú en mil partes y cada parte mil y en mil tú dividiéndote en mil más mil y más; te soñé como el cuadro aquel donde estás echada en cuclillas y que me detenía a mirar cuando niño, aquel que cuando te girabas yo tocaba por encima y al hacerlo me gustaba como se sentía el rascar la pintura con mis dedos imaginándome que era tu sudor y aliento mezclados y enrollados en capitas gruesas de color. Así, te he soñado junto a un hervidero de serpientes jugando con tu piel clara y cremosa, formando un círculo alrededor; danzaban y hacían reverencia frente a una deidad de cubos de hielo pero un hielo de carne, no de agua, un cubo que les negaba la mirada pero no la piel. Me acuerdo bien: te rodeaban el cuerpo sin conformarse con el deleite que provoca el contemplarlo. Algunas navegaron en forma de cabello caído al suelo, arrastrándose por la mejilla y se hundieron en la boca, seguro trataste de distinguir el sabor amargo que se había posado en tus labios, pero era imposible, era yo quien soñaba y no tú. Vi que otra, como tratando de encontrar un nido repleto de miel de avispas se te enclaustró sobre los senos, formando una especie de enredadera de rosas con espinas sobre las muchas otras que eran atraídas por tu cuerpo y por ese sudor frío y seco y lacrado y espeso, que se desprende a veces de tu piel. Eran varias, vagaban por aquí, por allá, sobre tu piel, debajo de ella, entre tus carnes, alrededor, subían impulsadas una sobre otra al aire y luego caían chicoteándote el cuerpo, marcando los latigazos en la redondez de tus caderas y vientre. Una de ellas, borracha por tu veneno, envenenada por el olor de tu piel de plástico, te mordía la carne, dejándola chorreada de tinta rojiza, que se fue volviendo azul, luego morada, luego verde, luego encarnada y dorada y después cobriza. Era un señuelo de sueño de sabor para las demás. Las vi, postradas una sobre otra separándose en raza, color y tamaño, como tramando algo. Fue entonces que la idea que tomaban forma humana se apoderó de mi mente. Imaginé, dentro de la visión, que se quedaban sin aliento apenas trataron de imitar a un animal superior. La piel se les había cuarteado, la imitación de labios se les ponían amarillos y el sudor había dejado de salir cuando acabaron de ensalivarte, luego se esparcieron como una sabana de carne desfallecida sobre ti. Para entonces ya no era sólo mi sueño, seguro te apoderaste de mi quimera y los dos estábamos viéndonos el uno al otro, entre un espejo de humo y plata con centímetros de tiempo entre nosotros. Tú también debiste soñar el sentir como si los colmillos se clavaran abriéndote la carne, lo sé por que vi cómo te retorcías encorvando la espalda y dando de volteretas sobre ti misma, como si no tuvieses huesos, sobre el hervidero de serpientes, sobre el aire, sobre todo y aire, aire y todo y todo el aire sobre ti, toda tú y tú en todo el aire en ti. Tu torso giraba sin levantarse de esa cama que iba y venia como olas de mallas de hojas de higueras al viento, y, yo, viendo sin poder participar; temblando por saborear los recuerdos, por degustar tus labios sólo un día más. Fue entonces que tuve celos de los animalejos y decidí participar, me vi como una serpiente; una serpiente negra, de humo, sin forma de nada, pero sé, era una serpiente que navegaba por entre ti, te relamía las mejillas, el cabello y las pestañas, entraba por la boca, te besaba la lengua por dentro y rondaba por entre ti sin vacilaciones. Te busque mordiéndote los pechos sin hacerte daño, bajé por tu vientre y clave mis colmillos de espuma hueca sobre tus formas, chorreando el veneno. Tus piernas se abrían en par para dejarme entrar, te vacié por todos los rincones, te cubrí de humo y te aspiré como a la brisa justo antes de llover y después de ser arrancada de la tierra. Sé que en el fondo me descubriste y me dejaste inscribirme en el juego, no como si fuese yo sino como algo más, mientras, te revolcabas sobre la masa fermentando calor, calor que se había vuelto uno y yo mismo y luego tuviste miedo, temor por que no me descubriste y te diste vuelta buscándome, dejando la mirada girar a los lados y el dedo pegado a los labios abiertos en busca de explicaciones. Pero estuve ahí Elena, lo sé porque desde ese día no he podido quitar el recelo de la lengua, desde ese día he decidido no dormir, hasta volver a probar el sabor dulce y cremoso de tu flor blanca y tibia, morderla del tallo para que caiga rendida, para después levantarla y ponerla sobe mis palmas antes de que se muera como un chicote de leche congelada, como tu cuerpo ¿te acuerdas?, todo el cuerpo se te fue volviendo flácido y sin fuerzas, como si las mordeduras de los animales cobrara algún efecto y su narcótico logrará hipnotizarte emborrachándote o como si aceptaras ser seducida por las víboras. Y tu Elena no decías nada, te dejabas querer por esas lenguas salinas que nada habían hecho por merecer raspar tu cuerpo. Te conozco, sé que te ahogabas por no gritar, no hiciste caso al dolor, sólo te posaste para ser disfrutada redimiendo el placer que ello te provocaba, pero te conozco y sé que lo disfrutaste. Vi, varias veces tu cuerpo temblar mientras las hebritas de sangre hacían brotar el miedo en forma de gotas de perfume de salado. Fue entonces que aparecieron mis manos espantando a las ladronas, sé que las llamaste y las viste porque eran mis dedos largos y huesudos tratando de confundirse con las culebras, esperando tomar decisiones sobre tu cuerpo, pero ellas no saben guiarse solas, no toman decisiones propias y tuvieron que acatar lo que ya habías decidido. Sé que esos ramajes eran míos porque cuando las yemas tocaron las figuras lamosas de carne mordisqueada sentí como si te tuviera de nuevo, pude descifrar cada jeroglífico tatuado a lo largo de la piel; como si fueras tú quien me guiara sobre ti o como si mis dedos se introdujeran dentro y fueran ellos quienes arrastraran tu cuerpo a lo largo del oleaje. Entonces desperté. Perdóname Elena, no pude sentir más, desperté. No pude retraerte más tiempo. Perdóname, pero es que no quiero vivir en un sueño, por eso desperté Elena porque quiero vivir en ti, respirarte hasta el ahogo; rascarte los senos por dentro, luego arrancártelos para hacerme un par de guantes con ellos, jugarte el vientre con mi lengua, luego morderlo para mascarlo junto al tabaco en las tardes que la luna revienta en lágrimas; obligarte a gritar mi nombre y cortarte los labios, luego guardarlos para arrullarme en las noches cuando no pueda dormir; postrarme frente a ti y rasparte los ojos con las uñas para que lo único que recuerdes sea mi figura y nada más; quiero sentir que la piel se me caiga estando despierto y luego levantarla y entregártela en forma de ofrenda y que la recibas y la quemes envuelta en cáscaras de plátano y que se confunda en humo entre tus carnes; no quiero vivirte en sueños, en ti quiero vivir y que mueras y que no respondas cuando doy vueltas tras de ti y cuando quiera rascarte de la lengua esas palabras que jamás he podido arrancarte, secarme y morir contigo y los dos polvos al fin renacer o que nos lleve el aire caliente por debajo de la tierra o que se meta entre los dedos de los pies y ahí se guarde. Quiero morir en ti, pero esta vez será diferente, te volveré a tener estando despierto. El momento será lento, lo he pensado, me dará el tiempo necesario para ver detrás de tus párpados y de besar en medio de tus huesos. Nada nos habrá de cortar la cadena. ¿Te acuerdas de la historia aquella que me contaste cuando era niño? Ahora será diferente; me dará tiempo de arrancarte un pedacito de labio y formarme un lápiz para dibujarme la costilla donde me fuiste extirpada, y ya nadie te va a volver desenterrar de mí porque coseré mis brazos con trenzas de cabello a la espalda. Ya no importa que no hables Elena, como en el sueño, me gusta así, me gustas más cuando las palabras se ahogan dentro de ti y se te forma un nudo y cuando agachas la mirada y cuando tuerces la boca para decirme que todavía soy un niño sin decírmelo. Cuando llegues Elena, me sentirás viboreando entre tus piernas para que se me enrollen en el cuello. Recuerdas cómo las serpientes saboreaban la malta lechosa y el espeso sabor a hueso salado, ahora seré yo quien lo haga. Sí, ahora lo sé Elena esas serpientes era yo, fui yo quien te mordía y quien te saboreaba, por eso fui yo el que quiso despertar, porque no puedo estar así, no puedo dejar que nadie más te tenga aunque sea yo mismo. Perdóname Elena, ahora sé lo que debo hacer, lo sé, lo sé…”. Las palabras seguían roncando entre las paredes porosas una y otra vez, rondando por la cabeza que se negaba a caer. La luz que entraba por la ventana de la sala rebotaba entre el mantel de la mesa, raspaba el aire quemado del cuerpo, se contraía en los ojos rojizos, ardientes de sueño, buscaba algún soplo de vida y terminaba por regresar fuera de la ventana. Del fondo de la taza se advertían los asientos del café…
V
El recuerdo de un eco le cimbraba en la cabeza. La imagen de sus muñecas volando por el aire y la de su madre tirada a un costado suyo, escupiendo borbotones de sangre por los oídos, le plantaban una capa gelatinosa en el corazón. “Es una desgracia” habían dicho los vecinos mientras arrancaban una taza de café a la desprotegida familia y salían de la monotonía de sus vidas.
Su padre llegó dos horas más tarde, cuando el incendio había sido socorrido por los voluntarios del cuerpo de bomberos, aventando cubetazos de agua por todos lados sin lograr apaciguar el fuego. “No se preocupe, nosotros podemos cuidar a lorenita —se escuchaba decir por todos lados— ya sabe, lo que se ofrezca aquí estamos… para eso somos…”. Él sólo asentía con la cabeza. Apenas hubieron enterrado el cuerpo chamuscado de su madre, Lorena se dio a la tarea de cuidar de su padre. Éste había terminado con los deseos de vivir. Pasaba los días tirado en la cama sin probar bocado, desde ese día no regresó jamás al trabajo, ni volvió a asearse dando un aspecto de nómada sin vida. Lorena, por su parte, cuando no se hacía cargo de limpiar con un trapo húmedo la cara de su progenitor o darle comida en la boca se refugiaba en los rincones a llorar.
Un día martes cuando la tensión acumulada del padre de Lorena no pudo acumularse más dentro de la piltrafa de huesos carne y nervio terminó por hacerlo reventar, lanzando injurias al aire. La falta de su esposa se le había acopiado en el corazón, angustiándolo hasta vaciarlo por completo; ese día no aguantó más, iracundo y enfermo de soledad decidió dar por finalizada su fatua existencia. Lorena lo encontró una mañana en el pozo del baño de tierra, afuera de la casa, con las muñecas desangradas, cortadas de lado a lado y un montón de pastillas en la boca formando una esponjosa masa de espuma clorídea. Desde el día de la muerte de su madre Lorena adquirió un semblante diferente era ese apasionamiento nuevo para ella lo que le daba fuerzas para seguir viviendo. Sentía como dentro de sí un aire oscuro rondara por sus venas, algunas ocasiones estuvo a punto de decirle a su padre que era ella quien había tenido la culpa del incendio y que lo sentía. “Hija no juegues con lo fósforos, deja de chorrear esa vela sobre la mesa… cuando venga tu padre…, que no ves que…”
Y luego el incendio y ella saliendo de la casa cerrando por fuera la puerta y atrancándola con varios tablones y luego correr hasta la casa de enfrente y esperar hasta ver a su madre romper la puerta a puñetazos y salir corriendo rondando hasta ella para entregarle su antigua muñeca de trapo y quedar desvanecida asfixiando los gritos entre la lumbre que poco a poco la fue consumiendo. Pensó decirle eso a su padre pero no ocurrió; le gusto más pasar el tiempo dentro de una travesura que terminó el día que lo encontró como un cerdo tirado chorreando burbujas por la boca. Aún tenía el olor a carne quemada en la memoria. Pero ahora, con la muerte de su padre, podría gritarlo en aire para que su verdad la acarrease el viento sin que nadie le dijese nada.
La misma noche de la muerte de su antecesor lo primero que hizo fue ponerse el vestido de fiesta de su madre: el rojo con shakiras verdes, el entallado. Se pintó los ojos y raspando el ladrillo de una de las paredes terminó por colorearse los labios y mejillas para salir a la calle como una mujer nueva. De su padre ya no supo más, cuando regresó a la casa, al cabo de un mes, el cuerpo ya se encontraba en los huesos y lleno de telarañas, la segunda vez que regresó al baño al abrir la puerta un olor a polvo de flores de crisantemo se esparció por el lugar llevándose consigo las últimas trazas de savia del viejo. No tuvo tiempo para llorarlo. En ese tiempo tenía bastante trabajo como para preocuparse por insignificancias. Así se le fue la vida, fue olvidando las instancias pasadas hasta que los recuerdos la consumieron por dentro y no encontró más alivio que las noches que pasaba llorando inventándose historias sobre su familia.
Fue una noche a principios de enero, que Lorena encontró a un hombre tirado en el suelo con las piernas a punto de explotar por la sangrason. “Otro mamarracho” fue lo primero que pensó. Estuvo a punto de correr, sin embargo, un instinto maternal la obligó a acercársele sin medir los corolarios. Nunca supo el porqué pero le pareció como un niño que debía de cuidar: lo llevó a su casa y lo resguardó como a un hijo enfermo, acostándolo en su cama. Acercando una silla lo estuvo cuidando. Durante toda la noche ella despertaba cuando le oía decir cosas sin mucho sentido. Hablaba de aquellos tiempos; de Juan, de la vieja del departamento, del viejo de la tienda y de: “los viejos ya no les importa el dinero lo que ellos quieren es sentir emociones y nosotros les damos una, que más les da a ellos unos cuantos pesos, son mierda, son peor que tortilla remojada con agua de pantano”. Ella no entendía de que hablaba, y le causaba risa que se expresara así, quizá, era, sí, un simple delirio. De todos modos no importaba. A la mañana siguiente lo despediría y nunca más lo volvería a ver tal y como, tantas otras veces pasaba, cuando ayudaba borrachos y estos le contribuían mal pidiéndole dinero prestado jurando pagarle al día siguiente sin que esto sucediera o deshojándole aún mas su gastada madrigal, esto último no le importaba tanto pues estaba impuesta a recibir a cuanto andrajoso se le pusiera enfrente sin sentir nada de asco por la pestilencia que desprendían, en cambio, lo del dinero eso sí le molestaba pues eran los ahorros de toda una vida. Poco a poco el sueño fue ganando terreno hasta que seguida de la vigía se dejó caer sobre el reposo.
La mañana siguiente cuando el sol le dio directo en la cara, Lorena despertó de inmediato tallándose los ojos aletargados, sintió que las costillas se le habían pegado unas con otras, de los pies sentía un hormigueo que empezaba en la planta de los pies subía por los tobillos y se iba perdiendo hasta terminar en las pantorrillas. Zarandeó los pies y despertó totalmente. Se encorvó hacia atrás. La tortícolis le impedía girar el cuello placidamente. Con la vista agachada a la altura de la cama, lo primero que vio fueron dos jamones rebosantes en carne cocida “Debería de ir al hospital” le dijo ella frente a la negativa del extraño. Él trató de levantarse de la cama pero ella lo detuvo agregando que todavía no desayunaba, “además no está en condiciones de salir a la calle y menos en ese estado” le imperó ella. Él contesto con un simple: “Bah, de peores he salido”. Se volvió a echar a la cama cubriéndose las piernas con la sabana.
Ese día comieron en la cama como si tuvieran años de conocerse. Él le explicó que la vida le había hecho probar los sinsabores y que ahora estaba pagando.
—Son cosas por las que uno debe pagar —rumiaba él mientras masticaba un trozo de tortilla embarrada en clara de huevo— y esta me tocó a mí, son cosas que uno hace y sabe que las hace y sabe también que tarde o temprano la gracia divina viene a cobrarlas.
—Tiene usted razón —dijo ella acariciándole el pelo requemado—. Son cosas que uno tiene que pagar.
Ese día ella no fue a trabajar a pesar de que era viernes y los viernes iban los mejores clientes: Alexander, el gringo dueño de la fabrica de jabón, que vivía en el centro de la ciudad y venía una vez al mes sólo para cogerla, esto era la envidia de sus compañeras pues él pagaba muy bien; Francisco: el refugiado italiano, aquel que le pagaba en dólares aunque gustara de chorrearle la cera caliente de una vela de cebo sobre el pecho y las nalgas para después recogerla con espátulas y formar con ella bolitas que después le introducía por la vulva y una vez dentro las empujaba con la lengua hasta que ella lanzaba gritos de alto, y si tenía suerte Donathien; que era el que pagaba mejor y daba buenos regalos aunque la hiciera comer esos dulces y tuviera esas reacciones de masturbarse sobre crucifijos y lanzar blasfemias a diestra y siniestra. Esto además del látigo y todas esas ideas raras de cambiarle el nombre o de comportarse como gente de aristocracia o lo que más asco le causaba era el tener que hartarse de comida, sobre todo pan y carnes rojas, con el fin de que la llenadera le hiciese poner huevitos como él los llamaba para después comerlos acompañados de lo que él le había dicho era una lluvia dorada y que ella conocía simplemente como orines, esto la había hecho vomitar en varias ocasiones, pero no importaba, en esas mismas ocasiones él mismo tragaba el vomito mientras fingía regañarla, no importaba mientras pagara, además a ella no le desagradaba del todo pues, sabía, en el fondo, que todos y cada uno de los que llegaban con ella así fuera Donathien, Francisco, Alexander, Juan, Antonio o quienquiera que fuera sólo buscaba un poco de amor, aunque fuera en diferentes formas. Pero hoy no iría. Jamás, en quince años, desde que sus padres murieron nunca se había tomado un descanso. Al principio porque le fascinaba como la miraban los hombres y como los volvía locos al bajarse, con lujo de malicia, el cierre de la blusa o levantar unas pulgadas la falda siempre de colores acrílicos, pero después porque todo lo ganado se lo había gastado apenas lo recibía, ya sea en cervezas o en simples cremas para la flacidez, y tenia que trabajar para comer. Además siempre estaba dispuesta a trabajar, aunque estuviera enferma, pues disfrutaba cuando venían y le contaban cosas de sus vida y ella podía dar consejos, pensar que era ella quien tenía esos problemas y que tenía un familia; después de todo no era tan descabellado ya una vez se lo habían propuesto pero fue un borracho que no la merecía. En efecto, lo había decidido y se quedaría ahora con aquel desconocido. No importaba ya habría tiempo para conocerse.
Durante todo ese día juguetearon en la cama como animales en celo sin decirse siquiera los nombres, primero la mañana y luego la noche se consumió en un abrir y cerrar de ojos hasta que los topó la madrugada quedando dormidos hasta la mañana del siguiente día.
Muy de mañana Lorena se despertó. Se dirigió a la cocina, le preparó su mejor plato, un omelet de huevos con tocino y varios condimentos, lo condujo sobre una mesa de centro, que colocó a un lado de la cama con ayuda de un par de cojines para sostenerla y lo despertó. Él, no hizo por levantarse hasta que, después de varios intentos, ella le despojó de la sabana que le arropaba y descubrió que las piernas se encontraban tan flacas que precian pajuelas licuadas. Esa tarde, a pesar de su negativa, lo llevó con el doctor.
A los días, cuando salieron del hospital él no contaba con sus dos piernas en cambio recibió dos troncos a medio cortar enganchados con una liga que según el doctor debía engrasar con manteca de cerdo, por ser un secante natural, dos o tres veces por semana para evitar la rozadura de la piel. Fue entonces, al salir del sanatorio, que le dijo cómo se llamaba, que había sido un ladronzuelo, que tenía una hija y que su esposa lo había engañado. Lorena estuvo a punto de dar media vuelta y dejarlo pero algo la detuvo, desde que lo vio indefenso tirado en el suelo, como un cachorro temeroso de la vida, su corazón le dijo que por más que quisiera jamás se podría separar de él. Entonces lo llevó a su casa y lo cuidó hasta que estuvo segura que podría dejarlo solo.
Fueron años los que se estuvieron viendo cada martes. Ella dejaba de trabajar ese día y lo dedicaba completamente para él. Fue un martes, también, cuando encontró aquel niño que al igual que a Carlos lo vio desabrigado y no dudó en socorrerlo. Fue el mismo sentimiento que cuando encontró al paralítico. Desde ese instante la oportunidad de formar una familia se le había presentado y no dudaría en tenerla. El único inconveniente que encontró en ello era la hija de él, pero no importaba ya sabría como deshacerse de ella.
Al paso de los años, con el tiempo a cuestas y con la negativa de Carlos de internar a la retraída no tuvo otra opción que hablar con Arturo, el encargado de las muchachas.
—Te tengo una mujercita nueva, apenas esta en flor y nadie le ha aventado un polvo, tú dices... — dijo Lorena tratando de aguijar su labia.
—Tráela, no te prometo nada, vieja socarrona. —dijo él sin el mayor socavo.
—Te prometo que no te arrepentirás —continuó ella frotándose las manos—, verás que es una muñequita de pastel.
—Ya veremos, ya veremos —indicó él meneando la mano de un lado a otro y dándole a entender a la mujer que se retirara.
Una vez después de vender al estorbo, vivieron durante largo tiempo juntos los tres: Carlos, Julián y ella. Al principio fue difícil, el tiempo y las ganas de amarse los fue consumiendo, pero después todo era como lo había soñado: su esposo en casa esperándola y su hijo, aunque no de sus entrañas, la quería como si fuese su madre. Los años pasaron consiguiendo parte de su objetivo: Julián cada día estaba más cariñoso y Carlos la quería cada vez más, quizá porque ya estaban viejos y se habían acostumbrados a soportarse el uno con el otro o quizá porque sí la amaba, aunque eso no importaba, lo importante era que, por fin, establecían una familia.
Fue esa tarde, a principios de octubre, cuando estaba dispuesta a trabajar hasta altas horas con tal de juntar el dinero para no regresar jamás a aquel lugar, que llegó Julián con el rostro desencajado: “Carlos está enfermo” le dijo él esperando un no te preocupes de ella. Después el hablar con Arturo y a esperar. Quería ir con él pero no podía hacerlo hasta conseguir el dinero, ya faltaba poco, era preferible quedarse. Durante esa misma noche y durante los días subsiguientes, por la preocupación, Lorena no consiguió cliente alguno. Arturo, al no recibir su pago no tardó en inquirirla:
—Lorena, mi niña, has trabajado por años —le dijo con tono serio, ese que Arturo utilizaba cuando terminaba con sus relaciones—. Ya estas vieja, vete de una vez con tu esposo, aquí ya no me sirves —terminó, dándole palmadas de consuelo en la espalda.
—Discúlpame —le dijo ella, con voz de perdón— déjame trabajar un poco más, sé que no he agarrado cliente, pero hazlo por lo que hice: no fui yo el que cuando eras apenas un mocoso te dio de tragar y te enseño a follar y hablar de tal manera que nadie se te ha podido resistir desde entonces, hasta yo misma caí ante tu labia. Aparte no fui yo quien te trajo a quien más dinero te ha dado, acuérdate, no seas malo, sé que no han salido clientes pero ya vendrá algo, déjame una semana más…
—No me entiendes Lorena. Te agradezco por lo que hiciste pero aquí ya no me sirves, si es por dinero toma —le dio un fajo de billetes envueltos en un a liga—, esto te lo mereces. Y puedes venir cuando quieras, pero no a trabajar no quiero que los clientes crean que he bajado mi calidad. No eres tú, ya sabes así son los negocios.
Ella asintió con la cabeza y se retiró mientras él se acomodaba las solapas moradas de su traje de igual color y se inclinaba un tanto el sombrero de ala ancha. Sabía que por más que dijera, Arturo no cambiaría de opinión así era él lo conocía bastante pues era ella quien le enseño a comportarse a través de los círculos de la vida. Al dar vuelta en la esquina de la calle la luz del farol que la había alumbrado desde hacía cuatro décadas desapareció tras de sí, le traía buenos recuerdos: ese era su lugar incluso antes de que hubiera luz y se podía fornicar en la oscuridad de la luna, entre las puertas de los carros, después con los faroles tenían que pasar a los callejones pero cuando apareció Arturo éste se encargó de darles protección y acurrucarlas en cuartillos que compartían con las demás mujeres. Cuando una de ellas se enfermaba Arturo se encargaba de que los lugares jamás fueran ocupados por otras mujeres. Ahora bajo la luz del farol Arturo llevaba de la mano una mozuela con la mirada bañada en miedo. La cabeza se encontraba en nostalgias cuando dio un vistazo al fajo de billetes, eran bastante incluso más de lo que ganaría si se quedara dos o tres semanas más. Con eso le bastaría para mantener a dos personas por años. No así a Julián como eran sus primeros planes. Pero no importaba, Julián encontraría trabajo después de todo era ya todo un hombre y podía valerse por sí mismo, era tiempo de que su retoño volara. Sí, eso le diría en cuanto llegara a casa. Lo último que vio Lorena de su esquina fue el como instantes después que el dandy dejó a la chica, un hombre se le acercó, le susurró algo al oído, la tomó de la cintura y se perdió entre los callejones. Lorena sintió envidia.
VI
El tiempo para él se había cortado en trozos que no se podían remendar hasta encontrar el hilo que lo guiase de nuevo a la realidad. El sueño había terminado por consumirlo. Las gotas de café habían desparecido consumiéndose en el tablón de la mesa. En el fondo de la taza la remolacha de asientos se consumieron en un espiral de granos acumulados. Ahora con la cabeza desgajándosele en pedacitos había decidido simplemente esperar por ella; ya había regresado una vez y regresaría otra.
Y, así, fue sin esperarlo tanto que Elena apreció por segunda vez con su figura rodeada por un albor transparente, se derribó sobre el silloncito azul y quedó dormida cual una de las longevas estatuas de sueños y sal.
La vista de él recorría cada rincón del cuerpo. Le vio una cicatriz en el tobillo derecho, dos líneas blanquizcas en los costados de las caderas, le encontró la torcedura del labio girada hacia la izquierda como cuando sonreía, las palmas de las manos lisas y rosas, los cabellos crispados y un olor a manzana. Cuando ella despertó lo primero que vio fue la figura retraída de dos labios. El iris trataba de adaptarse a la luz mientras Julián tomaba ambos párpados, los abría y dejaba cerrar lentamente, provocando que el ojo de ella, aún adormecido, resbalase para los costados, luego volvía centrando su atención en los labios de él y bailaba hacia arriba para humectarse. Ahí estaba Julián con los labios trabados en encontrar el ovulo del ojo y los dedos aferrándose a la tarea de abrir de par en par la delgada piel de los ojos, la pellizcaba, soplaba y, después, la dejaba descansar par volver a comenzar. Con la lengua enjuagada en saliva, de vez en vez, una gota se le escapaba para caer dentro de la retina del ojo. Así estuvo jugando durante toda la tarde y ella dejándose jugar, sin moverse, esperado que él se cansase. “Sabía que vendrías” dijo el. “Sí” se redimió a contestar ella.
Desde ese día no existió para Julián mejor época. Los dolores de cabeza habían cesado. Las horas de espera terminaron. Todo funcionaba como una maquina de engranaje; como si la vida estuviera esperando que ellos se juntasen para después brindarlos a la dicha del amor. Durante las mañanas él iba al basurero, que estaba cerca de la casa, en busca de comida mientras Elena preparaba lo que él había recolectado la tarde anterior. En realidad ella nunca había cocinado, pero él se conformaba con llenar el cuerpo aunque fuera de bazofia. En ocasiones, era tal la cantidad de comida que Julián no asistía a la recolección hasta por tres días seguidos, dedicándose a encerrarse en la casa hasta que la sequía apretaba el estómago y tenia que regresar de nuevo a la letrina por alimento. Entre lo que recurrentemente encontraba regado entre la basura estaban verduras podridas, frutas desechas y una que otra carne embarrada de tierra, detergentes o pelos de los perros roñosos que rondaban el lugar; en ese caso sólo la lavaban o la ponían a secar para que el sol hiciera su trabajo tal como lo había hecho Lorena tiempo atrás. Encontraban también varios utensilios como cuadros, libros, mesas faltas de una pata, etc., todo aquello que la gente ya no desea tener a la vista. Poco a poco fueron redecorando la casa. Julián encontró varios floreros rotos que Elena reparaba con mucha facilidad. Trajo consigo, también, varias pinturas, que pusieron por toda la casa y diversos objetos que a más de avivar el lugar le dieron un toque lúgubre.
La comida la adquiría fácilmente: cuando llegaban los camiones encargados de la recolección de la porquería de la ciudad, apenas éstos eran descargados, Julián corría hacia la montaña de desperdicios y con una fuerza y desesperación iba abriendo paso entre los indigentes, que le dejaban pasar como si se escondieran de un toro a punto de embestir. En ocasiones llegó a golpear a varios de ellos abriéndoles la cabeza en dos como un coco maduro, éstos simplemente quedaban sepultados entre la inmensa inmundicia de que se deshacía la gente. Llegó el momento en que al aparecer la figura de Julián los demás pepenadores optaban por retirarse y esperar los licuados de comida de las sobras del día. En realidad él asistía a los basureros por algo más que el comestible: Le fascinaba cuando sentía su humanidad navegando, inmerso entre la porquería, porque algo le decía que era ahí donde pertenecía realmente. Además, en las noches después de nadar entre la mugre, cuando regresaba a casa, era recibido con una sonrisa y eso le provocaba un éxtasis que no cambiaría por nada.
Elena, por su parte, tuvo varios partos fallidos, a veces simplemente el crió no era aceptado por el cuerpo, otras tantas no soportaba el estar recostada en cama y decidía desecharlo y otras, segundos después de nacer los revisaba y decidía dejarlos morir de hambre negándoles sus pechos. No era que no quisiera consumar su amor con Julián, sino que, era otro su interés: el vivir por siempre con él sin derecho a compartirlo. Sabía que conforme pasaba el tiempo su cuerpo se debilitaba cada vez más y que era su intención permanecer con Julián todo el tiempo que fuera posible y esa lo haría dándole alguien que lo cuidara y en el que él viera a ella y así no separarse jamás. Pero eso sabía, en su interior, no era posible. Julián nunca le dijo nada. Sólo se dedicaba, cada vez, a cavar un hoyo más profundo para enterrar los cuerpecillos en el patio de la casa sin preguntar nada. No comprendía, pero no preguntaba, era ella la que le importa y no todos los demás. En alguna ocasión, mientras estaban acostados, en la que fue la reamara de Carlos, a mitad de la noche, vieron a través de la ventana del cuarto, cómo después de enterrados un par de gemelos, con el cuerpo pegado, trataban de salir cortándose paso entre la superficie. Cuando Julián salió a revisar no encontró nada de extraño, pegó la oreja sobre la tumba improvisada de tierra y escuchó como ésta timbraba desde su interior, entonces regresó adentro y se durmió sin pronunciar nada. Las pocas veces que Elena hablaba con Julián era para hablar sobre eso “Me hablan” decía sin que él le contestase ni contase nada.
Pasaron los años y el tiempo le fue comiendo esas reminiscencias del pasado, empezó a sentir como las fuerzas se le iban y con ellas las ganas de seguir ocultándose en los rincones de la casa. Fue éste motivo el que suscitó que la última vez que se embarazó, no tuviera los nervios suficientes para desechar al crío. A medida que el vientre se le abultaba sentía que esta ocasión el embrión se le sujetaba dentro de sus entrañas, podía sentir como el feto se le ahorcaba entre las tripas aferrándose a no ser expulsado. Julián sólo se dedicaba a cuidarla, sin decir nada. Fueron estos nueve meses en los que Elena perdió la intensidad de vivir, ya no salía a tomar el aire fresco de las tardes ni tampoco esperaba a que regresase Julián para abrazarlo, deslizaba su vida esperando recostada todo el día sobre la cama.
VII
De todas las mariposas que había en el pequeño jardincito del patio era esa de alas amarillas con el contorno negro la que más le cautivaba. Con la vista pegada a la pupa por ver al nacimiento, ella misma, optó por ayudar a cortar la crisálida con sus propias uñas llenándose los dedos de una plasta babosa de seda bañada en harina blanca. Al principio vio como de una tirita de algodón verdoso se extendían dos hojitas que, poco a poco, y al extenderse se convirtieron en alas coloreadas con una pintura amarilla y el contorno en negro. Y, así, la había estado siguiendo durante toda la mañana, olvidándose de todo lo demás, ni siquiera le dio valor cuando su padre, de quien tenía un vago recuerdo, regresó y trató de envolverla entre sus brazos sudorosos, ella sólo lo echaba de sí para contemplar el vuelo del insecto. Ni siquiera se distrajo cuando escuchó algunos gritos dentro de la casa y minutos después no le dio importancia el ver salir a su madre de la mano de Pedro, el hombre que las visitaba desde que su padre se fue. No era la primera vez que esto sucedía, a veces su madre se iba con aquel hombre y no regresaba por días. Esta vez sólo los vio de reojo, sin tomarse la necesidad de voltear plenamente. Prefirió seguir el curso de aquella palomilla. Los colores le relumbraban en la cara cegándola por ratos. Después vio salir a su padre bamboleándose con una maleta en mano. Ella siguió la vista en la mariposa.
El insecto anduvo deambulando un rato por el jardín dando vueltas girando en anillos, posándose en la nariz de Elena. Al ver un racimo de flores más apetitosas, que la nariz de la pequeña, la polilla se abalanzó sobre ellas. Elena, colérica, de un manotazo la dejó caer al suelo. La aplastó con sus pies descalzos hasta hacerla confundiese con la remolacha de tierra, se metió dentro de la casa y se tiró en el suelo a dormir.
A la mañana siguiente regresó al jardín pero no encontró rastro alguno de insectos. A los dos días que su madre no llegó a casa supo que ya no la volvería a ver. Esperó a su padre por dos semanas hasta que regresó con una mujer que lo traía empujando en una silla de ruedas. Le pareció verlo indefenso, se veía incluso más pequeño que ella, como un animalito desamparado, tímido, doblado sobre sí mismo.
Luego que la mujer aquella se hubo marchado, su padre la había hecho mudar las cosas del segundo piso hacia los cuartos de la primera planta. Para la niña esto fue un martirio, no porque las cosas pesaran pues las instrucciones de su padre era sólo bajar lo necesario, sin contar las camas, roperos, cajones de ropa, etc., sino porque la mirada y gritos de su padre se habían vuelto intolerables: en esos instantes prefirió quedarse sola como en días anteriores.
Una vez instalados abajo, las cosas fueron peores, la mujer que había traído al principio regresó; lo visitaba una vez a la semana, se metían al cuarto y los oía retozar como cerdos nadando en estiércol. A veces pegaba la oreja en el lado del cuarto y escuchaba el jadeo estropajoso de ella y luego la veía salir del cuarto con un olor a pescado descompuesto. Al paso de un tiempo supo que la mujer se llamaba Lorena y supo también que no la quería porque según ella era el era el vivo reflejo de su madre. Pero Elena le llegó a tomar gran cariño, sobre todo cuando trajo consigo a Julián. La primera vez que lo vio él estaba acurrucado, como contenido por algún empaque, ahí, en la puerta contigua a su recamara observando a Carlos y Lorena por la rendija de la puerta, tal y como ella lo hacía de vez en cuando. Le pareció maravilloso. Su color moreno reflejaba la luz tenue de la luna que entraba por la rendija de la cocina, ese reflejo cegó a Elena. Fue un instante y luego lo llevó consigo a su cuarto lo arropó entre sus brazos y se dejó llevar por las naves del sueño. Cuando despertó le vio una cara babosa, le limpió la mucosidad del rostro y vio como se le iluminaba, esta vez, por los rayos del sol que entraban por la ventana. Le recordó aquella mariposa que había aplastado.
De ahí en adelante fue como un cofradía de dos. Ella siempre iba adelante. El atrás. Aunque a veces en todo el día ella no se molestaba siquiera en voltear, sabía que la presencia de él siempre estaría ahí. Fueron varios días que estuvo feliz hasta que su padre mandó a Julián a dormir al segundo piso. En las noches ella con cuidado arrastraba, sin hacer ruido, una silla de las tres que tenían en la cocina. La colocaba en el centro de su recamara, le ponía un caja de cartón y subía sobre la torre para poder pegar la oreja al techo. A veces se le figuraba escuchar arañar la cubierta y se imaginaba que Julián hacía lo mismo que ella y las dos orejas estaba en el mismo lugar divididos por una simple plancha de madera.
Una noche que Elena había estado colocando la caja de cartón como todos los días una mano la tomó en brazos y la sacó fuera de la habitación. Ella ni siquiera protestó la osadía. Sólo al llegar a un cuartucho de un lugar que no sabía donde se encontraba pudo ver a Lorena recostándola sobre la cama diciendo “La niña tiene quince y es tuya por seiscientos pesos” entonces no supo más, cada noche era lo mismo soportar el sopor de un cuerpo huesudo, lleno de grasa con olor a tierra, sudor, comida, ladrillo, carne con grasa, ropa sin lavar, cebolla, ajo o cualquier cosa que para ella resultaba repugnante. Pero no importaba, mientras pensara en Julián nada más le importaba.
Con el paso de los cuerpos el asco fue terminándose y con ello el recuerdo de Julián. Arturo, el hombre con que la había llevado Lorena el día que la sacó de su casa, se portaba bastante bien. No era mucho más grande que ella si acaso le ganaba por una escasa quinteta de años. En las noches después de abrir las piernas para seis siete u ocho cuerpos llegaba él y la abrasaba y le daba un beso en la mejilla, “Te amo le había dicho el” ella no conocía con exactitud el significado de esas tres palabras pero se sentía agraciada cuando el calor de la boca de él le llegaba hasta los pelillos del oído. Por Arturo llegó a sentir mucho cariño. Al grado de pensar que lo de Julián lo había tomado como algo pasajero, esto era su realidad.
VIII
Un sudor frió comenzó a sacudir aquel bulto encorvado por los dolores. Varios espasmos de miedo se le asomaban por entre los dientes formando una baba pegajosa como la miel. Arrodillado, Julián observaba como aquel cuerpo se estremecía por partes, primero un temblor en la cabeza, seguido por una pelota de miedo acumulada en el cuello que bajaba hasta encorvarle la espalda, hincharse en bola sobre el vientre y terminaba en las piernas a medio acabar. Le pareció ver en aquella corpulencia como el cabello sudaba y entre los labios se le desprendían pedazos de lengua seca del tamaño de una cáscara de naranja; una y otra vez el trozo era sacado de la boca, para secarse, introducirse para remojarse y vuelta afuera para iniciar el mecánico movimiento. La vista inquieta del muchacho fue interrumpida por el tono sosegado de Carlos:
—Anda hijo dame un poco de agua. Agua es lo que me hace falta, no es nada de cuidado —indicó el enfermo tratando de invalidar la flaqueza temblorosa de su voz.
—Lo que usted diga —contestó Julián, como siempre, hablándole de tú y continuó—: Pero creo que es mejor que venga ella, está usted muy mal…
—No, no te preocupes hijo, es una simple dolencia son esas malditas ganas de morirme, estas piernas que, aunque ya no las tenga, no me dejan de joder. Pero, anda dame un poco de agua y llévame a mi cuarto. Ya verás que ahí se me calma esta temblorina.
Una niebla oscura comenzó a expirar del cuerpo; la falta de higiene de Carlos había provocado que su organismo se inundara de una suerte de capa oscura, lo que provocó exhalar esta transpiración apenas la fiebre fue en aumento y terminó por abrirle los poros. Julián negando con la cabeza lo tomó en sus brazos y llevó a su cuarto. Apenas había recostado sobre la cama la plasta de carne, la humanidad del lisiado comenzó a sudar copiosamente, formando una especie de seborrea espesa y grasosa que no tardó en empantanar el lecho. Julián, parado a un costado, abrió la pequeña ventana en espera de que el frió de la tarde despejara lo caliente del cuarto. El aire entraba, daba varias vueltas dentro del cuartucho, removía el olor a sebo desparramado del cuerpo del paralítico e impregnaba las paredes dejando a Carlos, antes sudoroso, seco y pegajoso.
—Es mejor que lo lleve arriba, haya estará más fresco —dictó Julián mientras raspaba de las paredes el sebo y lo untaba entre sus dedos.
—No hijo, agua, necesito agua —Le contestó el aquejado.
—Agua sí, pero necesita usted aire un aire limpio no como el de aquí, no ve como ha empezado a…, arriba estará usted mejor.
—No hijo agua, dame agua. ¿No ves que me seco?
Sin responderle, el muchacho, haciendo caso omiso, trató de tomar entre sus brazos de nuevo al paralítico, pero éste se le resbaló varias veces. Sin vacilar, escurrió el cuerpo con la sabana y logró cargarlo como si fuera un pequeño feto. Le pareció desabrigado. Incluso mucho más pequeño de lo que debería ser una figura paterna, quizá por eso nunca lo llamó padre o quizá porque aún recordaba lo vivido años anteriores.
—A donde me llevas hijo, déjame aquí, —inquirió el tullido, apenas articulando palabra—. Agua hijo lo que ocupo es agua.
—Lo llevaré arriba, allá entra más aire. Le hará bien. Mientras, yo iré por Lorena.
El paralítico no pudo contestarle, su cabeza cayó en medio de un letárgico sueño.
Julián no batalló en llevar aquella corpulencia vacía hasta el cuarto que él mismo había ocupado en años pasados y que ya no visitaba desde que sus padres adoptivos lo aceptaron y él los aceptó a ellos. Depositó al enfermo en la cama y salió del cuarto en busca de conseguir el agua. Cuando regresó, Carlos estaba completamente dormido. Puso el vaso de agua en el buró. Apagó la luz del cuarto y salió apresuradamente hasta la calle.
Al salir de su casa y después de caminar varios minutos, le pareció encontrar todo muy diferente a como lo recordaba. Pocas veces había marchado más allá de la esquina de la calle. A excepción de cuando Carlos se enfermaba y Lorena lo tenía que llevar consigo al trabajo eran contadas las ocasiones en que ponía un pie fuera; en realidad no lo necesitaba pues había aprendido a vivir en un espacio reducido dejando adentrar sus pensamientos por dentro de sí. Las calles que él recordaba con charcos de lodo ahora eran formadas por grandes amalgamas gruesas de cemento. Las casas de cartón ahora eran adobes, ladrillos y bloques de cemento. Caminó como guiado por una corazonada dejándose regir por los recuerdos y no por lo que veía u oía. A pesar de ello no debería contar con problemas, recordaba que para llegar con Lorena primero tenía que doblar en la saliente hasta encontrar el basurero, después caminar en línea recta y unos diez o veinte minutos después del basurero estaban varias calles, las luces de los faroles, la mole de gente que nada tenían que buscar en él y luego rondar entre las pequeñas callejuelas, a dar vueltas en ellas como un rebaño hasta que Lorena lo viera y le hablase. El basurero no había desaparecido, eso lo tranquilizó.
Caminó derecho sin vacilar hasta toparse con las calles paralelas. Al llegar a una esquina contó con suerte, vio a Lorena parada frente a un farol. Hablo con ella sobre lo que le sucedía a Carlos. “Son esas malditas piernas” dijo ella con el consentimiento afirmativo de Julián. Luego se retiró para conversar con un hombre que estaba fumando en la esquina de la calle, hablando con otra persona que estaba dentro de un carro.
Al regresar le dijo: “Mira hijo, yo no puedo ir pero, estoy segura que son esas piernas. Nunca lo han dejado en paz. Mira te llevas este dinero —volteando a los lados colocó un fajo de billetes en la mano del chico, mismo que éste guardo en la bolsa de la camisa—.Con esto vas a la farmacia y… Dile a tu padre, a Carlos, que quise ir, pero que no puedo porque se me va a ir un cliente grande, ya él sabrá”. Le indicó el camino de regreso recalcándole que no debía desviarse, que los caminos habían cambiado y que se podría perder. A cada petición de la mujer Julián sólo asentía con la cabeza.
Se encaminó a la farmacia por las medicinas. Antes de doblar en la esquina vio como el hombre con quien momentos antes había dialogado Lorena le recriminaba algo. Trató de regresar, pero algo más fuerte que el deseo de intervenir en la riña de su matrona lo contuvo de desviar sus pasos.
Fue entonces cuando la vio. Era ella, Elena, parada debajo de una luz que la bañaba de arriba abajo: El cabello negro; lacio redondo hasta los hombros, con unos ojos grandes, y unos labios capaces de soportar el calor de un horno. El día que Elena se marcho sin decirle nada, un gran abandono inundó su corazón. Durante las sesiones en que se escondía en el cuarto de arriba de la casa había pensado que ella se había convertido en un ángel y que él estaba condenado a cargar con una vida llena de olvidos, y así en esas omisiones había sido él mismo quien había escondido en sus indiferencias, por tantos años, a Elena pensando que era un sueño. Ahora sentía que el cielo debía de sentir ese avergonzamiento por haberla convertido, de nuevo, en mortal.
Caminó como siguiendo un rastro hasta quedar detrás. Ella cuando se percató de la presencia de él no hizo sino tomarlo de la mano y conducirlo por entre varios angostillas calles oscuras. Luego le soltó la mano. Ella guió el camino y él la siguió sin replicar, como un cordero detrás de su madre. Ahora estaba seguro que era ella. Julián recordó que cuando chicos no necesitaban de palabras para decirse que se necesitaban. Al final del oscuro pasillo se introdujeron en una pequeña habitación. Ella cerró con llave por dentro desvistiéndose rápidamente sin pronunciar palabra alguna. Él sintió vergüenza.
Fueron horas de aprendizaje donde su inexperiencia dejó amarse por ella. Durante toda esa noche deseaba explorar cada rincón iracundo de ese aroma que terminaba por ahogarlo, más nunca intentó moverse; rígido cual hiedra echó raíces en sus muslos aprendiendo a dejarse llevar por el tiempo sin duración. A ella no le importaba que él no supiese quererla. Por esos instantes el placer carnal sustituyó al afecto, y los excesos de la carne terminaron por dominar aquellas primeras horas. Los dos cuerpos danzaban de lugar a lugar en algo que acabó por convertirse en la alabanza a la degradación del amor. Sin embargo, todo fue valido esa noche, los dos cuepos sabían que para llegar a sentir la disolvencia de los cuerpos en una trinidad con Dios era necesario seducir y deslizarse por la vida de las masas pecaminosas, era necesario cruzar el puente de la blasfemia de los cuerpos aunque en el camino el puente se resquebrajara y quedaran atrapados en medio, sin poder saltar hacia atras o hacia adelante; era necesario brindar los cuerpos con alegría plácida y la dulce voluptuosidad de la carne para sí, para los otros y para todos, que se llenase el mundo de cosas mundanas que de ellas ha sido creado, era necesario todo esto antes de brindarlos a una omnipotencia que sólo reclama amor para sí mismo.
El amanecer los tomó por sorpresa. Ella durmió durante toda la mañana y parte de la tarde. Él la había esperado despierto disfrutando cada movimiento a realizar durante la noche. Así, dedicaron tres días completos a quererse sin hablar. Durante las tres noches los dos esperaban sentir ese algo más pero esto no sucedió. A la mañana del tercer día cuando Elena regresó con un poco de comida encontró a Julián dormido. Le besó en la mejilla y le susurró unas palabras al oído: “yo también te…, espérame” Julián despertó y ella se alejó de él saliendo por la puerta. Él se dedico a aceptar la huida de ella. Se habían dicho, a lo largo de esos tres días, todo con el clamor de los cuerpos.
Horas después, Julián salió del cuarto. Regresó a casa de Carlos. Al llegar Trató de abrir la puerta de un empujón pero no tuvo suerte en el primer intento. Recordó que traía la llave. Un olor fétido le inundó los sentidos, retornándolo a la realidad, era bastante parecido al tufillo que se desprendía del antiguo basurero cuando se quemaban en él las montañas de basura y comida descompuesta. No tardo en acostumbrarse al hedor. Recorrió los cuartos del primer piso. Llegó al fondo del pasillo y subió las escaleras. Al entrar al cuarto, en la cama yacía el cuerpo descompuesto de Carlos: durante su estancia con Elena lo había tenido olvidado, no le dio importancia.
La misma noche que Julián recorrió las calles del centro de la ciudad en busca de Lorena Carlos había muerto en un intento desesperado por alcanzar un vaso de agua. El sudor le había secado el cuerpo y el polvo acumulado en la recamara, por pasar varios años sin limpieza, se había acopiado en las fosas nasales del paralítico. Ambos ingredientes le habían escurrido la garganta hasta obstruirle el paso del aire y con un calor sofocado había tratado de arrastrarse por entre la cama hasta llegar al vaso puesto en el buró sin lograrlo. El hombre, desesperado se estiró hasta reventarse cada una de la venas del cuerpo dejando sobre la cama un mechón de piel, venas y huesos reventados. Ese mismo día, a pesar que su dermis contaba con un color ocre más parecido a un mulato que a un criollo, el cuerpo se le puso rosado brindándole un aspecto de gallardo español rebozante en vida. Por la madrugada este aspecto fue perdiéndose cuando la complexión comenzó a hincharse como animal en rastro. Al clarear la tarde del segundo día, debido a la inatención, el cuerpo se infestó de gusanos. Al principio fueron sólo algunos, pero con el paso de las horas, un calor que intuye a la procreación y con una abundante alimentación de chuletas podridas terminaron por multiplicarse rápidamente hasta que, con voraz apetito, acabaron por comer todo dentro de la bolsa de alimento, dejando la morfología hueca, sin ninguna hebrilla de carne; acabada ésta se introdujeron en los orificio de los huesos rotos concluyendo con el sabor dulcesón del tuétano. Una vez terminado éste derruyeron el esqueleto, huesos, dientes, sesos, ojos, vísceras, parásitos y demás. Desde dentro del cuerpo los gusanos jalaban los pelos dejando la masa lisa y fuera de cualquier imperfección, lo único que no engulleron fue la piel como si ésta les pudiese servir de hogar mientras reposaban aquel banquete. Del cuerpo del paralítico no quedó nada: ni carne, ni uñas, ni dientes, ni ojos, ni restos de huesos, ni tejido de nada, dejando una especie de costal contenedora de gusanos.
La bolsa de piel los había aprisionado de tal forma, atestándolos de calor, que habían decidió tomar aquel cuerpo como si fuese su hogar. Cada animalejo de los miles que navegaban a través de la bolsa de piel buscaba defender su espacio. Como si estuvieran provistos de conciencia, a los bichos les era imposible el reventar a mordidas su actual residencia por temor de tener que buscar una nueva. Esto fluctuó en que una vez acabado con aquel ser humano terminaron por comerse unos a otros, tratando de defender su territorio, para luego comer sus propios excrementos y seguir su subsistencia. Esto terminó por recaer que los gusanos acrecentaran más su peso y volumen y con esto nuevos inquilinos llegaban pues si antes un gusano podía procrear cien o doscientos ejemplares por parida ahora estos fenómenos híbridos brindaban por parto cinco o seis mil ejemplares y cada uno mayor que el anterior. La piel se inchó tanto que se tornó de un color transparente. La turgencia fue tan rápida y esporádica que la poca vestimenta con que contaba Carlos terminó por reventarse, desperdigándose pantalón y camisa a dos metros de distancia de la charcona cama. Los trozos remendados que tenia por piernas le engordaron al grado de que parecía contar nuevamente con ellas. El cuerpo ahora parecía una especie de buba repleta de anélidos, se observaban navegando a través de él en busca de conquistar nuevos parajes para habitar dentro de la bolsa de piel.
La mañana antes de que fuera descubierto por Julián, el cuerpo no pudo contener más y terminó por ahogar a la mayoría de sus inquilinos. Cuando éstos empezaron a morir por no poder salir de aquella bolsa un olor a carne podrida empezó a llenar el aire de un espesor que era casi palpable sentir aquella putrefacción. Fue por eso que cuando Julián lo observó estuvo dudando un instante sobre si era o no el cuerpo de aquel cojo que lo había criado desde pequeño, y por el que ahora recordaba que sólo sentía asco, y después si en realidad estaba muerto pues del paralítico aún salía por la boca una especie de vapor que solo resuellan los vivos. No dudo en tocarlo para saber si aquella bolsa de carne transparente correspondía a la piel rasposa del cojo. Estuvo palpando el cadáver por varios minutos en espera de descubrir la misma sensación de asco que cuando niño le había producido. Le pareció extraño el manipular una piel tan suave, mantecosa. Por un instante se dejó llevar por los recuerdos y por el sentimiento que profesaba por Elena. En breves instantes recayó a la realidad y se apartó un tanto del inmundillo para verlo en plenitud. No le pareció tan asqueroso el observar de lejos la magnitud de aquel hombre. Incluso le pareció más asqueroso el recordarlo con vida sudando copiosamente sobre el cuerpo de la puta, que lo llamaba hijo, que el ahora, cuerpo descompuesto, hinchado, casi transparente de aquel maloliente. Sí era él. Después de reconocerlo pegó su rostro al del paralítico le vio unos ojos huecos tapados por dos corchos de telarañas sedosas, ya no volvió a sentir el vapor que antes expedía el hocico del cerdo. Julián se tomó el rostro con las dos manos, una lágrima se quiso asomar por sus ojos pero al recordar la imagen viva de Elena el cuerpo aquel no tuvo la mayor importancia. Al principio anduvo embrollando las ideas sin saber qué hacer. Pensó en arrastrarlo hasta el patio jalándolo de una mano pero el cuerpo, inconsistente como la gelatina se resistía a bajar de la cama estaba incluso más grasoso que días anteriores cuando intentaba subirlo al segundo piso. Tomó una sabana y trató de limpiarlo. A cada tallón con la tela una nueva espesura grasosa cubría de nuevo el bulto. Pesaba más de lo normal. Tendió una cobija en el suelo a la espera de recibir el cuerpo desahogado. Lo tomaba de las manos para jalarlo pero se le resbalaba apenas recitaba un poco de fuerza. Era como tocar una bolsa agujereada con manteca derretida dentro de ella. Lo tomó del cabello tratando de aventar la masa de nuevo al piso quedándose con los pocos cabellos que se habían salvado de ser engullidos por las lombrices. Subió a la cama con el cuerpo abultado lo pegó junto al suyo, sintiendo una extraña sensación al moverse aquellos animalejos por entre la talega de carne. Con los cuerpos juntos, formando una trenza, Julián empezó a girar hacia los lados para darle movilidad al cuerpo; en uno de esos intentos Carlos escupió varios gusanos sobre la oreja de Julián. Integrando una especie de balanza, los dos cuerpos cayeron al suelo. El de Carlos se reventó separando sus carnes en dos partes. Una alfombra de gusanos cubrió el suelo de la habitación. Julián se levantó y empezó a cerrar el cuerpo de Carlos nuevamente, aprisionando una gran cantidad de orugas, mientras éste despedía una pus amarillenta por entre todos los poros de la piel. Volteó a ver el suelo y le pareció que podría limpiar el reguero después. Debería dejarlo bien limpio pues ese sería el cuarto que había escogido para traer de vuelta a Elena. Enredó el cuerpo en varias capas de cobijas y lo arrastró por todo el cuarto, dando vueltas con el envoltorio para limpiar el regato de gusanos, los animalejos, en su mayoría muertos, se pegaban entre las cobijas. Julián sintió como una fiebre comenzó a plagarle el cuerpo de secreciones. Pudo escuchar cómo la voz de Carlos salía entre las cobijas “Lorena no te va a perdonar hijo, si me hubieras dado agua, sólo agua. Adonde me llevas. Quiero estar, hijo, con mis recuerdos, déjame aquí”. La frente le sudaba considerablemente, mientras jalaba el cuerpo para salir del cuarto y para después llevarlo por el pasillo arrastrándolo por la escalera. A medida que bajaba cada escalón el saco se hacia más pesado como aferrándose a permanecer arriba, con esfuerzo y ya sin fuerzas pasó la talega por la sala, y la llevó hasta el patio, dejando una mancha ambarina en el suelo y un camino de larvas detrás de ella. Le pareció extraño como una silueta de lo que antes fue un axioma humano, tan pequeño y enclenque podría contener tal cantidad de bichos. Al salir al patio depositó el envoltijo cerca de la vieja fosa, se limpió el sudor de la frente dejando una nube en ella y se dejó caer al suelo para descansar. No tardó en ahuyentar a los perros que, guiados por el putrefacto olor, trataban de abrir la cobija. Después de varios intentos por apartar a los animales del cuerpo terminó por abrir él mismo la funda. Dejó, por un rato, a los cachorros para que se dieran un agasajo mientras iba adentro de la casa. Al regresar traía un bote con aceite de cocina y unos fósforos. Roció lo que quedaba del cuerpo con el líquido de comer no importándole si éste caía en los perros. Tiró la botella lejos y aventó un fósforo sobre las tiras que aún quedaban de Carlos. El fuego no tardó en consumir los andrajos del paralítico. Algunos perros fueron alcanzados por la efusión aventándose al suelo tratando de apagarse el ardor. Julián se dejó caer, de nuevo, sobre el suelo. Aquella tarea de bajar el bulto prenderlo y ahuyentar los animales le dio sueño, recargó la cabeza en una roca que utilizó de almohada y durmió por varias horas recorriendo las imágenes en sueños de infancia, en alusiones que habían desaparecido de niño para volver ahora aun con más fuerza.
Cuando despertó lo primero que vio fue un cachorro relamiéndose la macilla que se le había formado entre los dientes, por la carne. En el suelo quedaban los restos negruscos del cuerpo quemado del paralítico. Con las manos aventó tierra sobre las cenizas humeantes, sobre la mirada logrera del can, consiguiendo apagar el fuego. Hizo, sobre los desperdicios, un pequeño montecito de tierra que se disolvía por una racha de aire. Varias veces intento cubrir la mácula con tierra que iba siendo quitada cada vez por una ráfaga de viento mayor que la anterior. Trató de cubrirla, también, con agua pero ésta era tragada por el suelo y la tilde quedaba impregnada sobre la superficie. “Ya la borrará el tiempo” dijo Julián mientras ponía atención a los gritos de Lorena que acababa de llegar.
Lorena había regresado antes de lo previsto, la preocupación por Carlos le remordió la conciencia aun sobre el dinero que podía ganar con aquel cliente que había conseguido para su hijastra y mismo que perdió porque no sabía donde podía encontrarla. Estuvo preguntando varios días por ella en toda la zona. Ya otras veces se había ausentado pero no tardaba en regresar. No esta vez, esta vez sabía que era diferente, sabía que por algún motivo el abandono era, quizá, para siempre. Pero no le importaba pues por fin tenía el dinero suficiente para vivir en paz ella, Carlos, Julián, que importaba ya aquella bastarda, que se largara si quería. Ellos tres serian una familia, se decía mientras esperaba que le abrieran la puerta de su casa, “Será, como cuando era pequeña y mi madre nos contaba cuentos y mi padre nos regañaba por ir a hurtadillas a buscar huevos de arañas por las noches… Sólo que esta vez será mejor” se decía, esta sería de ella y sólo de ella. Sin preocupaciones de nada, lejos de las habladurías de la gente, lejos de todo y de todos, de los ronquidos, de los pleitos, de todos los días en los bares, del lidiar con la malparida hija de Carlos, sin preocuparse por nada más que el atender a su hijo y su esposo. Los pensamientos se podían acariciar como una hoja seca rodando en el aire, cuando parada frente a la puerta recordó que traía llave de la casa. Los recuerdos le habían consumido la capacidad de razonar, incluso que se encontraba en su propia casa y debía de contar con llaves. Abrió la puerta y entró en la casa viendo el reguero de gusanos en el piso.
“Julián —comenzó a gritar con fuerza, le dieron ganas de vomitar pero se tuvo que contener para no regar aún más el piso de la casa—, qué paso aquí.” “nada” fueron las últimas palabras que escuchó decir cuando un golpe seco le arrancó parte de la cabeza de un solo tajo. Después, Julián, sólo la arrastró hacia el patio y la acomodó sobre la tumba de Carlos mientras realizaba un segundo hueco.
Los gritos de la mujer, aún con vida, se ahogaban resoplando con el rostro pegado a la tierra. Dentro del agujero de cuatro paredes, los brazos de Julián se notaban cansados y regordetes. Por cada excavada con la pala la tierra le devolvía la misma cantidad hacia abajo. Salió del hueco y aventó a la mujer dentro. Las piernas quedaron de fuera, aún pataleaba en un afán desesperado de aferrarse a la vida. Le dio flojera volver a sacar el cuerpo y excavar como lo había hecho durante toda la noche, para que cupiese. En cambio, dio un par de golpazos con el filo de la pala destrozándole las piernas a la mujer. Antes de cubrir el hueco con tierra trajo varios montones de piedras que cargaba con dificultad y arrojó la más grande sobre lo que suponía era la cara de Lorena. El crujir de los huesos tronados expidió un bramido que le pareció escuchar de nuevo los acurrucos con que lo recibía todas las noches al regresar del trabajo. Ella no opuso resistencia contra el peso de las piedras y terminó por quebrársele cada rincón del cuerpo. Una vez que lo cubrió, finalizó por recostarse sobre el montón de barro. Sintió como la montaña palpitaba como si tuviera corazón. Volteó hacia el cielo, ya casi amanecía y Elena podría venir en cualquier momento. No debía de encontrarlo en ese estado. Durante ese día y la noche ulterior los gritos interiores de Julián no cesaron por cada rincón de la casa. Se abrigó por todos los rincones sin encontrar apaciguar los dolores. El cansancio de cargar con aquel par de bultos lo había agotado. Logró dormir para no despertar hasta la tarde del siguiente día.
Cuando despertó los pensamientos de Elena le rescrebajaban la mente como navajas de rasurar. Ya no habría nada que los separara, nada, y ella sería para el solo. Jamás la volvería a compartir con nadie. Esto le hizo recordar que además de su llegada tenía otro motivo para sentirse nervioso: las flores que tanto le gustaban a Elena cuando era pequeña no estaban más. Se puso de pie y salió al patio de la casa a realizar surcos con las manos y pies. Regresó dentro, a la cocina, hurgó entre los botecillos donde Lorena guardaba las semillas encontró varios sobres con pepitas de flores de girasol, crisantemos, rosas y huele de noche; tomó un montón de cada una y las guardó en los bolsillos del pantalón. Regresó al patio. Esparció las llanuras con los dedos de los pies, los roció con agua del cántaro y los tendió con semillas de flor, después las cubrió de nuevo con la tierra y las volvió a regar. Cuando regresó de nuevo a la casa Elena yacía dormida en el sillón de la sala. No la despertó sólo la dejo dormir y él se echó a un lado a esperar mientras se limaba el lodo de los pies.
IX
Con una maleta bajo el brazo y una cojera insoportable había regresado a casa, después de un viaje de cuatro años, para estar cinco minutos en ella y después demolerse sobre la barra de una cantina cualquiera. Cuatro años atrás se propuso emprender la travesía por todo el país en espera de aglomerar riquezas y terminar la casa que le habían regalado sus padres cuando se caso con Martha. Al principio, pensó ganar algo de plata vendiendo estampitas afuera de las catedrales del país. Fue en Pachuca después de haber recorrido más de la mitad de la nación cuando se dio cuenta que eso no le dejaría una buena remuneración económica. Para entonces había ya trabado amistad con José un guatemalteco dedicado a robar pequeños establecimientos: uno en cada ciudad para que la policía no le siguiera el rastro. Los robaba con pistola en mano y después huía como polizonte en los trenes que van de sur a norte; después, al llegar a la frontera norte regresaba igualmente en tren hasta llegar al límite con Guatemala, para regresar a su casa. Así era cada año: trabajaba durante nueve meses, que era el tiempo que duraba el recorrido de ida y vuelta en tren, y descansaba durante cuatro o cinco meses dependiendo si en el camino los mismos compañeros no le robaban. Fue ahí, en los ferrocarriles, donde conoció a Carlos y le propuso que se le uniera. Esta vez sería un viaje largo de casi tres años, pues pretendía ganar dinero para no regresar por un año completo. Carlos, al principio, dudó en aceptar pero con el paso de los días y viendo que José tenía dinero y mujeres para satisfacer un harén, se vio convencido. No por las mujeres según se decía él, en las noches, sino por el dinero que era para terminar su casa. Esperaba juntar un millón de pesos y depositar el dinero en el banco en una cuenta que igual serviría de patrimonio para su hija de seis años, Elena.
Los primeros asaltos fueron fáciles: uno por aquí otro por allá, así pasaron dos años, sin la mayor vicisitud que una o dos personas golpeadas o el salir despavoridos frente a los disparos al aire de una escopeta. Sin embrago, a medida que ganaban más y más dinero y el maletín, que antes servía para guardar las litografías de santitos, se llenaba de dinero, Carlos se sintió poderoso. Las borracheras iban en aumento: a veces se pasaba varios días bebiendo, enredado con dos o tres prostitutas para después salir a realizar los trabajos. Esto le fue cansando a José que si bien hacía lo mismo nunca anteponía el placer al trabajo. “El deber es el deber —decía—, y yo cuando trabajo no bebo, mi hermano” No así Carlos que a cada provocación arrancaba con furia el grifo de la botella.
Fue en el recorrido de regreso, casi al llegar a la ciudad de México, cuando Carlos se dio cuenta que José se había largado con su dinero y él no contaba con suficiente efectivo ni para regresar a casa. No le dio importancia: daría un golpe más, uno grande, y se iría a casa con su mujer y su hija. Eran ya varios meses en los que ni siquiera le telegrafiaba palabra alguna y seguro lo extrañarían. Decidió atracar una pequeña tienda. No podía fallar. Sólo contaba con una maleta y una pistola sin balas. Recorrió las avenidas en busca de un buen lugar. Encontró un pequeño establecimiento entre una calle por donde transitaba el transporte público. Estuvo prestando atención, por horas, afuera de la tienda sin observar nada extraño. Lo mismo de siempre: un anciano la atendía y la afluencia de gente no era mucha, sería un trabajo fácil. José siempre era el encargado de escoger la tienda pero Carlos había puesto suficiente atención como para saber que siempre escogía tiendas pequeñas con encargados viejos “A los viejos ya no les importa el dinero, son como bueyes mansos en espera de algo, lo que ellos quieren es sentir emociones y nosotros les damos una, que más les da a ellos unos cuantos pesos” le había escuchado decir en diferentes ocasiones. Esperó hasta que el sol empezó a caer. Se acercó a la tienda. Entró mientras el anciano lo recibía con una sonrisa. Paso sin saludar hasta el fondo del pasillo. Estuvo parado frente a los congeladores como buscando algo, el vidrio se empañó. Un jadeo lento y un arrastrar de pies se acercaban a él. Se puso nervioso. Volteó hacia atrás y vio al veterano con una sonrisa distorsionada por las arrugas de la vejez. Le miró detenidamente: los labios estaban llenos de bolsitas reventadas, en vez de labios vio una especie de postilla viva “Se le ofrece algo joven” Dijo el viejo como si hablara para sí. Carlos negó con la cabeza, tratando de mostrar indiferencia a la aversión que había sentido “Bueno aquí estamos para lo que se le ofrezca, si ocupa algo me avisa…” irrumpió de nuevo el octogenario en sus pensamientos, mientras se retiraba detrás del mostrador arrastrando los pies. No hubo llegado a mitad del camino cuando recibió un golpe en la nuca, con la cacha de la pistola, que lo dejó desmayado. Saltando al cuerpo inerme, Carlos llegó hasta el mostrador y abrió la caja registradora que contenía el dinero. Se impresionó de ver tal cantidad de efectivo para una tienda tan pequeña. Del fondo del cajón otro pequeño apartamento guardaba una bolsa con enervantes, pastillas, bolsitas quemadas en su punta y tres cartuchos de hierba de un color verde azulado, aventó la bolsa y guardó el dinero en los bolsillos del maletín mientras, por la desesperación, varios billetes caían detrás del mostrador, sobre el anciano, que empezaba a lanzar quejas ahogadas en botones de dolor. Apenas hubo dejado limpia la caja, rodeó el bulto no sin antes propinarle un puntapié en las costillas. Antes de salir se detuvo en la puerta y recordó los billetes que se le habían caído. Volteó sobre el vetusto y alcanzo a ver dos billetes sobre la nuca. Dudo un momento. Terminó por regresar arrebatándolos de entre el pelo canurcio. Sintió una mordedura en la pierna. Con pistola en mano le golpeó la frente, el viejo lo soltó y Carlos salió de la tienda rengueando. El corazón le latía como una trucha fuera del agua, imaginó que se le iba a reventar. El pecho se le convirtió en un alfiletero que recibía piquetes sin descanso. Con dificultad, en la esquina de la acera paró un taxi de sitio, subió a él y pronuncio un par de palabras inconexas.
Cuando despertó estaba ya con la mejilla pegada al respaldo de una cama, bastante cómoda, con el maletín aferrado a sus brazos. Dio un vistazo por el cuarto y le pareció reconocer el lugar. Las cortinas verdes, el piso de cemento mal emparejado, la cama blanda y ese olor a bollos de pan. Había regresado a la vecindad donde Juan y él habían vivido meses atrás, cuando la policía los buscaba por asalto a mano armada. El recuerdo del tendero le vino a la mente. Una sed le inundó la garganta. Sintió que el cuello se le aspiraba por dentro. Trató de levantarse pero un dolor vivo, en una de sus piernas, lo derrumbó. Estuvo en cama por varios días, la fiebre le había roto el cuerpo.
En la vecindad, Ana, la portera del edificio donde Carlos había dado después del incidente de la tienda, le había tomado cariño porque según decía le recordaba a su hijo muerto hacía varios años atrás. En las mañanas le llevaba caldo de pollo que sobraba después de haber repartido la comida entre los demás inquilinos de la vecindad, por la tarde le acarreaba piedras calientes en agua de estafiate para que se lavase las heridas de las piernas. Después de esta operación Carlos quedaba complacido y dormía mientras Ana limpiaba un poco el cuarto y tiraba el agua empuercada de las sulfuraciones. Al cabo de una semana la vecina del cuarto contiguo comenzó a quejarse de los constantes lamentos que se desprendían del interior de la recamara del enfermo. La pierna se le infectó por la mordedura del octogenario. En cierta ocasión la portera estuvo a punto de echarlo del departamento pero sintió compasión. El delirio duró varios meses, a veces lograba ponerse en pie pero sólo por un momento pues éste se le hinchaba y apenas lo apoyaba para dar paso, el suelo se teñía de sangre licuada. Esto le hizo permanecer más tiempo en aquel lugar del que debía. Sin embargo, no le interesaba del todo pues Ana no se había preocupado por cobrarle la renta y, más aún, de cuando en cuando le traía una botella de aguardiente que Carlos aceptaba sin vacilar. A veces, cuando estaba completamente ebrio le daba por hablar solo y emitir historias sobre su presunta riqueza “Tengo dinero suficiente en el maletín para comprar la vecindad” decía frente a la risa de todos, y esto le ardía en la cabeza como chispas de carbón. Cuando esto sucedía entraba a su recamara a gritar vituperios, deambulaba por el cuarto dando vueltas y la mañana siguiente o por varias semanas no podía mantenerse en pie por el malestar. Terminó por emponzoñársele la otra pierna. Después de infectadas ambos extremos cayó de nuevo en reposo durante varias semanas. La comida que le llevaba la portera la recibía en cama tapando sus muslos con una cobija.
Cierto día uno de los niños de la vecindad entró al cuarto cuando se encontraba dormido y vio que en las piernas rondaban queresas de moscas. El rumor corrió por todo el inmueble y la gente inconforme amenazaba con irse del lugar si el nuevo inquilino no se retiraba. Con reminiscencia y frente al asedio de las personas la portera trató de hablar con Carlos para que mostrase las piernas en publico y que viesen que lo suyo no era más que una simple infección que se podía curar con un poco de reposo y antibióticos. Acudió al cuarto en espera de comprobar que lo que había pensado era en efecto lo que recibiría. Lo encontró dormido con una cobija sobre las piernas. Levantó la funda y vio infinidad de bubas de moscas que se le habían impregnado en toda la pierna derecha y gran parte de la otra. Las piernas se notaban de gran tamaño, gordas como trompas de elefante, con pequeñas ronchas grumosas. Ana se asustó y lanzó un pequeño grito para su interior. Aunque sordo, el grito despertó a Carlos que no tardó en notar la presencia de la portera, esta vez con la mirada ya no de dulzura sino de asco
—Hijo veo, que no te has cuidado, mira nada más tus piernas: parecen pulpas —dijo ella con la cobija aún en la mano—. La gente ya empieza a tener miedo —continuó al momento que cubría al enfermo— .No soy yo, pero tu sabes, dicen que estás maldito, que debes irte antes que tu maldición nos alcance. No es que yo quiera pero…
—No se preocupe anita usted sabe que yo la aprecio y que haría cualquier cosa por usted —dijo él mientras se inclinaba con las manos para tomar una posición horizontal y retomar para sí la cobija—. Precisamente estaba pensando en eso sólo quiero pedirle que me deje usted vivir aquí unos días más, sólo unos días y le prometo que después me voy.
—Pues sí, te digo hijo que si por mí fuera, pero no soy yo, son cantidades las que aquí me mandan, no yo —con tono cada vez más elevado.
—Usted tiene maneras, es la dueña. Escuche, en varias ocasiones me ha dicho que me le parezco a su hijo y he pensado que si usted quiere podemos comportarnos así —dijo con un tono de plegaria, implorando que la voz de ella bajase al grado de compasión.
—Mi hijo.
—Sí, sí su hijo usted y yo.
—Pero si yo no tengo hijos.
—Pero, y no fue usted quien me dijo que él había muerto y que yo era igualito…, mierda.
La sonrisa de ella detalló en una mueca áspera que le afirmaba más las arrugas de la cara. A Carlos le pareció que su rostro se le había puesto de piedra. Ella dio vuelta atrás y sin voltear a verle dijo mientras le arrojaba un par de billetes sobre la cama: “Esta tarde te vas”.
Esa misma tarde Carlos salió de la vecindad frente a la mirada de todos los inquilinos. Apenas hubo puesto un pie fuera de su cuarto los vecinos comenzaron a regar el cuarto con aceite de trementina, agua bendita y varias yerbas de olor para ahuyentar los malos espíritus. Con maletín en mano y vestido con la misma ropa con que había llegado a la vecindad hacía casi seis meses Carlos dispuso dejar el lugar. El colocarse los pantalones fue un martirio: a cada estirón, la pierna se le iba amoratando mientras el sufrimiento se engrandecía. Una vez conseguida la proeza, el bajar las escaleras de la vecindad fue toda una plegaria. Tardó en bajar cerca de una hora los treinta y dos escalones con que contaba el inmueble. Nadie le ayudó a descender a pesar de que a cada paso una mancha de plasma y pus escurría debajo de los pantalones. Era como si a cada paso la pierna tomara forma de acordeón y se exprimiese para soltar aquella supuración. Daba un paso y mientras la emulsión corría Carlos esperaba suturar el dolor. Cayó un par de veces tardando bastante tiempo en levantarse frente a la alardea de lo espectadores. Cuando logró bajar los escalones, la pierna se le había secado, mitigando el dolor. Sintió un gran alivio. Salió a la calle sin dolor alguno. Por primera vez en casi dos meses de encierro lograba tocar el aire pútrido de la ciudad. Pidió la parada a un taxi que lo llevó a la central de autobuses. Estaría cerca de su casa en escasos dos días, entonces llegaría y “a disfrutar la vida” había pensado. Eran mas de cuatro años los que habían estado fuera y seguro su mujer e hija lo esperaban con los brazos abiertos. Durante todo el recorrido del camión pudo descansar bastante bien sin preocuparse de la pierna “Si hubiera sabido que lo que necesita era caminar… •” pensaba mientras acariciaba con cierta lascivia el maletín.
Cuando llegó a casa le pareció que el lugar se encontraba exactamente igual a cuando se había ido. Trató de empujar la puerta principal pero estaba cerrada, con el cerrojo puesto por dentro. Dio la vuelta rodeando la casa hasta llegar al patio. Vio a su hija sentada en el pasto, con un vestido azul pastel, siguiendo con el curso de la mirada una mariposa. “Elena tu madre, donde esta” la niña sin pronunciar palabra señaló con el dedo el interior de la casa. La levantó en brazos y le besó la mejilla mientras ella no separaba la vista de las palomillas. Caminó hacia el interior de la casa. En un primer vistazo encontró todo igual. Escuchó ruidos de la segunda planta. No se apresuró en subir las escaleras; se contuvo las ansias para darle una sorpresa a su mujer. Dejó el maletín en la sala y caminó parsimoniosamente tratando de no hacer ruido. Al llegar a la segunda planta se dirigió a la recamara donde provenía la voz. Trató de girar la perilla, pero ésta se encontraba cerrada por dentro. Se asomó por la rendija de la llave y pudo ver no uno, como esperaba, sino dos cuerpos enlazados uno sobre otro. La escasa ensanchura de la ranura de la cerradura no dejaba ver en su totalidad la escena, el coraje inundaba la cabeza de Carlos. Comenzó a golpear la puerta. Mientras los quejidos iban en aumento. Durante varios minutos estuvo golpeando la portezuela hasta que oyó girar la perilla. Frente a él se encontraba su mujer. Recorrió el lugar en un instante: era su mujer, sí, los senos grandes y firmes con un lunar que parecía un segundo pezón, las mismas nalgas redondas, blancas sólo que esta vez con un tono rojizo de tanto cabalgar sobre aquel hombre ahora recostado en su propia cama, limpiándose del miembro los restos de semen con la sabana. La vista regresó sobre su mujer, la observó un instante y le descargó un golpe que hizo brotar la sangre de inmediato. El acompañante seguía la escena recostado sobre la cama con un brazo tras la cabeza y con el otro exprimiendo las últimas reminiscencias de crema de la verga. Al terminar, se levantó y de un solo puñetazo descontroló el equilibrio de Carlos; se paró frente a él y dejó caer una chispa de esperma sobre su cabeza. El esposo desfallecido rodaba la cabeza de un lado a otro sin poder recobrar el conocimiento mientras el hombre se colocaba los pantalones y le aventaba un vestido a Martha. Ésta se inclinó para ponerse la prenda, apenas se la hubo introducido en el cuello el hombre sintió una nueva erección, sin titubear la tomó de la cintura y con la verga a medio estandarte la penetró por detrás con la furia de un toro. Ella se tambaleaba tratando de introducir las manos dentro del vestido; lo logró quedando cubierta hasta los senos. Siguieron tambaleándose. Cuando los espasmos se hicieron más frecuentes ella se safó de él y se volteó hincándose para tragar la estaca de nervios y su secreción. Tirado sobre el suelo Carlos podía ver como el miembro no podía ser totalmente engullido por su ex mujer, de la garganta se advertía el ir y venir del tolete a medio erguir, el hombre le lanzó una risilla y le guiñó un ojo. Carlos trató de levantarse pero cayó de nuevo aún mareado. El hombre, antes de correrse volteó de nuevo a la mujer y con el miembro apunto de reventar comenzó a golpearle los bollos blanquizcos que tenía por nalgas. Un chorro salió disparado a metros de distancia, desparramándose en la pared, mientras los dos se retorcían: él en espacios largos, pausados y ella rápidamente tratando de encontrar una nueva embestida entre sus mejillas traseras. Las convulsiones fueron calmándose hasta que él con el miembro a medio erguir la tomó del cabello y limpiándose con éste la punta de aquél lo guardó, después de varios intentos fallidos, en el pantalón, se subió el ziper; de un tirón le acomodó el vestido a la mujer; la tomó con una mano de la cintura mientras la otra la introducía por debajo del vestido entre la mitad de las nalgas haciendo que ella caminara ofreciendo movimientos circulares a cada paso. Lanzaron una miradilla seguida de un escupitajo sobre la cara de Carlos y salieron del cuarto mientras el avergonzado apenas se recobraba del golpe. Jamás volvió a saber de ella.
Estuvo tirado en el suelo revolcándose como pez que se perdió del cardumen para ser sacado fuera del agua. Como sonámbulo se levantó del suelo y se dirigió hasta la puerta de la entrada. Antes de salir regresó por el maletín con el dinero. Caminó hasta las afueras de la ciudad provocando de nuevo la hinchazón de las piernas. Al llegar a la primera cantina el dolor era insoportable. Entró y pidió una botella de aguardiente. “Sólo tengo el Mezcalito” le indicó el cantinero. Él afirmó con la cabeza. Eran cerca de las tres de la mañana cuando el cantinero le pidió que pagase la cuenta y se retirara pues era hora de cerrar “Aquí tenemos horario de oficina” le había dicho mientras lanzaba una sonora carcajada al aire. Carlos colocó el maletín en la barra de la cantina y lo abrió, dentro sólo encontró un montón de piedras enlamadas.
X
Cuando Elena dio a luz a una niña las fuerzas le regresaron por un tiempo, sólo para darle de comer y después dejar el mundo.
Durante la noche anterior al parto, mientras Julián la penetraba sin el menor cuidado, había estado sintiendo un remolino en el estómago que no había concebido días anteriores cuando era quebrantada infinidad de veces con ayuda de manos y otros aditamentos impúdicos. Después de esa noche, a la mañana siguiente, sintió pequeños pinchazos en la boca del vientre, las piernas se le hincharon y las glándulas mamarias habían empezado a segregar calostros de leche; los pezones se le inundaron en pequeñas ronchitas carnosas. Cuando pasó esto, aunque nunca había logrado concretar un embarazo, sabía que de un momento a otro daría a luz. Lo había visto muchas veces en su antigua vida. Incluso había ayudado a muchas de sus compañeras de cuarto a recibir a los bebes y después de recibirlos ayudaba también a desecharlos, a dejarlos regados en cualquier callejón de los tantos que había en aquel lugar.
Apenas se hubo ido Julián, Elena recostó el cuerpo sobre la cama dejando las piernas sobre dos cojincillos, uno sobre otro, y estuvo contando los dolores en el vientre. Al principio eran espaciados, de a lapsos de treinta minutos. Conforme se acercaba la tarde, los dolores incrementaron de fuerza así como de rapidez, de treinta pasaron a doce minutos y luego a lapsos de tres. La intensidad, al principio, era como el piquete de una avispa clavada en la columna, luego un mordisco de alfiler sobre la barriga para después terminar en sendos retorcijones hinchándole todo el abdomen. Había calculado que Julián regresaría cuando la noche tuviera totalmente cubierto el cielo por lo que le daría tiempo de reventar al bebe en un balde de agua puerca y entregarle el cuerpo para que lo enterrase como a los otros. O bien podría ella misma, si aún le quedaban fuerzas, cavar un agujero y aventarlo en él, ya haría el trabajo la tierra de tragárselo y descomponerlo como a los demás. Sin embargo, todavía estaban los últimos escupitajos del sol de la tarde cuando Julián llegó con un par de petirrojos, chorreando en jugo, en la mano, uno de ellos, muerto por la peste del basurero, había envenenado al otro cuando comió su carne ya putrefacta. Para Julián esto había sido un gran hallazgo pues había esperado por toda la mañana a los camiones sin mucha suerte, el encontrar carne blanca le daría la oportunidad de regresar a casa temprano aún con tiempo para desplumar las aves y ponerlas a disposición de Elena para que las cociese o bien si ella quería los pusieran a secar para después tragarlos como carne de cecina. Al entrar, lo primero que hizo fue arrojar los pájaros sobre la mesa y dirigirse a la habitación donde encontró la cabeza del crió asomándose de la vulva, un ojo se advertía, luego parte de la boca, después se volvía a introducir al orificio. De un solo empujón la totalidad de la criatura salió expulsada a distancia de la vaina ancha de la mujer. Julián salió del cuarto, tomó el cuchillo clavado en el pecho de uno de los pájaros, regresó a la recamara y se dedicó a cortar el cordón umbilical. Al principio el lazo no cedía al filo de la navaja oxidada por el paso de los años. Pero luego de restregarla con fuerza logró hacer un rasguño en el cable de carne. La tripa, al sentir el dolor, trató de protegerse introduciéndose un poco en Elena. Julián Tomó el cordón entre sus manos y lo empezó a mordisquear con los incisivos, a cada mordisqueo el lazo se introducía cada vez más dentro de la mujer arrastrando de nuevo hacia adentro del cuerpo a la criatura. Haciendo una fuerza aún mayor mordisqueó con los molares. La estrechez entre la vulva y crío fue cada vez menor. Julián se pegó demasiado al monte de Elena depositando sus labios con los de ella como si hablasen unos con otros, unos rumiando y los otros succionando la cuerda para sus adentros. El sentir derramar sobre los bembos un sabor salado le hizo extasiar los sentidos. El tramo comenzó a ponérsele rígido. La excitación fue tal que la desesperación hizo que de una sola mascada rompiera el lazo umbilical. Éste se introdujo tan rápidamente sobre la grieta que le chicoteo en la cara a Julián. Elena no dejaba de quejarse. Él, se bajó el cierre del pantalón y penetró a la recién parida que a cada embutida lanzaba gritos de espasmo, la tripa del cordón umbilical aún serpenteando dentro de Elena restregaba en la punta de la verga de Julián. Del vientre, ya flácido, un reburbujeo de líquido amniótico le obligaba a tener contracciones que apretaban más el miembro, haciéndolo retorcerse sobre el cuerpo magullado de la madre. La recién parida defecó sobre la cama trayendo consigo una cloaca de inmundicias. De igual manera el profanador fue expulsado. Se introdujo de nuevo aún con más fuerza que la vez anterior. Al terminar de eyacular Julián se retiró de la mujer viendo como Elena se retorcijeaba sobre la pestilencia de la placenta, orines y viseras chorreadas en sangre. Se limpió la verga entre la placenta de la niña, se subió el cierre y se retiró.
Mientras Elena se dedicaba a dormir, el crío, aún cubierto de una pestilente telaraña babosa que no descubría el cuerpecillo del todo, se brindó a la tarea de buscar instintivamente los pechos de su madre. Al prenderse de ellos el aferramiento fue tal que parecía tener dientes y se hubiese clavado en los senos de la mujer. Al despertar del sueño, Elena sin la menor provocación limpió al bebé, hasta entonces se dio cuenta que era una niña.
Con el paso de los días Julián no mostró designios de algún sentimiento provocado por la lactante. En cambio, Elena no fue la misma desde el parto: la vida se le fue yendo poco a poco no porque ella se hubiese llevado parte de sí sino porque le había hecho sangrar internamente desde su nacimiento. El hilillo apestoso que regó Elena por toda la casa dejaba el lugar convertido en un pozo de excremento. Sin embargo, los tres habitantes terminaron por acostumbrarse al hedor. Por esta razón, al principio, no le tomaron importancia al crió pero, con el paso de los días notaron algo raro. La niña era de una belleza rara. Las piernas se le enredaban entre si como si no tuviesen fuerza, Si las piernas no tenían fuerza suficiente menos aún la cabeza que caía sobre el hombro sin deseos de levantarse, la lengua era rasposa como lija y los ojos viraban a diestra y siniestra sin que la pequeña tuviera control sobre ellos.
Al cumplir el año de vida las cosas no cambiaron: las piernas seguían tan flexibles como antes y la cabeza tan fofa como un melón seco. A Julián le gustaba agarrarle la lengua, que por lo general estaba de fuera, pues la encontraba rasposa, áspera como un pedazo de franela. Durante las noches lanzaba unos chillidos parecidos a las urracas, entonces Elena iba a su auxilio y la niña se amamantaba todo el día si era necesario. La falta de razón la hacía comer sin tener llenazón, esto fluctuaba en que el cuerpo de su madre se vaciara cada vez más rápido. De igual manera al dormir no sabia cuando despertar, era un bulto, un estorbo, una carga que sólo se dedicaba a existir como los animales o las piedras. Al cumplir los siete años la postraron en la silla de ruedas de Carlos y así, como si la silla fuera parte de su cuerpo jamás se volvió a levantar. Julián solía sacarla al patio para que tomase color le decía a Elena y la niña aceptaba el acto dando de manoteadas al aire. A la pareja nunca le preocupo la salud de la niña más bien la tenían como un adorno, bastante despreocupado.
Conforme la niña crecía su aspecto fue cambiando. A Elena se le continuaba marchitando el cuerpo y la furia de Julián se veía incrementada por las noches. Su crecimiento corporal fue bastante lento, los pechos no le abultaron el cuerpo hasta que cumplió los dieciséis años. Y no fue sino hasta que cumplió los diecisiete que Elena callo fulminada sobre el suelo, no sin antes llamarla por nombre Raquel, este nombre lo había escogido porque lo vio impreso en uno de los libros que leían cuando eran niños. Apenas le pudo decir a Julián que lo amaba cuando su cuerpo endeble dejo ver rasgos de lo que una ves fue la Elena de cuando joven. Fue por eso que Julián sólo tomó el cuerpo y lo depositó en la segunda planta de la casa en la recamara donde ponía la oreja pegada al suelo cuando niño. La cubrió con una sabana y la dejó deshacerse sobre la cama. En realidad a Julián la muerte de Elena no le había provocado ningún desasosiego pues desde hacia un año, apenas Raquel hubo mostrado señales de florece la empezó a ver de modo diferente. El estar sentada en la silla durante todo el día le ensancho las caderas. Los senos, a consecuencia de no haber sido explorados, eran duros como dos naranjas recién cortadas, los bellos de los brazos eran de un color dorado, crispante. De todo esto se dio cuenta Julián cuando la bañaba. De niña nunca lo quiso hacer pues le mordisqueaba los brazos o le jalaba el pelo, tampoco lo hacía porque detestaba esa mirada perdida, con los ojillos dando vueltas sin enfocarse a un punto fijo. Pero ahora era otra cosa. Conforme pasó el tiempo Elena ya no le demostraba su amor por las noches y cuando lo hacía le dejaba en el miembro un olor a pelo mojado que le hacia arder durante días. Raquel era otra cosa: las muecas hechas cuando niña paraban al momento que se postraba delante de su silla de ruedas y le introducía el miembro por la boca. Entonces ella lo chupaba sin la mayor provocación, era como una niña amamantándose, a veces era tal la intensidad que le dejaba el miembro rasguñado, inflamado, palpitando pero sin dolor, otras veces lo masticaba hasta hacerlo sangrar, pero no pasaba de dos días cuando la verga ya costrosa tomaba de nuevo su fuerza. Durante un año la estuvo gozando a escondidas de Elena no porque le importara que lo supiera sino porque tal vez ella también hubiese querido disfrutar de aquella garganta y no se podía dar ese lujo, aquel placer era demasiado extasioso como para compartirlo. Una vez muerta Elena nada le impedía disfrutar a Raquel. La primera vez que la gozó completa fue la misma noche que Elena murió, bajando las escaleras después de haber dejado el cuerpo de la madre sobre la cama. Julián se acercó a la silla de Raquel, primero comenzó la faena liándose la verga enfrente de su cara mientras la retardada trataba de chupar su propia oreja con la lengua, después le tomó el rostro tembloroso y lo sostuvo entre las manos con fuerza hasta que el temblor se apaciguó. Se arrodilló frente a ella soltándole la cara con una mano y con la otra apretándole la mandíbula. Con la mano suelta bajo el cierre del pantalón sacando a relucir su anatomía. Le tomó las piernas con ambas manos, éstas ya no eran aquellas trenzas de carne de cuando niña, eran ahora dos columnas de marfil perfectamente delineadas debajo de la pequeña bata. Quedando la espalda sostenida con la esquina de la silla, Julián colocó su miembro entre las piernas de inválida. Poco a poco se fue abriendo paso entre un espesura de cabellos dorados. Al principio su verga encontró la obstrucción de la tela victimaria de vicios pero de un empujón la rasgó haciéndola sangrar. El movimiento de los cuerpos hizo que Raquel, postrada en la orilla de la silla, cayera rebotando la cabeza en el suelo. El golpe le hizo reventar en una mancha sobre el suelo y en el profuso desmayo de su persona. El calor del cuerpo cayó a un estado de inerte. Esto causó el revuelo de Julián que se entretenía en buscar un orificio más pequeño que aquel altar ofrecido. El profanar aquella cavidad le fue rechazada en primeras instancias alcanzando su objetivo en ataques desesperados y ulteriores. El anillo de Sodoma para el era un perfecto receptáculo para calmar el escondido dolor por la pérdida de Elena. El orgasmo fue múltiple, mientras disfrutaba por primera vez aquella mujer, en ella se detentaba una nueva vida donde placer y muerte se verían expuestos frente al puente del cuerpo.
Raquel sustituyó en estas tareas a Elena, en realidad esas eran las únicas veces que era tomada en cuenta: la mayoría de las veces Julián la olvidaba por el asco que le sentía. A pesar de hablar poco era con ella con quien más lo hacía, quizá porque sabía que eran palabras al hueco o porque sentía que era un reclamo que no podía olvidar: “Tú te la llevaste, te la fuiste carcomiendo poquito a poquito”. En cierta ocasión Raquel cobró cierto tono de lucidez, era otra. A Julián le parecía que lo miraba. Incluso la vio levantarse de la silla y caminar hasta donde él se encontraba, voltearle la vista, tomarle la cara entre sus manos, sonreírle, después de esto regresó a su silla y volvió a ser la misma imbécil de antes.
Segunda parte
I
Cuando Julián, al paso de los días, volvió a recordar a Raquel, la encontró con el rostro carcomido por las ratas. La carne de las piernas se le había reducido a simples huesos amarillentos y fatuos, los senos, antes firmes, constaban de dos utopías que se evaporaron con el aire apenas él la destapo por completo. El cuerpo no presentaba mayor corpulencia que un par de vísceras replegadas a las costillas y un puñado de sangre cuajada sobre las protuberancias de la mandíbula. Sin embargo, el corazón, que aún no había sido tragado por los roedores, se negaba a dejar de latir; rebotaba pendiendo de unos chorrillos de músculo sostenidos de la clavícula del hombro izquierdo. Julián no mostró mayor interés frente a la imagen, sólo le puso una cobija para cubrirla y la dejó escurrirse por completo, sin importarle nada más.
Desde ese día las ratas tomaron un tamaño exacerbado. Caminaban por la casa regocijándose con su gran pesadez, balanceándose de un lado a otro y relamiéndose los dientes con una lengua que más bien figuraban trozos de carne rasposa. El ahogo de la casa hizo que Julián se percatase de esto. El enfado le hizo poner especial atención en el hocico de los roedores logrando ver en una ocasión en la bocaza de una rata el ojo de Raquel. Éste, clavado en la punta de la lengua del animal se asomaba simulando mirarlo fijamente. Pero a él nada le importaban esos desasosiegos; desde que Selene desapareció sólo se dejó morir y con él a Raquel. Al paso de los días sólo los recuerdos sostenidos por los polvorientos cojines de terciopelo del sillón de la sala fueron el único aliciente de Julián. Pasaba los días recostado sobre el terciopelo azul, paladeando el olor a la piel carnosa de Selene impregnado en el respaldo hasta que terminó por rozarle tanto que le apolilló el astillado rostro. El curarse fue toda una plegaria pues no utilizaba, por flojera, ningún tipo de antiséptico. En esas ocasiones además de Selene pensaba mucho en la jugosa lengua de Lorena, la anciana chupada por los años, en Elena y sus abrazos y en los gritos de Raquel. El sillón terminó por cubrirlo con un pliego de plástico para conservar el olor.
El tiempo pasaba lento en su cabeza contando cada grano de arena caído en el reloj de la sala; en realidad nunca, desde que lo encontró hacía años atrás, le había puesto tanta atención como en esas fechas. La aversión por el paso del tiempo fue tal que llegó a contar todos y cada uno de los folículos de arena descender uno sobre otro entre el orificio medio del reloj, en seguida lo volteaba y emprendía el conteo en forma regresiva hasta estar seguro de que la cantidad era la misma, el escrutinio merodeó entre los doce y dieciséis millones hasta quedar en una cifra definitiva: trece millones con veintiséis granos de arena.
Mientras el caer de los granos era tan lento que se podía medir, en el cuerpo el paso de los años había sido apenas un respirar profundo sin tener tiempo a la exhalación. A veces se detenía a mirar la puerta esperando que Selene regresase, luego al ver que esto no ocurría, escondía la cabeza detrás, mostrando vergüenza, indignación ante sí mismo. Los segundos caían pesadamente por el cuerpo destruyéndolo sin piedad, lo hacían andrajos. Día a día capas y capas de polvo se iban desprendiendo de Julián esperando el tiempo preciso para arrancarle el último suspiro del alma, sin embargo, él rebatía a ser derrotado negándose a caer cual victimario servil. Deseaba parar aquel suplicio pero no debía finalizarlo por su propia mano.
Al principio, al morir Raquel, se alimentó con las ratas que inundaron el lugar, no por venganza de que se hallasen comido a la lisiada sino porque le daba hambre y no debía, no podía, como antes, darse el lujo de soportar los dolores huecos del vientre. No necesitaba de algún aditamento especial para cazar a los animales, ni siquiera ocupaba de ponerles trampas para que cayesen en sus redes. Era únicamente cuestión de colocar frente a la cocina una silla, sentarse sobre ella, estirar la mano hasta que pegara en el suelo y esperar diez o quince minutos antes de que una de las tantas que rondaban con desconfianza alrededor de la palma le mordiera alguno de los dedos; por lo general preferían clavarse en el pulgar por ser el que contaba con más carne que los contiguos. Sucedido esto, Julián, las tomaba por el cuello y las cocinaba. Jamás las mataba antes de guisarlas siempre tenía cuidado de ahogarlas con suficiente fuerza para cortarles la respiración pero sin llegar a la total asfixia. Siempre las cocinaba vivas, cuando alguna moría antes de aventarlas al sartén se deshacía de ella sin vacilar, así tuviera o no hambre. Al poco tiempo la muerte accidental de roedores a manos del anciano osciló en que los demás comieran a sus congéneres muertos y el tamaño se incrementara. La muerte de los roedores en la mano de Julián no duró mucho pues terminó por medir, con eficacia, la poca fuerza que aún le quedaba y con ello por no matar ninguna más.
Le gustaba comerlas fritas aderezadas con sal, pimienta, ajo y un poco de margarina derretida para darle un sabor a pernil adobado. Le fascinaban de igual manera asadas sólo con sal, sin aceite pues la gordura de las piernas hacía bastante manteca para cocinarlas con facilidad. Los adentros los guardaba dentro de las mismas tripas de la rata; primero las cortaba a la mitad con ayuda del filo de un vidrio de botella luego cortaba, a la par, los intestinos amarrados en trenza. Se daba a la ardua labor de desenmarañarlos. Una vez separados, el más delgado lo hacía rollo para aventarlo a la basura o a las bandejas de comida de los pajarillos, el más grueso, en cambio, lo soplaba hasta dejarlo completamente vacío, a veces era tarea de horas completas pues dentro de la tripa se encontraba todo tipo de tapones: huesos, corchos de goma, papel, etc. Cuando el cordón se encontraba parecido a una manguera de hule era entonces que arrancaba corazón, hígado, riñones y demás entrañas, las introducía dentro del buche de tripa y amarraba por ambos extremos dejando una variedad de cuerda con un nudo en el centro. Éstas no las comía sólo las ponía a secar dentro de la casa, en realidad nunca le encontró alguna utilidad aunque llegó a contar con un centenar de estos morralitos.
Pero nada le gustaba más que el oír la desesperación de las uñas raspando el metal; en un sartén hondo puesto a fuego lento arrojaba los animales, los cubría con una tapa y luego pegaba la oreja para oír el ronroneo de las patillas hasta que éste cesaba o hasta que lo caliente de la tapa le quemaba las orejas y tenía que retirarse a la fuerza, esto último le molestaba tanto que ideó el poner un trapo mojado sobre la tapa para aguantar más el calor, no obstante, el sonido no se presentaba de manera uniforme: desistió a tal idea y siguió como al principio. Una vez que se dejaban de escuchar los arañazos destapaba el sartén y se regocijaba en ver la piel desnuda de los animales y la mueca de los dientes rasurados del hocico. Si aún continuaban con vida no volvía a cocinarlas sino que las dejaba dar de vueltas en el sartén hasta que por cansancio caían muertas sobre su costado o, bien, les encajaba un tenedor, con las cinco puntas redondeadas, hasta que dejaban de moverse ya sea por guardar para una mejor ocasión su último resuello o para colmar unos instantes el padecimiento antes de morir. A veces cuando no tenía tantos ánimos las ponía en caldo de cocer hirviendo con un par de papas, zanahorias, cilantro, una pizca de orégano y otro tanto de sal. Dentro de la olla sólo se oían los gritos desesperados de los vertebrados ahogándose en el chapoteo del calducho. Seguido del remojo, las descarapelaba arrancándoles, con ayuda de un raspa queso, el pelo y parte de la piel. Después ponía a la rata de nuevo, a veces aún con vida, en el agua apunto de bullir en adobo, esto hacía que el consomé no adquiriera el sabor a pelo cocido sino que fuera fácil de digerir para el paladar. No era tanto que le gustase en demasía el sabor de los roedores, pues éste aunque no era del todo desagradable, era en realidad bastante difícil de tragar por lo espeso y adiposo, era más bien que le gustaba la llamada de auxilio que hacían al ser freídas en el comal o el agobio al soltarlas en el caldo caliente; era ese poder que aún podía sentir el tener un poco de dominio sobre alguna cosa aunque fuera un animal que no era merecedor ni siquiera de tal tortura.
Semanas enteras pasaron antes de que Julián acabara con la totalidad de las ratas de su casa. Algunas las cocinaban por placer y después las dejaba en el bote de la basura hasta que se descomponían y terminaban por apestar el lugar, entonces las tomaba y arrojaba al patio donde se llenaban de hormigas que las recibían con sumo agrado. Otras sí las comía, pues los vacíos en el estómago le hacían saber que debería ser así. Una vez acabadas las ratas siguió consumiendo, para su supervivencia, moscas que quedaban atrapadas en la red que cubría las ventanas, arañas que se refugiaban en las esquinas e infinidad de cucarachas gordas de color negro, castaño y marrón todas ellas llenas de pelos despeinados, teñidos igualmente de un color castaño bastante aflictivo para el gusto.
A pesar de no contar con cincuenta años, la hambruna, el desasosiego y la falta de entendimiento aunado al olvido de la gracia de Dios, hacían que Julián diera a la vista la figura escuálida de un octogenario: caminaba encorvado, las carnes se le fueron poniendo blandas, el arrastrar de pies figuraba un trapeador: las arrugas en la cara, en parpados, papada, boquilla y al costado de las mejillas eran bastante notorias así como lo eran, también, las bolsitas debajo de los ojos y la falta de pelo a la altura de las cejas, la poca barba con que contaba le daba un aire de descuido aún mayor. Siempre andaba arropado con una camisa café a cuadros bastante diluida y un pantalón de igual color que a juzgar por las vueltas que daba sobre la cintura, amarrado por un cable de cobre, se podría asegurar que no le pertenecía. En los pies un par de zapatos rotos y mugrosos dejaban ver las uñas mugrientas de los dedos indistintamente puercos. Rara vez sonreía, salía de casa u hacía otra cosa que comer, dormir e ir a defecar. En ocasiones era tal el desgarbo por vivir que prefería hacer las tres cosas al mismo tiempo así no gastaba del todo su energía. Y ello lo hacía donde le ganara el turno: en la cocina, el baño, la sala o el pasillo, mientras mascaba trozos de comida dormido defecaba sobre una bolsa de plástico, un sartén o sobre el piso. En múltiples ocasiones mientras digería los alimentos, dormía en cuclillas lo que provocaba que, sin equilibrio, cayera de costado despertándose por el golpe. Terminó por comer, dormir y defecar acostado para evitar esas tribulaciones. Al despertar limpiaba el desperfecto con hojas de papel periódico si estaba el regadero en el piso o de una patada aventaba fuera de su vista el plato para que lo comieran los bichos.
A falta de vida dentro de la casa, ésta empezó a tomar un tono sombrío, luctuoso, desolado; poco a poco se fue doblando hasta quedar de forma cóncava. Afuera, el tiempo pasaba más rápidamente. En ocasiones cuando Julián tenía que salir por alguna razón, el resplandor de la calle le segaba los ojos. Tijuana se había convertido en una especie de ciudad cosmopolita y como toda ciudad absorbida por la modernidad se presentaba como un lugar caótico. En ella era, ahora, casi imposible moverse con facilidad. La afluencia de personas era imponente. Lo que antes era un aire limpio se había llenado de humores, de ecos, de caras, de palabras que conocía en su origen pero no comprendía. El patio que alguna vez le sirvió de lugar de juegos ya no era más un lugar para ir a sentarse a esperar las mariposa junto con Elena o sacar a que tomase el sol con Raquel o para esperar a que regresase Selene, era ahora un cajón de cemento dividido a la mitad por una pared de ladrillo. Apenas salía de casa se topaba con otro cuadro que le cubría por todas las partes, ya nada quedaba donde jugaba a reventarse de bruces sobre el tejaban, éste se derrumbó cuando empezaron la cimentación de las casas vecinas, a manos de una empresa constructora, años atrás. A él igual que a los demás le habían ofrecido comprarle el terreno pero desistió a la oferta. Por ese motivo la casa de Julián era la única diferente de todas las demás, después de la construcción le convidaron pintarle la casa del mismo color, pero de nuevo él dimitió cerrándoles la puerta en la cara. A la par, las distancias se perdieron; la casa de Lourdes que antes se podía ver a pesar de estar a dos kilómetros de distancia y hasta se podía oír, cuando él era un niño, cómo en las noches la vieja chillaba igual que los jabalíes, se había perdido entre muros, y sobre éstos otros y otros.
Cada que salía al patio suspiraba, por lo menos había sacado un provecho: la mancha marrón que de ningún modo logró quitar del suelo del patio ya no le correspondía a él sino a los vecinos. Debía ofrecer las gracias a personas que jamás logró ver, salían muy de mañana y regresaban en la noche, nunca les había contemplado siquiera el perfil de la cara y no le importaba. Ya no tenía tiempo, ni fuerza para pensar ni hacer nada. Mucho menos el espiar por las noches a que llegaran estas personas para agradecerles algo que ni siquiera ellos sabían que hicieron.
En las tardes salía de la casa a esperar. Se desvanecía en la puerta sosegado en la silla, que antes era de Carlos después de Raquel y ahora utilizada por él. Ya no era lo de antes. Ahora se conformaba con ver pasar al vendedor de frutas en el otoño para posteriormente, en el verano, verlo con un traje blanco y un gorro de copa vendiendo nieves. Este hombre tenía la manía de posarse precisamente enfrente de su casa a tocar estridentemente la campanilla. Variedad de niños pasaban a diario con mochila en la espalda como cargando con una penitencia a cuestas y se arremolinaban frente al aposento haciendo del lugar un bullicio insoportable. En una ocasión el vendedor de nieves trató de trabar conversación con Julián:
— ¿Cómo ve el calorcito, está que jode no? —dijo el nevero.
—Um —contestó el otro.
—Oiga, amigo, no quiere usted una nieve, tome se la regalo, es por dejarme vender fuera de su casa —el nevero se acercó hasta donde estaba Julián y le ofreció el cono chorreante con el helado.
—Um —contestó de nuevo.
—Pero, hombre, tómelo con confianza.
—Um —continuó con reminiscencia Julián. El nevero lo espiaba con tremenda sonrisa.
Tomó el cono y se introdujo a la casa y trajo consigo una de las tantas bolsitas con las vísceras de las ratas. Se la entregó al nevero en la mano. Éste con extrañeza la llevó hasta su olfato y la arrojó sobre la cara del anciano. Dio media vuelta y dijo “Hijo de puta, mal nacido, me has embrujado con un costal de mierda…” se limpio las narices y jamás se volvió a parar frente a esa casa. Julián recogió el morralito y lo guardó en uno de sus bolsillos, se sentó dedicándose a lamer el cono de nieve que empezaba a derretirse.
La despedida del nevero fluctuó en que, constantemente, por venganza, los impúberes le lanzaran al rostro con huesos de chabacano, algunos de ellos todavía con papilla, le arrojaban, también, trozos de manzana a medio comer, pulpas de tamarindo, cáscaras de plátano y otras cosas, luego con una sonrisa se marchaban corriendo lanzando a su vez infinidad de vituperios en contra del anciano. Esto no le disgustaba del todo a Julián pues apenas se habían ausentado los niños tomaba las sobras de comida y las masticaba saboreándolas a cada mascada como si fueran un exquisito manjar de reyes. Las fuerzas se habían ido como para reprender a los infantes, además esto le permitía seguir en la casa sin la necesidad de regresar a los cerros de desperdicios por comida, le bastaba sentarse por la tarde en la puerta de la casa y ser antesala de los proyectiles, luego sólo estiraba la mano y disfrutaba de un mango, una ciruela o hasta un tamal medio envuelto, sin necesidad de esforzarse.
Se consagraba esas mismas tardes a recordar lo acontecido anteriormente: la vida feliz por un tiempo, la zozobra en otro. Sin embargo, la viveza de los recuerdos jamás fueron parte de él, jamás pudo volver a sentir cuando recordaba momentos ya fueran felices o tristes, las remembranzas eran sólo plastas de colores en su memoria sin que le provocasen el enchinar de piel que le habían producido en su efecto primero. Lo único que le pinchaba un saborcillo a la vida era el tener que esperar, ya no le quedaba gran cosa más que esperar, y en la espera estaba implícito el saberse vivir en una existencia prestada. Esas eran las tardes.
En las noches, se apartaba de la silla e iba hacia dentro de la vivienda a que el sueño le consumiera algunas horas más. El ir a recostarse en los cuartos de abajo le hacía más fácil la existencia, a menudo únicamente era eso recostarse, pues el sueño, como si no le importase el retazo de humanidad, no se presentaba, cuando lo hacia era en representación de bostezos, y sólo hasta después de haberse acordado que tenía que llegar a todos los organismos en la tierra. La recamara de arriba jamás la volvió a pisar desde que las piltrafas de sus piernas lo sostuvieron pegado en el suelo de la primera planta. En los escalones de las escaleras se formó una capa de moho glutinoso que impedía aún más la subida.
Mucho antes de que Selene se fuera había notado que ya no era lo mismo: las manos caídas, la piel antes brillosa de grasa y sudor ahora era polvorienta y áspera, los pasos antes fuertes y decididos habían culminado en compases calmados y sin decisión, la fuerza de aguantar el hambre recayó en una ulcera que le laceraba el estomago a todas horas del día. Sin pronunciar palabras bebía el agua puerca de la llave, comía los desperdicios que le arrojaban los pequeños burlones y jamás volvió a asear la casa así como tampoco su persona: tanto el hogar como él olían a excremento de ratas, cucarachas rociadas con aerosol, huevos de araña polvorosos, moscas, restos de aceite, de comida, trapo mojado y sobre todo a polvo viejo.
Se dedicó a buscar en los rostros que pasaban por el animal de cemento la figura de Elena o Selene. Rostros iban y venían esperaba como cuando había esperado afuera de aquella casa, por días, a Elena. Incluso llegó a buscar, particularmente, entre ellos a Raquel. Le dedicaba una hora de su estadía en los bordes de la calle a encontrar alguna similitud con la vana existencia de la boba; ahora la extrañaba, en realidad, no era que a ella no la hubiese querido sino que era un amor diferente; ella no lo protegía encorchándolo con su cuerpo como lo había echo Elena o Selene pero sabía que debajo de esa boca arqueada existía un gesto de piedad, un rastro de ternura y que deseaba, como las otras, tomarlo entre sus brazos y apretujarlo hasta reventarle los huesos sin hacerle daño. Ahora comprendía; no era que no le importara que ella muriera sino que simplemente la dejó disolverse en paz. Había sido preferible que ella muriera antes de que lo hubiese visto morir a él, pues esto le hubiera provocado una infinita tristeza en el corazón, y sabía que Raquel tuvo corazón porque el mismo lo vio columpiarse y palpitar frenéticamente del pecho de ella.
Así, pasaba los días recordando, aplastado en la silla de ruedas o tirado en cualquier resquicio de la casa, soñando despierto, sin sentir. Recordaba cuando lo encontraron, el miedo que tenía de que aquella mujer lo cargase y luego el asco que sintió por el paralítico, y, más tarde, cuando se había quedado solo, el buscar quién era. En los sueños se veía a sí mismo como el perro aquel al que le arrancaba las garrapatas, como Lorena, como Lourdes, como el paralítico, como Elena;, como Raquel; la imagen se iba en un santiamén, como Selene; soñaba que estaban compuestos de tierra blanca que eran bañados con el rocío de la madrugada y que se desmoronaban formando una mezcla homogénea que los denotaba a ambos, como el nevero, como algo que existió y no existió y cuando esto pasaba apenas despertaba intentaba volver a dormirse sin lograrlo entonces rumiaba con el llanto en la mano luego dormía y se veía como piedra, papel, madera, tela, polvo, plástico, cabello, rata, como sueño, idea, forma, color, aire, agua, figura, sombra, se había visto como todo menos como él. Incluso recordaba el vivir dentro de personas que ni siquiera conocía, en la resaca del amodorramiento vivía sus vidas soñaba sus sueños, palpaba sus temores, hablaba con sus palabras, entendía sus lenguas; al despertar se encontraba con la lengua entumecida por recitar otras palabras, soñaba que era alguien más y que ese alguien soñaba que era soñado por otra persona, entonces despertaba, salía de su pequeño coma y sentía destilar una vena de orines entre sus piernas.
II
Raquel, sentada, como siempre, sobre la silla de ruedas, no se percató que un líquido viscoso empezó a brotarle por entre las piernas, correr por debajo de las cobijas que le cubrían el cuerpo, y terminaba regado por toda la sala. Era el líquido de la placenta que, después de haber retenido por once meses al crío, ya no aguantó más y lo expulsó como si nunca lo hubiese querido. El parto fue algo insucitado. Julián ni siquiera sabía que Raquel estuviera embarazada. Quizá por eso cuando la tomó entre sus brazos y la llevó hasta el sillón azul de la sala, no le importó tratarla con la delicadeza necesaria que se le proporciona a una mujer encinta. Apenas la hubo dejado en el sillón él continuó con sus labores fuera de la casa: degollar los animales, recoger las moras del árbol vecino y con ellas llenar las fuentes de los canarios. Mientras, sobre el sillón, Raquel lanzaba gritos que se ahogaban entre las esponjosas paredes de la casa.
En la noche cuando Julián regresó de los basureros con una bolsa repleta de mangos podridos, abundantes en moscardones verdes, Raquel decidió no retener por más tiempo al bastardo. Abrió las piernas de par en par y en medio de una vulva amoratada, tratando de ahogar el desecho, expulsó con fuerza una mole de carne como si las entrañas de la mujer no quisieran perder tiempo en guardar esa bolsa. Del impulso el cordón umbilical desprendió crío y madre a la vez: Julián sintió pena pues hubiese querido realizar esa tarea él mismo. Era una niña. La niña nació envuelta dentro de un espumarajo suave como pompas de jabón, pero tan flexibles como la savia de sábila. La nueva ocupante tardó un tiempo para romper el estuche por sí sola con la ayuda de los impulsos de sus dos piernitas. Al salir, lo primero que se le notó fueron un par de grandes ojos negros que no dejaban ver dentro de ella, como si ocultaran algo. Julián la limpió y la puso sobre el regazo de su madre que de inmediato la rechazó mediante muecas, forjando aún más sus estúpidas facciones. Julián se le quedó viendo, la niña tenía los ojos abiertos pero no lloraba ni parpadeaba. aguzó el oído y la vista: el resuello era constante y uniforme, las piernas firmes, el color blanco rosado, la cabeza en su lugar, a pesar de, aún, no haber emitido sonido alguno todo se apreciaba dentro de los cánones normales.
Frente a la negativa de Raquel por recibirla, él la mantuvo en brazos, luego la sostuvo, de la cintura, con una sola mano y acercó la otra a la bolsa con mangos, palpó entre ellos uno maduro, espantando a manotazos, las moscas. Tomando la frutas, la presionó con las manos hasta hacerla puré. La malta babosa del mango que quedo embarrada en sus dedos grasos la depositó en los labios de la niña, ésta lamía los dedillos, escurridos en médula de mango, habidamente. Cuando llegaba a chupar la piel y se encontraba con lo agrio de la mugre se alejaba un poco, Julián se untaba de nuevo de papilla, y volvía a hospedarla en los labios. Al sentir un reconforte y calmar la hambruna la criatura le dio una sonrisa a su padre seguida de llanto.
En las noches cuando Raquel dormía y no podía repeler a la infanta Julián la colocaba entre los senos para que fuera amamantada. A la tercera vez que sucedió esto, Raquel, aunque retardada, se dio cuenta dándole un golpe que la dejó inconsciente por algún tiempo. A la postre del incidente Julián optó por no acercar más a la pequeña cuando su madre dormitaba. Buscó nuevas formas. Al principio era él quien exprimía los senos de la mujer con la boca para luego volver el estómago sobre los labios de la lactante, esto no duró más de un par de días pues el estómago no sólo le regresaba la leche robada sino que, en una ocasión, la revuelta de comida fue tal que casi ahogaba a la pequeña con pedazos de tortilla y chile. Sin embargo, al realizar aquella acción se había dado cuenta que la única forma como Raquel se dejaba llevar sin importarle nada más era cuando la fornicaba entregándose por completo a los placeres lúbricos.
Era una comunión donde ella recogía placer y el retoño recibía alimento. Julián colocaba a Raquel en la cama, con la niña en brazos la confiaba entre los gordos senos y mientras ella se amamantaba él penetraba a la retarda. Al paso que era accedida, embutida, por el grueso tolete de nervios, ella se contoneaba: su cuerpo hervía de tal manera que la leche se desprendía a montones llegando, casi, a ahogar a la cría que, como un cachorro de hiena, se amamantaba rápidamente.
Al cumplir escasos ocho meses, el pequeño cuerpecillo, aprendió a levantarse en dos piernas logrando un equilibrio bastante precoz; a los nueve corría alrededor de la casa golpeándose en las paredes, caía y luego, sin llorar, se levantaba de nuevo. La primera palabra se desprendió de sus labios a los diez meses, un balbuceo temprano salió de la niña: “Selene” dijo confundida cuando en una ocasión a escuchó a Raquel gritar el nombre de Elena, mientras era gozada por Julián, desde ese momento y hasta que su léxico se vio ampliado a nuevos vocablos “Selene” decía a todas las cosas: la mesa, la silla, Raquel, Julián, incluso señalándose a sí misma, hasta que la costumbre hizo que terminase por apropiarse como su nombre de pila.
Desde pequeña, Selene, fue acostumbrándose a suplantar el papel de su madre. Primero porque Raquel no podía valerse por sí misma; siempre necesitaba de alguien que estuviese a su cuidado, después porque al paso de los años no tenía nada que hacer pues Julián no la dejaba salir a la calle y por último porque tenía ansias de crecer demasiado rápido, tragarse la vida a mordiscos grandes. Al cumplir cinco años, su padre, le había hecho aprender a ir por la leche hasta la esquina de la calle. Al llegar ahí, en ocasiones, se detenía para ver pasar a la gente en espera de algún día ella hacer lo mismo: pasar y que la viesen detenidamente tal como ella lo hacía. El quedarse parada en la acera a observar no ocurría muchas veces ya que la vista fisgona de Julián siempre estaba aguzada y apenas tardaba algunos segundos de más, salía a la calle a gritarle para que regresara. Cuando no lo hacía a la segunda llamada, Selene tenía que soportar los regaños de Julián y luego las mordeduras que le dejaban inflamado el cuerpo. “Esto es porque no obedeces” le decía mientras le laceraba todo el cuerpo con los dientes. Ulteriormente las mordeduras se transformaron en succiones de piel, dejándole soflamadas manchas violetas. A ella esto le parecía un juego ya que le daba cosquillas, pero después le terminó por incomodar: había ocasiones en que Julián la mordía o sorbía sin que ella hubiese cometido algún desaguisado: la reprendía tanto si hacia alguna travesura como si no la realizaba. Luego las cosas cambiaron y su padre la empezó a querer más; la subía en sus piernas y le hacia baños de lengua como él los llamaba: después de haber chapoteado todo el día en la tierra como cualquier niño Julián le restregaba la lengua por todo el cuerpo provocándole cosquillas y retorcijones en toda su humanidad. Ella, a veces, cuando su padre se entretenía con Raquel, hacía lo propio con sus manos pero el sabor a sal del sudor del día no lo encontraba del todo agradable.
La niña fue creciendo y con ello sus libertades: a medida que su padre se encariñaba más con ella y que él iba haciéndose más viejo aprendía, a cualquier costa, a forjar el cumplimento de sus caprichos. A pesar de su corta edad ya descifraba el como dominarlo: se sentaba sobre sus piernas y luego cerraba los ojos hasta que la cargaba para depositarla en la cama o el suelo, luego sólo esperaba mientras sentía el vientre abultado de Julián replegarse sobre su pecho. De su madre no se preocupaba, era una imbécil que se la pasaba todo el día sentada en una silla y bramando como los lechones o las terneras del rastro, era incomodo lidiar con ella, lavarla con una esponja, peinarla, darle de comer a cucharadas, cambiarla de pañal cada mañana aguantando sobre ella el apeste y la vista entumida del bulto, era una lata. Terminó por hartarse y dejar esas ocupaciones a su padre.
Durante un tiempo acompañó a Julián a los basureros en busca de comida, iban en la mañana y regresaban hasta entrada la tarde. Aunque ahí abundaban los niños jugando entre la porquería, Selene nunca supo lo que era chapotearse entre ella, siempre le dio un poco de asco. Ella, sola, callada, siempre se sentaba en una piedra en espera de que llegasen los camiones llenos de bazofias a verter más inmundicia entre los mal queridos. Apenas caía la basura y pilas de indigentes se apresuraban a esculcar entre la basura las cosas rescatables, carnes, aves, frutas, verduras, detergentes, plásticos, pañales, comidas para perros eran levantados y depositados en bolsas que pendían del cuello de los vagabundos. Levantando la vista de cuando en cuando, veía como a Julián lo restregaban de espaldas en el lodasero cuando intentaba acercarse a los alimentos, éste se levantaba y de un nuevo empujón trataba de robar retazos de comida de las manos de los demás recolectores. A menudo era reprendido a puñetazos volándole parte de los dientes de la quijada. Dada la vejez anticipada de Julián, éste tenía que esperar a que los demás recaudadores de basura se retiraran con los mejores botines y era entonces que entre los dos, él y Selene, recogían las sobras de los desperdicios de los nutrimentos, en ocasiones, a falta de mejor recompensa juntaban una enorme cantidad de libros, revistas y demás lecturas que iban apiñando en las recamaras del segundo piso.
Fue ahí, en los basureros, donde Selene conoció la liturgia de la necedad. Una tarde empezando a clarear el cielo, Julián no había conseguido nada de comer: una bolsa con dos perniles de pollo había sido arrebatada de sus manos sin que el opusiera mayor resistencia. Con éste eran tres días los que prácticamente se habían alimentado con las migajas que dejaban las moscas embarradas en los cartones. Selene sentada en su roca a la espera de la señal de Julián para lanzarse sobre la montaña, para ver que sacaba de provecho, se entretenía en lamer un cartoncillo embarrado con pulpa de sandía. Terminó con la masilla y dejó caer la cartulina al suelo. Trabó la mirada en el hueco que dejó la saliva en el papel. Arriba, el sol era del mismo tamaño que el orificio. Se hecho a correr por medio del basurero. Con la vista tirada al cielo corrió con largas zancadas sin poner atención al llamado de Julián, maniobró entre las montañas hasta que los gritos no fueron arrastrados más por las ondas del viento.
Esa vez anduvo husmeando por donde se encontraban las casas nuevas. Le pareció que aquello era un lugar bonito para vivir no como el cuchitril donde estaban ahora. Estuvo dando vueltas por entre el lugar, entraba a un bastimento y luego salía contoneando el cuerpo de lado a lado para imaginar que era la dueña y señora. Todas las edificaciones a medio terminar se veían iguales. Estaban divididas por agujeros donde reinstalarían los tubos del drenaje. De cada construcción pendían pequeños tablones que servían, a los obreros, de puentes para pasar de una casa a otra. Selene jugó toda la tarde a pasar de una construcción a otra a través de las vigas, mientras más pequeño y frágil el tablón más era la emoción de brincarlo o pasar sobre él. Esto fue lo que hizo que brincara un pequeño puente improvisado que tapaba un pozo de no muy gran ensanches. A pesar de que podía dar vuelta al bache decidió cruzarlo de puntillas por la delgada madera para comprobar que era tan liviana como el viento. Apenas se hubo ubicado en medio de la fosa, la madera a medio crujir dejó caer el cuerpo de Selene dentro del hueco. Éste aunque no muy hondo si estaba estrecho dejándola atrapada por no poder mover las manos. De todas las emociones una fiebre de miedo fue la primera en avisarse; terminó por consumirle la totalidad de los pensamientos. Ese mismo día una lluvia de ceniza acida cayó sobre toda la noche; la cortina le cubrió el rostro con una capa de barro gris. Cayó desmayada de pie con el cuerpo cortado por la temperatura. No fue sino hasta la mañana siguiente cuando la mano de Julián la tomó del cabello y la sustrajo del pozo. Después de este incidente las cosas jamás volvieron a ser iguales.
En varias ocasiones Julián la encontró delirando al lado de su cama cuando él se encontraba copulando sobre la paralítica. En esas eventualidades dejaba a la niña que observase la escena, mientras él con la mirada fija en ella arrugaba un poco los costados de la nariz. Poco a poco el desvarío fue creciendo convirtiendo de ella una aberración al ser humano. Su padre le enseño a leer. A veces Selene se encerraba en los cuartos de arriba. Con diligencia devoró, al igual que su padre, todos los libros acumulados entre la polvareda de los cuartos: leyó tres de medicina, treinta novelas; doce de ellas sólo llegaban a concretar la mitad del escrito, ensayos, enciclopedias, biografías, recetas de cocina, hojas sueltas de papel periódico de años anteriores, instructivos, etc., mientras la vista se paseaba de una línea a otra entre las hojas sentía las paredes laterales cimbrándole los oídos, desbaratándole los tímpanos con un sonido insoportable. Llegaba a distinguir los renglones volar en el aire. “Son los que me hablan —decía— yo no, es la otra parte, son ellos, los que caminan detrás de los sueños los que me hacen…”. Se empezó a volver huraña. Ya no gustaba desasirse en sueños. El corazón empezó a secársele demasiando rápido.
En uno de sus aturdimientos trató de envenenar a Raquel con una sopa de fideos repleta de jabón de lavar. La inválida se negó a probar bocado; apretaba los labios chuecos como si supiera su destino. Otras veces se olvidaba de ella tal y como lo hacía Julián.
Salvo el pasar el día entero en casa Selene tomó por completo el lugar de Raquel; ésta quedó como un simple objeto, un aditamento, una entelequia que era utilizada sólo cuando aquella se tiraba a vagar por las calles y Julián la necesitaba por las noches cuando regresaba malhumorado de la recolección: a falta de infundir miedo en los recolectores, como antes, se tornaba más bravo que un toro frente a la invalida. La casa y sus alrededores fueron poco espacio para ella, a menudo se perdía desde las mañanas mientras Julián la esperaba sin dormir en toda la noche. No podía salir a buscarla; si bien joven, ya no tenía la misma fuerza que cuando buscó a Elena, las piernas ya no le respondían más que para el ir y venir diario del basurero. Las manos trémulas ya no podían ser empuñadas como antes, ahora se dedicaban a colgarse el bozal en el cuello y llenarlo de fruta podrida, y, si tenía suerte de algún pedazo de carne a medio comer, en la mayoría de los casos el morralito era repleto de la baba cansada del remanente de individuo. Empero, las locuras de Selene al contrario de molestar a Julián le agradaban, pues ya no tenía la fuerza ni las ganas suficientes para hacerlas por él mismo.
Durante una de sus irrealidades Selene salió huyendo por la puerta trasera de la casa. Partió hasta la alameda al otro lado de la ciudad: un lugar pequeño rodeado de bancas despostilladas y varios árboles apunto de caerse de lo viejo de su plantación. En el centro del parquecito se encontraba un kiosco donde los fines de semana servía para brindar espectáculos de payasos, mimos y bailarines callejeros mientras que entre semana, durante las noches, servía como techo de nómadas. Apenas se hubo detenido enfrente del kiosco dejó caerse en una banca sintiendo lo helado del asiento de metal en sus piernas y el aire fresco en la cara. La tarde comenzó a clarear. Concebía como el sudor de la cara se le iba escurriendo, se convertía en polvo y caía al suelo, en forma de gotas, desparramándose por todo el lugar a manera de una lluvia fina. Abriendo la boca tragaba bocanadas de aire puro. En el centro del templete una persona tocaba una sinfonola reparada con pequeños trapos, clips y varios alambres ya oxidados, ella giró la vista al espectáculo y como si tocase la música expirada de las ruedas de metal se dejó llevar por el sabor de la melodía en el aire. La tarde se le fue en una alucinación donde se imaginaba que era otra persona y que le gustaba correr tras las mariposas y que después estaba inscrita en un libro de grandes dimensiones entonces veía un hombre señalándola con el dedo índice y detrás daba cierre a la carpeta. Sintió como la destrozaban el cuerpo, moría y volvía a nacer; sintió como nacía, volvía a morir e inmediatamente le destrozaban el cuerpo. Así estuvo toda la tarde sobre la banca diluida de color hasta que quedó dormida.
Cuando despertó, la música se había ido, el aire que había secado su rostro estaba opaco, impalpable. Los griteríos de los pájaros se habían vuelto un silencio ruidoso para el cerebro. Se preguntó: “¿Y la luz?” Sabía que cuando empezó a dormir estaba oscureciendo pero nunca pensó que fuera tanto como para dejar el lugar en penumbras, en todo caso la luna alumbraba lo suficiente como para iluminarla bajo su resplandor. Los pies tocaban un piso de cemento, sí, pero no era aquel cemento rasposo de la alameda. Trató de girar y se topó con lo frió de una puerta de metal; estaba en un pequeño cuarto que le ahogaba la respiración, la retina comenzó a gesticular hasta enfocarse a un nuevo espacio sin alumbrar. Pudo distinguir un pequeño retrete, tres paredes de cemento sólido, una puerta de hierro y nada más. El cuarto era tan pequeño que no podía girar de un lado a otro sin tropezar consigo misma.
Mientras el cuerpo se iba habituando a moverse dentro de su nuevo espacio la mente comenzó a ordenar los artificios dentro del lugar. La comida le era servida por una pequeña rendija que estaba frente a ella, ésta era abierta dos veces al día aunque no discernía exactamente las horas precisas de tal enmienda. En esas ocasiones aprovechaba para pegarse en el agujero y observar fuera de su cuarto topando la vista con telones de metal que no dejaban ver algún rostro. El silencio era demasiado como para encontrarse con vida. Vaciló en hallarse dentro de un ataúd, pero esa idea desapareció pues aún podía sentir dolor, percibir olores y los sabores acerbos de la comida.
Al cabo de algún tiempo, su único incipiente en aquel lugar era cierto día a la semana: junto con unas pastillas que escupía en el retrete le pasaban un lápiz de goma que ella enterraba en su sexo restregándolo con fuerza para desfogarse un poco y después devolverlo mientras librando su figura en un costado escuchaba un cuchicheo detrás de la puerta y después, cuando éste concluía, a postergar su agonía por otra semana más.
En las noches, a veces se despertaba por ruidos que provenían, según le daba a entender su razón, del compartimiento contiguo. No entendía significado alguno pues la voz hacía mella entre lo grueso y poroso de las paredes. Las voces le comenzaron a inquietar y terminaron por agobiarle. En el día el susurro se convertía en un silbido apenas sensible al oído, en cambio, en las noches después de que había recibido la comida -suponía que era de noche pues sentía un tanto del letargo que provoca el sueño- los cuchicheos tomaban forma de sílabas, de sentido poco perceptible pero si el silencio en el lugar era austero podía rescatar dos o tres frases inconexas entre sí pero con sentido propio. Logró escuchar frases como “rosca, hoja, estaca” y lo que le llamó más la atención fue escuchar su nombre: Selene.
El lápiz que alguna vez sirvió para satisfacerla terminó por transformarse en una especie de ganzúa para escarbar en las murallas. Al principio fue fácil pues la pared estaba recubierta por una delgada capilla de yeso, pero, después de la primera prenda se topaba con un manto de argamasa, tan duro como la puerta frente a ella. Durante meses se propuso la tarea de lograr traspasar al otro lado de la cortina. Con la mina que le era dada una vez a la semana, mordía un pedazo y se lo quedaba para sí, introducía el otro en su vaina, lo pasaba por la rendija y escuchaba los jadeos detrás de la puerta mientras ella bufando de cansancio, para ocultar el sonido de la limadura, trataba de taladrar la pared. Las uñas también le sirvieron como un especie de garba, varias de ellas sobre todo las de los dedos índice y medio y pulgar fueron extirpadas de raíz ante la dureza del concreto.
Luego de meses consiguió hacer, por fin, un pequeño agujero del tamaño de una monedad de cinco centavos, por donde cabía la punta del dedo meñique pero sin traspasar al otro lado. Siguiente a ello se ayudaba con los dientes para ampliar la longitud del aro. Supo que había atravesado la pared cuando una lucecilla atravesó de lado a lado la cámara en la que se encontraba. En las noches pegaba el oído en espera de alguna voz sin recibir réplica, luego se dedicaba a decir: “¿Quién eres, cómo es que conoces mi nombre, porqué estamos aquí?” Al principio las preguntas sólo recibían respuestas parecidas a rasguños de voz. Con las orejas pegadas al orificio de la pared, Selene oía el eco del aire dando vueltas en su tímpano.
Un día después de haber vacilado realizando figurillas sobre la pared Selene recibió contestación:
—Date algo de beber, mi niña, no tienes sed. Debió haber sido cansado estar escarbando sobre la pared, no estás cansada. Había escuchado, por vez primera, del otro lado de la pared.
Ella pegó los labios y apuntó:
—Eh, beber, tengo la garganta seca sí, pero aquí no hay nada para beber.
—No importa, hija mía, descansa seré yo quien hable ¿no estás cansada?
—Sí, sí estoy cansada pero eso no me descombra, es esto, no se de que se trata, estoy aquí cuando debía estar… no sé...
—Te entiendo y te he entendido de siempre. Algo como tú o como yo no debería permanecer encerrado, deberíamos ser libres —afirmó la voz serenamente.
—Sí, libres. ¿Cómo, nosotros dices?
—Así es.
—Tú y yo.
—No mi niña somos más —dictaminó con una templanza bastante perspicaz.
—¿Cuántos, a cuántos más privan de su libertad, cuatro, cinco, una docena de nosotros?
—No, no uno ni dos sino una legión, porque somos muchos los enterrados en vida.
—Somos, dices, enterrados ¿qué somos?
—Hija mía, somos ese algo que es oscuro y pardo, ese algo que no está en nosotros y sin embargo se encuentra dentro de nosotros mismos, buscándose a sí mismo.
— No te entiendo. ¿Tú me entiendes? Necesito que alguien me entienda, porque desde que…
—Shh, ruidos —irrumpió el sonido del otro lado de la pared. Los ruidos cesaron—. Te entiendo son ellos los que no comprenden del todo: nos esconden, nos esconden porque quieren tragarnos, escondernos, se trata sobre lo que ya no desean ver porque da miedo ir allá donde el calor quema al fuego.
—Aún no comprendo. Quién desea que no salgamos, esto quema y duele —dijo ella acurrucándose en la esquina de la ratonera.
—No es cuestión de que lo entiendas. ¿No has sentido derramarse la saliva de Dios sobre ti, no has sentido cómo a uno le duele el cuerpo mientras Él se regocija viéndonos sufrir? Pero no temas es una bendición que sólo abrasa por costumbre. Somos su costra y aunque no nos quiera y nos rasque de sobre Él, jamás se podrá librar de nosotros, por que desde el principio venimos y al final llegaremos para estar frente a su presencia.
—Sí, me consume, me duele y devora las entrañas por dentro como un mordisco —mencionó ella contoneando el cuerpo aferrándoselo con las manos.
—Sé que te hiere, para eso nacimos, pero no desesperes.
—Es sólo que no estoy conforme con esto. —decía ella, mientras trataba de ver, empujando el ojo, a través del agujero en la pared. Un soplo de polvo le hizo recularse hacia atrás para tallarse la retina con el puño.
—Bien, pequeña, ya empiezas a discernir mis palabras. Hace ya mucho tiempo que gente que no es como nosotros nos veda la libertad, sólo porque no nos conformamos con ver cuerpos blandos, descarnados; cuerpos carentes de semblante y grosor convertidos en imágenes escondidas de la vista del otro; escondidos del habla sin labios que lame el aire con una lengua incolora, robusta, áspera que quema y seca a quien la oye. ¿No has sentido, por instantes, que hemos dejado de saborear?
—¿Y quienes son ellos? Mi lengua ya no tiene sentido del sabor ni siquiera en su punta —dijo ella volviendo a levantarse y pegando la oreja en el orificio.
—Ya vendrá, no te preocupes. Los culpables son esos traidores, ellos vagan por doquier mi niña; rostros, caras sin nombre que dejan en el aire un sabor a ébano y marfil que idiotiza; es por ellos que ya nada se sabe de los dientes que no temen aferrarse a un mendrugo de carne, morderlo, jugarlo en la saliva hasta empaparlo y arrancarlo a la fuerza, por eso aquí ya no hay nada, lo que uno ve son invenciones de cuerpos que alguna fueron de de carne y hueso, o eso es lo que nos han hecho ver; ni siquiera sé si deba pensar en un nosotros.? No estará ya muertos y somos nosotros los únicos?
—Sí, sí no temas, somos varios, los he escuchado: es de noche cuando dejan verse y en el día se esconden y donde se esconden no se puede salir, es una prisión demasiado fuerte —dijo ella deshaciéndose del pequeño vestido blanco, que cubría su anatomía—. Pero ¿acaso nosotros nos hemos comportado de igual manera?
—Bien, no es que nos escondamos, es que esperamos. Somos varios pero todos siempre en uno y ese uno está ahí, sólo que lo han olvidado, nos han olvidado, pero somos como una mancha, como si hubiéramos vegetado todo el tiempo en este lugar; aquí, escondidos, esperando la oportunidad para refractarnos a donde las voces no son sordas y huecas, allá donde estoy seguro de conocer cada rincón, cada hebrita de carne, cada pensamiento o palabra que se logra articular, el significado de esto o aquello que se dijo, esa oportunidad llega y se que tú también lo sabes. ¿Me entiendes?
— ¿Es acaso que tú llevas años aquí?
—No es aquí donde yo estoy sino ahí. Verás, por un tiempo, no sé cuanto, mucho, poco, me he visto nacer de los pensamientos de los demás, así se ha hecho siempre: cuando ya no te ocupan te dejan de pensar y forman otra figurilla que se aferrará por un tiempo al hueso y a la carne hasta que se pierda quien fuiste, así, siempre figura tras figura que después de un tiempo dejará de ser pensado y morirá para pensar en otra y otra y detrás otra hasta que se deje olvidado lo que uno fue. Tal vez es eso, tal vez alguien me pensó y estoy apunto de existir con sus recuerdos o quizá soy yo quien vivía aquí y pensé en alguien a punto de pensarme y olvidarme por completo, esto es más probable porque he dejado de sentir o estoy sintiendo no sé, no tengo recuerdos, puedo pensar sí, pero no se porqué pienso, nadie me enseñó, ni siquiera recuerdo de donde vienen estas cosas, no sé como puedo hablar de personas si no las he conocido. Ni siquiera se si hay gente o son formas utópicas trazadas por una mina que ha dejado de pintar con líneas gruesas. Sea como fuere no he logrado verlas, aunque sí oírlas o he creído oírlas; de igual forma la gente que has visto es la que has querido ver, lo sé, aunque en mi caso no sé si quiero ver a alguien.
—No digas eso, yo quiero verte y que me veas —apuntó ella con tono cariñoso.
—Lo siento pequeña, algo no anda del todo bien, hemos olvidado navegar a través de los oscuros laberintos del corazón para que recobre su instinto, sé que debo estar dentro, en alguna parte, guardado, pero aquí ya no es posible navegar sólo por encima de la gruta. Tal vez por eso no he salido, eso y el no estar dispuesto a encorvarme ante los demás. Sé que saben que estoy aquí y entiendo, sobre todo, que el motivo que no me haya podido levantar es que la gente no me ha logrado recobrar del todo, tal vez se han estado formando una idea, en espera. Día y noche sé han hecho uno para mí, no hay color en el cielo, aún no lo distingo no se ve nada aquí.
—Es igual conmigo, será quizá que todos estamos ciegos?
— Tal vez, sólo que de diferentes maneras hija.
— ¿No entiendo?
—No hay verdad, no hay nada real, no hay nada aquí, por eso es que nada es signo y tinta en este lugar.
— ¿Quieres decir que no existen ni los sueños?
—No hay sueño, por lo menos yo no lo he sentido, aunque sí cansancio o algo aparente, algo que se ira cuando salga o cuando entre. He descubierto que lamiéndome la piel empiezo ha tomar color, lo hice al principio, deberías hacerlo, he dejado de hacerlo, porque no debo apresurarme. Debería sentir asco, repulsión, temor, pero no los siento; aquí los sueños dejan de ser sueños para convertirse en vida y la vida dejó de ser vida para convertirse en algo sucio; un no antes un no después para trocarse en un nada que está hueco y hace falta llenarse con perlas, que estas no las merecen los cerdos.
— ¿Y nosotros seremos capaces de merecer eso que tu has nombrado?
—Claro que podemos. Lo único que debemos hacer es renegar de nosotros mismos, pues para alcanzar un grado mayor debemos deshacernos de nuestra individualidad misma. Es únicamente mediante el sacrificio de nuestros cuerpos como podemos olvidarnos que somos diferentes y demostrar que las multitudes en realidad son sólo uno. Eso es todo, así pasa, así por siempre, un ciclo, no soy el único y no me niego, pero, sssh es tiempo de que duermas y olvides esto, no te conviene estarme escuchando. Shhh, se oye ruido debemos descansar.
Selene con la oreja pegada al pequeño hueco que no traspasaba a ningún lado y con los dedos introducidos en su altar continuaba empecinada en seguir escuchando a través del orificio. Cubriendo la totalidad del hueco con la oreja el aire se acumulaba metamorfoseándose en un sonido parecido a las olas del mar. El sonido de la puerta abriéndose en compás no le importó. Escucho ruidos detrás. Luego cayó rendida, lanzando bramidos, en el suelo del cuarto con los dedos roncando sobre su pelvis.
III
El manicomio se encontraba a las afueras del centro de la ciudad de Tijuana, a un costado del hospital, en medio de un hueco entre dos cerros. Era parte de un sanatorio, de nueve pisos, que se había formado en la década de los ochentas como parte de la donación de una construcción que fue abandonada a su suerte por un acaudalado hombre de negocios. En principio, fue diseñado para establecer en el área un hotel de gran renombre, con un casino, cancha de tenis, albercas, un campo de golf y una pequeña plaza dentro del mismo sitio. La idea había cultivado la avaricia de varios financieros: un hotel dentro de una montaña, donde las personas pudiesen disfrutar de sí mismas en contacto con la naturaleza era análogo a disfrutar de las mieles de la riqueza. Sin embargo, la poca afluencia de personas por el lugar consignó en que los aprobadores del proyecto desistieran el financiamiento del mismo: la empresa fue abandonada a su suerte quedando en un simple bosquejo de edificio. Años más tarde este mismo consorcio compró en su totalidad el pueblo realizando una especie de fraccionamiento para personas de bajo interés económico.
Las instalaciones, posteriormente, a ser abandonadas en su totalidad contaban con dos áreas casi en completa construcción: la grande, en medio del camino entre la planicie del cerro y el fondo del mismo, utilizada en ese tiempo para abrigar a cuanto malviviente quisiera pagarse la renta con un par de cartones para dormir protegido por su propio calor; después sería utilizada como hospital, y un área más pequeña como a cincuenta metros hacia abajo alejada de la otra, ésta jamás fue habitada por los vagabundos porque un espacio de hierba bastante elevada la cubría en su totalidad y porque, además, el calor ahí era insoportable, capaz de saciar, en cuestión de horas hasta la última partícula de agua de una manzana madura.
El área pequeña era más bien parecida a un almacén que a una construcción dedicada a disfrutar de los placeres carnales, de hecho había sido construida para resguardar los valores sustraídos como ganancias del hotel. Ambos aparejos vistos desde lo alto de la colina tomaban forma de una fortaleza imponente.
Durante muchos años el lugar fungió como basurero donde malvivientes tenían su hogar entre la inmundicia y la gangrena desperdiciada por la sociedad. Ahí los sueños vagaban por la noche al ronroneo de los grillos, los mugidos de las tripas hambrientas y el desahogo de las masturbaciones de amores mentales mientras que en las mañanas se escondían bajo los escombros de los pedazos de cartón regados en el piso. A pesar de ello, el lugar era cómodo para sus habitantes; los mamarrachos y demás locatarios vivían como reyes en palacio real. Jamás eran molestados; la policía pocas veces iba hasta aquel lugar y cuando se postraban a realizar una visita era sólo par tirar uno o dos cuerpos de prostitutas con los que se les había pasado la mano después de una noche de juerga y las habían molido a golpes o ellas mismas terminaban intoxicadas por una sobredosis de drogas. Esto no incomodaba a los inquilinos del lugar pues cuando los cuerpos de las rameras aún no se encontraban en completo estado de descomposición y mientras despedían, todavía, un humorcillo tibio de los fervores del cuerpo, como animales, varios de los vagabundos no dudaban en disfrutar los placeres que les habían sido negados por haber nacido entre la mierda.
Con el paso de los años, la falta de aseo del lugar provocó primero, que el lugar se convirtiera en una letrina gigante y seguido de ello que el aire de la ciudad se bañara de una inmundicia que fue rápidamente reculada por los inquilinos de las cercanías en forma de reclamo. Más que el hedor asqueroso que despedía e impregnaba todo el lugar, era interés del pueblo seguir permaneciendo en el olvido de las ciudades aledañas, habían vivido bastante bien a pesar de ser pocos y no querían ser despojados de esa privacidad. Los oriundos, aunque pocos, eran gente bastante calmada; difícilmente buscaban el darse a notar y, de igual manera, habían vivido en serenidad, escondidos del mundo durante años. Al final, los reclamos por el hedor y alegato de que la construcción era una escuela de ladrones o personas dedicadas a las malas artes, lograron que el lugar fuera convertido en hospital. La firma del dueño no fue fácil conseguirla, sin embargo, cuando el gobierno ante la petición de los conciudadanos y la promesa de su voto nuevamente, le asignó otra propiedad de iguales proporciones pero esta vez frente a una localía mucho más rentable, el permiso fue firmado de inmediato.
En los planes que se tenían para el terreno, se había acordado que el ala grande se tomara como hospital. Mientras que la chica se dejaría como dispensario para resguardar las medicinas.
Cuando se inicio la limpieza para adaptarlo a sus nuevas necesidades los trabajadores encontraron infinidad de problemas: los vagabundos, toneladas de basura, estiércol, vidrios, clavos, papel, plástico, cables, alambre, fierros además de una enorme cantidad de grillos, cucarachas y ratas que defendieron con mayor firmeza su hogar, incluso más que los propios vagabundos que sólo optaron por tomar sus cartones, costales, tramos de ropa y retirarse a cualquier otro lugar donde los dejasen seguir viviendo calladamente su muerte. En cambio, Las ratas se abalanzaban sobre las personas encargadas de la limpieza, como marejadas de agua. Los grillos hacían rechinar sus patillas emitiendo un sonido insoportable, las cucarachas se amontonaban sobre los zapatos de los trabajadores para defecarlos encima formando montañas de excreción mal oliente. Poco a poco las plagas fueron diluyendo su ímpetu por conservar el lugar hasta que terminaron por retirarse de forma pacífica refugiándose dentro de las casas lindantes al cerro. Los problemas no cesaron al desalojar a los aferrados inquilinos. Los baños de los cuartos estaban completamente obstruidos por jeringas, restos de comida, animales muertos, nidos de rata, huevos de araña, cucarachas muertas, ropa sucia, pelos, excremento, pedazos de cartón, etc.
Lo más desagradable para los encargados de restablecer el lugar era el encontrar las estructuras óseas de bebés disecados. De algunos de los excusados se llegaron encontrar hasta siete fetos que eran desechados por algunas madres que, o bien preferían tirar al crió antes de traerlos al mundo para evitar las lagrimas, las penurias, el sufrir igual que ellas o bien los desechaban para evitarse la simple molestia de tener que lidiar con ellos mientras aprendían a valerse por sí mismos. Los embriones se habían acumulado uno sobre otro entre la mierda, comida y jeringas formando una masa que obstruía los retretes. Algunos de las escorias no se podían distinguir si eran engendros de ratas, perros o seres humanos. Cuando se descubría que eran de ratas, perros o cualquier animal que no fuese humano se les prendía fuego a la vista de todos los demás trabajadores, quienes con un placer interno exteriorizado a la vista con caras de repulsión observaban los retorcijones de dolor en los cuerpecillos. A veces el fuego duraba durante horas porque los fetos más grandes portadores de conciencia y aún vivos se refugiaban, empujándose con la poca fuerza de cuerpos sin huesos, en el cuello de los retretes donde eran consumidos por el fuego poco a poco.
Hubo un trabajador que encontró dentro de un excusado varios de estos críos que aún respiraban, sin embargo, esa vez se les dejó morir con el tiempo por no estar seguros si los desechos eran humanos, animales o mezclas de ambos: algunos de ellos tenían, sí, el cuerpo con sus cuatro extremidades bien definidas pero en el rostro se observaba una trompa más parecida a la de un cerdo que a la de un humano, de esa misma manera la frente totalmente arrugada simulaba un cachorro canino cubierto de pelo. El problema de los excusados fue grande. Una minoría de ellos tuvo que ser cerrados definitivamente para instalar tubería nueva.
Una vez atrancados varios cuartos que jamás se volverían a abrir, otro problema al que se enfrentaron fue que tanto las paredes como los techos de las habitaciones estaban llenas de mierda disecada. Cuando el cuarto no contaba con ventilaciones el olor se tornaba insoportablemente putrefacto. Era imposible entrar en el edificio sin volver el estomago. Al cabo de dos semanas de trabajo dos pintores encargados de restaurar el color al edificio murieron por el hedor. Fue entonces que se optó por abrir las llaves dentro del edificio y dejar correr el agua hasta que limpiase por sí solo el lugar. Fueron dos días en que las llaves de los abrevaderos tardaron en soltar agua que no fuera puerca y llena de lodo. Y no fue sino hasta estas instancias que los trabajadores se retiraron del lugar y no regresaron hasta la semana siguiente cuando el fluido había hecho su trabajo trayendo con sigo una inconmensurable cantidad de desechos, de todo tipo, adjuntados por el lugar. Fueron montañas de excremento, ratas muertas, perros, fetos, basura, comida, trapos, sueños atrapados entre las paredes del edificio que ahora terminaban por desprenderse de su realidad para regarse en el riachuelo corriente del suelo. Las montañas de basura fueron retiradas en el espacio de semanas con la ayuda de palas, rastrillos, baldes, bolas de hule y recipientes de metal para cargar con el contenido. Algunas de los desperdicios rodaron hacia el edificio de más abajo.
Una vez concluida la limpieza del edificio mayor se inició la limpieza de las partes aledañas del lugar. Entre la hierba varios cadáveres fueron encontrados cubiertos con piedras o escombrados entre la tierra. No se culpó a nadie por esas muertes, era demasiado exhaustivo buscar culpables además, si el calor era insoportable en verano, en invierno el frió no distaba de fabricar cubos de hielo; se contenía dentro de esa parte del lugar cobrándole caro a los vagabundos el no portar la ropa suficiente para protegerse, frío o calor: esa era la mejor explicación para las muertes. Una vez que no se pudo seguir desyerbando el lugar, se definió una estrategia: el espacio que distanciaba el ala grande del almacén estaba cubierta por una hierba tan alta que fue necesario prenderle fuego para hacerla desaparecer. Al principio la hierba no cedía ante el fuego pero una vez que la forma de cono donde estaba situado el lugar hizo su trabajo provocó que el incendio fuera de tal magnitud que cubrió completamente el cielo de la ciudad. En ese tiempo varios de los habitantes decidieron no salir de sus casas hasta que parase de caer ceniza y ésta no paro hasta la tarde de un par de días siguientes.
Concluida la limpieza del lugar se inició con su acondicionamiento. Se decidió que debido a la falta de médicos que quisiesen trabajar en el hospital sólo se utilizaría el área grande y ésta sería únicamente atendida por internos que aún no se recibían apoyados por uno o dos galenos capacitados. Por este motivo la ayuda proporcionada dentro del hospital era de origen familiar, se trataban casos leves de torceduras, vendajes, recetas de pastillas para la gripe, vacunas contra el sarampión, la viruela, etc. Debido a la falta de vigilancia el lugar terminó por regresar a los vagos y mal vivientes a retomar el espacio como morada. Dormían en las partes circunvecinas en espera de la noche para entrar a robar el poco medicamento con el que se contaba en las instalaciones. En algunas ocasiones era tal la afluencia de adictos en el lugar que se mataban unos a otros por saquear los medicamentos, sin importar si éstos lograban hacer algún efecto en su organismo. Esto en lugar de disgustar a los médicos interinos era, para ellos, un beneficio según decían, pues acostumbrados a tener la muerte entre sus manos no les parecía de mayor importancia el encontrar a un mal viviente, que a nadie importaba, tirado en las postrimerías del clínica. Incluso cada mañana al llegar lo primero que hacían era ir a la parte donde guardaban los medicamentos en busca de cadáveres, éstos les servían para practicar las cirugías u observar las partes internas del cuerpo humano. En la escuela era difícil que un estudiante de los primeros grados de la carrera operase si no contaba antes con la autorización de gente especializada y esa autorización únicamente después de haber sido un interino y esto significaba cuatro años de estar buscando la oportunidad. En cambio, con estos indigentes podrían hacerlo cuantas veces quisieran sin reproche alguno. En varias ocasiones a falta de difuntos ofrecían a vagabundos una fuerte cantidad de narcóticos con tal de que los dejase hacerle un pequeño corte, terminando, infinidad de ocasiones, por quitarles la vida debido a la inexperiencia “Son fallas que uno debe cometer” se decían entre ellos. No era que los médicos fuesen malos ni que desatendieran el juramento a Hipócrates era sólo que entendían que para salvar mil personas era necesario sacrificar algunos máxime si estos eran nadie. Los cuerpos, jamás reclamados, eran enterrados en el patio de las instalaciones mientras que los otros eran devueltos a sus congéneres con una disculpa: “Hicimos todo lo posible… Usted disculpe…El paciente presentaba un cuadro crónico en la parte toráxica justo delante del ganglio semilunar… ”.
Así, la constante falta de medicamentos fungió en que el hospital llegase a verse en la necesidad de crear un área especial donde se ofrecían vacunas para los animales, especialmente perros, con el fin de recaudar recursos para mantener los botiquines con suficiente medicina. Así fue como resolvieron dos problemas: la falta de remedios se resolvió con los servicios veterinarios y el deshacerse de los cuerpos muertos redituó en darles de comer a los animales que vacunaban.
No tardo mucho en cobrar factura el mal manejo de los interinos. Una infección que tumbaba a quien la padecía se convierto en epidemia, terminó recayendo en los inquilinos del hospital, la enfermedad algo rara consistía en llenar el cuerpo de semillitas llenas de agua viscosa, de gran opulencia, los hacía delirar de fiebre además de escupir una pus amarillenta por la boca y nariz y las aberturas de los párpados. Las pústulas venían acompañadas de un delirio seguido de la perdida de la razón. El problema surgió cuando aunado a este problema una ola de sarampión llegó en la ciudad inundándose el hospital de gente en espera de recibir ayuda. Las ronchas eran enormes brotes de carne rojiza. A las puertas del hospital se aglomeraba la gente en busca de alivio a sus dolores. Restringidos en cuanto al dinero no era posible comprar jeringas nuevas teniendo que esterilizar las usadas. Debido a la gran cantidad de inyecciones que se tenían que administrar a diario era imposible esterilizar las inyecciones. Los médicos se empezaron a preocupar por la falta de medicamento las jeringas se confundieron llegándose a utilizar las destinadas para los animales para inyectar a las personas. El hospital resultó en cuarentena. Varios de los enfermos llegaban con una leve infección en la garganta o con una simple gripe y en vez de una cura obtenían el estar hospitalizados por meses enteros en espera de que alguien les diese explicación a su problema. El medicamento acabó así como fueron acabando los médicos, sólo algunos se quedaron. Tuvieron que implementar nuevas visiones que no fueran las de los campos de la medicina. Terminaron por acercar a los perros para que lamieran las llagas de los infectados con sarampión. Esto les causaba satisfacción a los enfermos además que la saliva les quitaba la comezón momentáneamente terminaba por cicatrizarles las heridas, En junio cuando vino el calor, el problema fue peor: los perros en el patio contrajeron la rabia infectando a los internos que antes habían sanado. Aunado a ello la gran cantidad de enfermos dentro del hospital hizo del lugar un infierno. Esto influyó en que los cuartos censurados en un principio comenzaran a derretirse y proveer al lugar de un aire lúgubre. La mole de gente se sentía en asfixia. Fue entonces que se decidió abrir el ala este de la construcción, la que se encontraba al fondo del peñasco. Al principio fungió como un aditamento más para el hospital. Era ahí donde iban a dar los enfermos en fase Terminal. No se contaba con médicos para atenderlos y los desahuciados eran dejados a su Suerte, algunos salvaron su vida pero no así su lucidez, quedando desechos de sus cualidades intelectuales.
Después de meses la epidemia fue derivando en simples casos que eran curados con antibióticos hasta que un trece de marzo el rubro de la epidemia se dio finalmente por terminando. En corto tiempo el espacio del hospital se fue desabitando hasta llegar a contar con una afluencia de gente normal. Las muertes fueron tantas que se convirtieron en una estadística; cuando se mencionaba el incidente se prefería hablar de números y no de victimas o nombres.
La epidemia había dejado a varios de los enfermos no capaces de actuar por ellos mismos. Éste motivo incito que el ala este de la construcción no se cerrara y al poco tiempo de abierta había dejado de funcionar como resguardo de enfermos terminales para ser destinado a convertirse en un área siquiátrica.
Dentro del hospital siquiátrico se formaron tres pabellones: el A que se encontraba en la parte norte, donde eran aceptados aquellos enfermos que tenían que ser controlados bajo medicamento y rara vez convivían con los demás habitantes del lugar; cada uno en su cuarto grande y eran sacados a la parte amplia una vez a la semana. Estos enfermos cuando tomaban sus medicinas eran bastante torpes y faltos de lucidez, sin embargo, cuando por alguna razón el medicamento hacía falta se tornaban iracundos ante el simple silbido de una hoja rompiendo el aire, cuando pasaba esto los dejaban encerrados hasta que dormían y después eran inyectados con un solución que les calmaba las ansias. Debido a que sólo salían una vez a la semana de sus cuartos se decidió que no era necesario tener algún tipo de cuidado especial con ellos.
El ala B; en la parte sur, había sido destinada para los enfermos inofensivos, éstos se dedicaban a rondar por un cuarto parecido a un angar que a su vez estaba dividido en su interior por pisos de tres colores. Los colores definían diferentes áreas la parte azul correspondía a la zona de las regaderas, el lugar contaba con tres regaderas que rara vez eran utilizadas debido a que el lugar terminaba por llenarse de agua y ésta, a su vez, con el paso de los días se transformaba en lama; el área verde dedicada a recibir el alimento, contaba con una mesa de madera sin sillas dejando todo el espacio sobrante pintado con un color azul terroso para que los internos reposaran todo el día, no había camas, los cuerpos se dejaban caer donde les topara el sueño.
Y el tercer espacio era la denominada ala C ésta se encontraba dividida por veintitrés cuartos; dieciséis de ellos de un tamaño normal pudiendo colocar una cama dentro y tener espacio para colocar un pequeño mueble de madera o cualquier otra cosa. De los otros siete restantes seis consistían apenas de un metro de ancho por metro y medio de largo y estos blindados por una puerta de acero de grueso espesor mientras que el séptimo el del final estaba siempre sellado. En principio estos siete cuartos fueron pensados para guardar el dinero recaudado por las ganancias del hotel pero una vez dejado a su suerte ahora eran adaptados como trampas para los enfermos que carecían de una completa lucidez considerados como peligrosos. Fueron acondicionados con una letrina y era todo lo que se podía retener en esas celdas.
En principio el nosocomio era atendido por el mismo personal del hospital, recaudando en una compleja desatención de las dos partes: la mala distribución de los enfermos debido a que los médicos no contaban con un entrenamiento adecuado para las evaluaciones recabó que durante los primeros días el área B fuera un tremendo dolor de cabeza para los médicos encargados, varios de las internas quedaron embarazadas; a los médicos se les olvido que aunque bastante estúpidos los internos aún contaban con la naturaleza en la espalda. Las internas tuvieron que abortar al crió, algunas rechazaban la idea de perder a un bebé, siguiendo viajando en el mundo ilusorio de estar embarazadas de por vida. Fue entonces que se tomó la decisión de que con la misma solución con que se esterilizaba a los perros se esterilizara a la gente que venía a dar en el manicomio. El problema de los embarazos cesó.
El descuido cobró en poner atención al lugar. Se decidió traer una persona capacitada para hacerse cargo del lugar. La doctora Mayra Corona fue asignada a ocupar el puesto de directora del sanatorio. Con el tiempo se hizo tanto de ayudantes como de pacientes. Los primeros afectados que aparecieron como tales y que no eran producto de la enfermedad de la cuarentena fueron un par de enanos: por esos tiempos una tropa de cirqueros se postró en las afueras del lugar cerca de la clínica. Cuando se retiraron dejaron al cuidado de la doctora a gemelos enanos de no más de nueve años de edad que aunque no padecían de sus facultades sirvieron, con el tiempo, de gran alivio de los demás internos. Nunca llegaron a reaccionar con la sagacidad de la madurez. Eran como dos niños que se reían sin parar como memos. Al principio Mayra se hizo cargo de ellos llevándolos consigo a casa, no dudaba en protegerlos como a sus hijos. Cada que acarreaba con ellos al trabajo se divertían haciendo reír a los internos. Apenas tuvieron edad para decidir no dudaron en quedarse de planta en el edificio. Desde un principio fueron incorporados en el ala B; se adaptó una cama pequeña donde dormían los dos, acurrucados uno con otro. Durante años se conjugó en todos los inquilinos de esa área una armonía al grado que la doctora pocas veces tenía que acudir para atender lesiones graves.
En lo que se refiere al ala C, ésta duro bastante tiempo en ser ocupada: el primero en ocuparla fue un hombre bastante grande con la frente bastante ancha y los brazos como dos robles duros. El solo y por su propio pie ingresó al hospital. Caminaba con una mano pegada al pecho y girando el cuerpo hacia los lados, por sus movimientos parecía ser bastante retardado, constantemente movía las manos con un gesto digno de la burguesía inglesa en señal de aprobación, la comida no era probada si antes no era catada por alguno de los guardias, de igual manera éstos eran los encargados de sacarlo a pasear al patio. De los demás internos se le puso el nombre de Bóltom, porque era el sonido que despedían los constantes golpes de la cabeza rebotando sobre la puerta de acero, lo hacía hasta que después de horas acababa por lacerarse la frente. Este fue el primer inquilino de los cuartos pequeños.
Otros personajes fueron cayendo a este pabellón, hasta poblarlo casi en su totalidad sólo quedó un pequeño cuarto al final de la pared que no tenía comunicación con ninguno de los demás, pues del lado izquierdo siempre lo ocupó un ermitaño sordo y mudo de nacimiento, mientras, en principio el de la derecha estaba solo y éste duraría así hasta muchos años después que seria ocupado por una joven.
Además de Mayra el hospital sólo contaba con poca atención médica uno o dos médicos interinos que eran sustituidos dos o tres veces al año, además se disponía de una sicóloga de profesión, atendía los problemas de los internos llegando a solucionar varios casos. El paso de los años logró hacer de ella una experta en tratar a los internos. De Bóltom logró averiguar mediante la terapia de la hipnosis, que había matado a sus padres y que su verdadero nombre era Raymundo. Durante las sesiones de hipnosis el gigante se comportaba con gran lucidez como si se hubiera quedado atrapado en un sueño y ahí viviese la vida real. Sin embargo, la sicóloga fue transferida a un hospital más grande en Morelia.
Además de los interinos estaban los encargados de la seguridad al mando de Saúl, los demás eran guardias que al igual que los médicos constantemente eran cambiados de puesto. No así Saúl que contaba ya con varios años a cargo de la seguridad del hospital y ahora del manicomio. Sus funciones dentro del lugar no se limitaban simplemente en cumplir con el cuidado o el ahuyentar a los mal vivientes sino que era él el encargado de bañar a los internos del ala A cuando se ponían necios o de sostenerlos cuando no querían tomar su medicamento. Se encargaba también de sacar a pasear a Bóltom y de vez en cuando fungía de medico en cosas menores como vendajes o el diagnosticar algún tratamiento.
Al cabo de siete años el lugar se fue poblando y con ello estabilizándose hasta lograr convertirse, tanto el hospital como el psiquiátrico, en lugares aptos para trabajar. El único problema era en verano cuando el calor se volvía insoportable. El ala A no tenía tanto problema pues los inquilinos eran bañados constantemente con una manguera de riego. En el B se abrían las regaderas y los internos se revolcaban desnudos en lo fresco del piso, esto lo aprovechaban los enanos para subirse sobre las espaldas de los demás y jugar saltando de un cuerpo a otro frente a la risa de los demás que los aceptaban sin remordimientos. En el pabellón C las puertas de acero hacían sudar copiosamente a los internos llegando a matar a varios de ellos, sin embargo, las ausencias no se notaban del todo ya que cada que alguien moría se tenía que traer a un nuevo inquilino para cubrir su lugar. El encargado de conseguir los nuevos ocupantes era Saúl. Él los escogía de los lugares más pobres, a veces no tenía que ir muy lejos pues al dar un paso fuera de la clínica ya un mamarracho lo esperaba, además esta operación no se fluctuaba sino una o dos veces por año. No era sólo por tener lleno el lugar sino que desde la epidemia no dejarían de ser monitoreados por los consiguientes diez años, después de ello no se tendría que buscar remplazar a nadie. Los encargados de las visitas debían constatar que el registro de los internos igualara al mismo numero de personas dentro del lugar de no ser así se proyectaban visitas para hacer cumplir los reglamentos y llevar una investigación exhaustiva de las desapariciones o muertes ocurridas. Estas muertes a veces eran inexplicables por lo que era necesario recurrir a sustituir un cuerpo por otro en lugar de rendir cuentas. Además, mientras se daba la investigación el hospital dejaba de recibir las remesas mensuales para la manutención del lugar. Mayra estaba enterada de esto pero como prefería ayudar a los más que se pudiera no le quedaba otra cosa que aceptar el hecho como si nada hubiera pasado y tratar al nuevo habitante como había tratado al anterior, haciendo de cuenta que tal cambio no existía. Fue así como durante años una persona sustituía a otra, no importaba si estaba enferma o no a la larga terminaría por estarlo.
IV
El metal sólo regresaba a los labios la dureza y frialdad del aliento mismo. La voz retornaba sobre sí haciendo tragarse las palabras aun antes de pronunciarlas. La lengua relamía los labios resecos, llenos de pellejos arrancados por los dientes. Con el rostro pegado a la puerta de acero, el hombre sudaba copiosamente con los quejidos provenientes dentro del cuarto. No era la primera vez que gozaba con escuchar los gimoteos de aquella alcoba, pero, ahora era diferente ahora ella lo deseaba, le hablaba.
Cada jueves, sin falta alguna, Saúl, instaba a Manuel a intercambiar el turno de ir a descansar:
—Nada, nada, tú te vas conmigo Saúl, no es necesario que te quedes, ya basta con que soportes a esta manada de imbéciles durante el día como para querer socorrerlos durante la noche —decía cada jueves Manuel, pues sabía la respuesta.
—No seas desgraciado Manuel ya ves que a estas personas nadie las procura, nada más nos tienen a nosotros…, así es que nada, vete tú yo aquí me quedo que no me importa batallar un poquito más.
—Allá tú, yo me retiro a beber un par de tragos y luego a follar con alguna de las putas de por ahí.
—Como veas, en otra ocasión te acompañaré —expresaba, siempre, mecánicamente Saúl.
Luego Manuel terminando con los sobrantes de café del vaso de unicel y tomando su mochila sobre el hombro:
—Lástima, pero, la semana siguiente, el viernes, en el bar, hay un programa de bailarinas, lo tengo controlado le diremos a Mayra que nos deje salir temprano y… ¿Vas a ir?
—No estoy seguro, Manuel, tengo que llegar temprano a casa.
—Solo dime si vas a ir...
—Claro, Manuel —contestaba siempre Saúl pues sabía que a Manuel, en realidad, no le importaba si se iba de juerga, a derrochar la paga de la semana en un par de tragos y mujeres, con él.Eso era cada jueves.
En realidad Manuel no asistía a ninguna cantina a beber tragos de licor ni a follar con ninguna mujer. Esas noches escondido en lo más hondo de su casa, frente al espejo del tocador, pintaba sus labios, se untaba vaporud en el pene y luego lo escondía tras unos gruesos calzones de licra, se bañaba en un fino perfume de esencia de durazno, se calzaba vestido de lentejuelas, una peluca anaranjada o borgoña, un par de zapatillas negras de tacón alto, ponía música en el estereo de la casa y bailaba, solo, durante toda la noche, escondiendo su vergüenza tras la puerta cerrada del departamento.
Saúl, en cambio, en vez de cuidar a los enfermos tendía a esperar a que todos se fueran para estar con la ocupante del cuarto veintidós, aunque fuera detrás de la puerta. Siempre era así, antes de que amaneciera. Se levantaba a poner los granos de café molido en la cafetera, después iba al cuarto de ella, se recargaba en lo frió del metal a esperar el oír algún ruido, si no sucedía, a veces, hacia sonidos para despertar su atención y empezar con el ritual, que él había implementado desde que la acarreó envuelta en un costal sobre sus hombros, que consistía en pasarle un pequeño lápiz de goma y luego esperar los alaridos de ella irrumpiendo en sus oídos arrancándole las membranas, entonces venía su turno para recibir aquella barrita y pasándoselo por entre los labios probaba los jugos de ella, entonces era tiempo para jugar las palabras por la rendija que se habría entre la puerta. Eso era cada jueves, en la madrugada, esperando una oportunidad, una palabra que hoy por fin había conseguido.
Ahora había estado tratando de dar forma a la idea que le rondaba por la cabeza desde que ella llegó a la casa, hacía once meses atrás. El se iría de vacaciones nadie recriminaría, después de todo nadie recriminaba nunca: eran personas por las que nadie daría un centavo de aire; eran personas que habían dejado de serlo y que se convirtieron en figuras confusas que nadie reclamaría ni lloraría; axiomas de ausencia, sin cólera ni valor por vivir. Estaba, además, ese calor que sentía. Aun apagado por él mismo se dejaba exhibir cada jueves detrás de la celda. No podía renunciar a esta oportunidad. Las llaves del cuarto sólo las tenía la doctora y nunca se las prestaba a ningún empleado más, pero como si el destino le hubiera puesto las formas en el camino, el día anterior, Mayra, le proporcionó la entrada al lugar y él había aprovechado para sacar una copia que destruiría después de esta noche.
—Saúl tome las llaves y saque al patio al del cuarto del fondo del pasillo tiene visita yo ahora estoy ocupada en otros asuntos y no puedo hacerme cargo… —le había dicho ella la mañana anterior—. Además, creo, ya es tiempo de que se lo diga, usted es de todas mis confianzas y, sin rodeos, le digo don Saúl una vez que regrese de vacaciones será usted ya no guardia sino mi colaborador…
—Pero srita yo…—dijo Saúl con falta modestia.
—Sí, como lo oye me ayudara usted con la atención a los internos y a…, ya yo abogué por usted frente al director…, por ahora vaya y saque a ese interno que le dije y de una vez aprovecho para desearle un feliz viaje, que bien se que hoy sale usted de vacaciones.
—Si usted me lo permite señorita —replicó él, esa mañana, con cierto nerviosismo— mañana también vendré a trabajar ya ve que es jueves y los jueves no hay nadie quien atienda a los del pasillo C —había inquirido él con un tono amable cuidándose de no mostrar la idea que se había formado en su mente.
—De ninguna manera —había reclamado ella con tono enérgico y apurada en varios papeles regados sobre el escritorio, después acomodándose los lentes y con tono de cuestión—: en tantos años de trabajo en este lugar, me dicen que usted ha tomado sólo vacaciones un par de veces, es justo que se tome estas, además ya habrá quien cuide a los enfermos, no se preocupe por eso, y ande vaya por el del pasillo del fondo que lo han de estar esperando.
—Como usted diga señorita.
—Ya ve Saúl, a veces la vida puede ser bella.
—Um.
—Vamos anímese, es como si en vez de ir a sus vacaciones fuera usted a su propio entierro. —terminó atareándose de nuevo sobre la pila de hojas.
Saúl no contestó sólo respondió la orden con una mueca de risa fingida. Durante todo el día ya había estado planeando algo. La repentina negativa de Mayra no le importaba, de cualquier modo podría venir mañana al hospital con cualquier pretexto. Nadie sospecharía, nadie podría sospechar. Todos confiaban en él. Después de todo era Saúl, no Francisco el que se quedaba dormido o el que renegaba por todo o Manuel que nunca quería quedarse a doblar turno los jueves. En cambio él siempre estaba ahí cuando lo necesitaban: “Saúl quédate tiempo extra. Saúl necesito que me ayudes con la del cuarto siete, Saúl necesito que me auxilies a bañar al del nueve, Saúl…, Saúl...” y el para todo tenia siempre un sí. Nunca había renegado de nada ni del sueldo, ni siquiera del día aquel en que el imbécil de Bóltom le reventó la cabeza de un solo manotazo, jamás dijo nada, ni se quejo. Es justo que hoy me cobre había pensado.
Todo lo había planeado desde que le dijeron que tendría vacaciones; ese día había anunciado a su mujer que regresaría a casa hasta la noche siguiente porque tendría que arreglar lo de sus vacaciones y, tal vez, se alargaría hasta dos días en regresar “Ya vez como es todo esto de la burocracia mujer y ni modo uno se tiene que aguantar, que qué... sí, sí, te entiendo mujer pero ya vez como es la doctora según ella no metió los papeles para lo de mis vacaciones pero no importa, dos días y nos vamos” había dicho él. Todo estaba planeado, una vez de haber estado con la interna se gastaría los ahorros en cualquier cantina, tratando de reavivar los momentos, “Una vez” se había prometido y después cuando volviera de vacaciones regresar al tiempo extra cada jueves al juego de los lápices. Su esposa no lo sabría.
Existía un problema más. Podría encontrarse con Francisco el celador que se quedaría a cubrir su ausencia según le había dicho Mayra. Pero Saúl nunca dejaba clavos sueltos, ya había calculado cada detalle del plan: en caso de que alguien lo llegase a ver, diría que se le olvidó alguna credencial o bien se encariñó tanto con los internos que deseaba pasar a saludarlos antes de irse de vacaciones. De todos modos nadie se acercaría a este cuarto pues él ya le había advertido a todo y cada uno de los guardias, que esta interna era muy especial y que se debería tener cuidado con ella, “A veces le da por gritar o inventar cosas” había recalcado. Planeado de antemano, sin fugas visibles, el proyecto no debía fallar.
Y ahora con la cara regordeta pegada a la rendija de la puerta, relamía por enésima ocasión aquellos pellejos de labios. Sacó del bolsillo un juego de llaves iguales a las que había entregado la tarde anterior a la doctora después de sacar a pasear al interno y grabar las llaves en un pedazo de jabón conseguido en uno de los baños de empleados. Sin vacilar introdujo una de ellas en la abertura de la puerta, la giró tratando de contener el ruido. Varios cuchicheos comenzaron a levantarse de los otros cuartos. Un frío inundó el cuerpo de Saúl cuando se sintió advertido por las voces aquellas. Se contuvo de abrir la puerta pensando en retirarse y que todo era una locura, las voces callaron. Tomó nuevas fuerzas. De golpe empujó la puerta y ésta guardando silencio: no rechinó más. El corazón del celador comenzó a cimbrar cuando vio un cuerpo totalmente desnudo apenas retenido por tres paredes y una puerta tan estrechas que difícilmente se podría dormir acostado dentro del contenedor. Le sorprendió como su sexo en lugar de un ramaje de pelos eran un ramillete de vellos color dorado, tan delgados que era posible ver a través de ellos una vaina rosa. Los pechos caían ligeramente para formar una gota de agua perfecta. De la cintura saltaban a los costados dos caderas perfectamente delineadas por una línea oscura que hacia resaltar aún mas la pincelada con que fue pintado aquella deidad. Saúl quedó deslumbrado por momentos. Después de cerrar la puerta la luz se fue diluyendo hasta dejar el lugar en tonos grises, las pupilas de Saúl tardaron varios minutos en dilatarse hasta que pudo adaptarse a la oscuridad que impregnaba el cuarto. Le pareció que podría mirar aquel cuerpo aun en la oscuridad. La examinó de arriba abajo, la imagen le pareció estremecer las venas de su cuerpo, la sangre le hervía por sobre la piel. Tuvo miedo de sudar sangre. En el suelo un color verde lamoso lamía las plantas de los pies de ella. La mano cual movimiento primitivo se abalanzó temblorosa sobre el sexo de ella, le tomó los vellos y arrancó fácilmente un puño de un tirón sin recibir queja alguna. Los llevó hasta su olfato; un olor a jazmines mojados se insinuaba de ellos. Entonces comprendió que con ella podría hacer lo que se le viniera en gana. Le pertenecía. Ya la había disfrutado varias veces afuera, donde el eco sordo de la puerta de metal era el único calor que podía sentir el deseo que le provocaba. Estuvo bailando la mirada por aquella anatomía que en la penumbra de la noche tomaba un color rubio carnoso. La lengua Salía apresuradamente por entre los labios resecos henchidos, remojándolos. No tardó en despojarse de toda la ropa dejándola caer al suelo, que su ropa se le manchara no importaba. Se quitó los zapatos y haciendo un gran esfuerzo se inclinó para sacarse los calcetines. Estuvo a punto de caer pero la estreches del cuarto, contuvo su cuerpo sobre el de ella. Por fin logró su objetivo y pudo estar frente a frente totalmente desnudo. La tarea de desvestirse le revocó un cansancio con el que no había contado. Tomó un poco de aire para asimilar lo que estaba viviendo. Sintió como el moho del cuarto le subía por las plantas de los pies, como el aire se hacia cada vez mas espeso, podía sentir como la respiración de ella se refractaba en su nariz y era espirado por él. Especuló la idea sobre si era ella quien le estaba robando el aire. “Vale más que olvide esto” meditó. Sus manos ya se habían puesto a la tarea de recorrer aquel cuerpo que resbalaba de las caricias por lo terso de su piel. Cuando Saúl hubo reaccionado con raciocinio ya se había abalanzado sobre ella, aventándola hacia las paredes. La mujer se retraía sobre las murallas a cada empujón, y él trataba de robar cada centímetro de piel con la lengua; si la pasaba por algún lugar y no estaba convencido de haberlo probado del todo regresaba al instante para probarlo por primera vez o segunda o tercera. Estuvo así, ensayando nuevas artes amorosas durante largo tiempo hasta que la lengua se le amputó de sabor y los labios, antes pellejudos, estaban, ahora, hinchados por el contacto con la carne. Fue entonces que hubo una reacción, Ella se abalanzó sobre él y mordió sus labios con fuerza. Lo empujó contra la puerta lo más que pudo y con esfuerzo logró girarse de espaldas quedando la nuca de ella a merced de la boca ensangrentada de él. Con las manos desplegadas hacia su espalda le tomó el miembro, lo introdujo entre sus carnes posteriores sacudiéndolo varias veces, a manera de círculos, con las caderas. No tardó en sentir un chorro caliente rodar por entre las piernas, y el cuerpo desvanecerse por unos instantes, mientras Saúl se entretenía cubriéndole los pechos con las manos; los pellizcaba, sobaba y rasguñaba hasta sangrar. Fueron grandes espasmos, hasta que los pies de ambos sintieron como se mojaban con una crema espesa y caliente. Estuvieron un rato pegados, él con las manos ensartadas en los pechos y ella aplaudiendo con sus carnes el miembro que se negaba a perder fuerza.
Sin separarse del todo ella comenzó a relegarse aún más contra su contrario hasta toparlo con la puerta. La nuca de ella cubrió las fosas nasales de él impidiéndole respirar. El miembro de él se comenzó a excitar. De nuevo las caderas de ella tomaron otro aliento, comenzando a girar para darle mayor firmeza. Dejando a Saúl ahogado contra la puerta, lo relegó una vez más cayendo el cuerpo del guardia en una agonía conceptual de cinco centésimas de segundo, el cuerpo se le ajusto a la pared y aprovechando que esto había provocado un pequeño espacio dentro del cuarto la mujer se separó de súbito del cuerpo aquel y logrando girarse hasta colocarse de frente uno con el otro trato de hincarse para tener a la vista aquel pedazo punzante de carne nerviosa. Lo estrecho del cuarto, en demasía, y aunado a que los cuerpos habían tomado su lugar habitual dentro de la jaula, no dejaba lugar para aquella maniobra. Estuvo tratando de agacharse lo mas posible logrando quedar la boca a la altura de las costillas medias de Saúl, quien tratando de alcanzar un par jugosos labios empujaba la cabeza de ella con firmeza hacia abajo sin poder lograr el objetivo. Apunto de explotar de nuevo estiró el cuerpo hasta lograr que la punta de la lengua trocara la punta de su miembro. Una nueva ola de leche se derramó sobre la boca de la dama, chorros de pulpa cremosa escurrían hacia el suelo mientras su lengua giraba para contener el líquido en la garganta. Trataba de guardar la mayor infusión posible en su abertura, si una vena de nata se le huía de los labios, aspiraba como tratando de jalarlo de nuevo. La posición que había adoptado Saúl le brindó un pequeño calambre en las piernas que lo devolvió a ponerse de plantas sobre la lama del suelo. Ella recobró su postura. Erguida frente al semental tomó, de nuevo, el miembro con sus dos manos. Éste no respondió. Comenzó a arañar el cuerpo ya flácido del celador hasta hacerlo sangrar en chisguetes, provocando, una vez más, que los conductos del miembro se llenaran de sangre enderezándolo de nuevo. Esta vez con más fuerza que antes podía sentir como los latidos de su verga retumbaban dentro del cuarto como una prensa de metal. Como si tuviese prisa, su verga no tardó en encontrar respuesta entre una vulva que se mostraba carnosa. Afuera los gritos habían recaído en despertar a los otros ocupantes del lugar. Pero eso no importaba ahora. Estuvieron retozando en una orgia de lenguas, dedos y miembros, sin importarles nada. Esta vez el corrimiento fue más espasmazo que los anteriores, dejando en total estado de quietud al macho no así el de ella. Rumia, sin ton ni son, mordiendo los hombros del hombre en busca de una nueva flagelación, pero él estaba demasiado cansado como para seguir vengando a sus instintos. Había quedado satisfecho. Ya no habría la necesidad de ir al bar. Regresaría con su esposa le diría que todo se había arreglado antes de tiempo y que se podrían retirar a sus vacaciones.
Trató de buscar la llave para abrir la puerta. Se encontraba en la bolsa de la camisa y ésta se encontraba en el suelo. La única forma de traerla para consigo era levantarla con los pies. Se sintió demasiado cansado para repeler a la mujer que todavía seguía mordiéndole los hombros. Qué le diría a su esposa de esas mordeduras pensaba mientras sus pies buscaban tocar la ropa tirada en el suelo. La fiera aún en celo comenzó a golpearle el pecho. Él no tardó en empujarla fuera de sí. Había encontrado la camisa y necesitaba espacio para levantarla hasta la altura de la cadera donde podría alcanzarla con las manos. Con esfuerzos y calambres logró levantarla recogiéndola entre los dedos de los pies. La tomó con las manos, sacó la llave del bolsillo. Ella le arrebató la camisa de las manos y la restregó contra su cara, limpiando el semen que aún destilaba de los labios. Saúl no hizo intento por quitársela, por primera vez desde que entró al cuarto sentía la necesidad de salir, el aire se hacía más espeso que antes. Las respiraciones eran cada vez mas espaciadas, se tenía que guardar el aire para no perderlo. La vista se hacía cada vez más pesada, perdiendo el sentido de las cosas; había comenzado a nublársele. Sintió un mordisco en el cuello. Las piernas se le quebraron cual ramitas secas.
V
Dentro de sus ratos libres, Mayra, dedicaba parte de su tiempo a realizar conjeturas sobre la naturaleza de los internos. Las causas, a veces, desconocidas de la locura le intrigaban en demasía. Lo anterior le sirvió como base para trasladar el estudio de los seres humanos, de lo puramente estético a tratar de comprender la compleja construcción de la naturaleza humana. Para ello partió de la distinción de dos factores que, según ella, debían de ser identificados en primera instancia: el problema del comportamiento, trasladado al entorno donde se movían estas personas y el comportamiento real que si bien puede ser confundido con el social, ya que suele parecerse a la realidad o bien ser una verdad, aquel se da estando en plena soledad.
En algunas ocasiones le gustaba dialogar sus teorías con alguno de los tantos enfermeros que llegaban a sus servicios o, lo que era mejor, a través de las rendijas de las puertas, con los mismos enfermos. Tal era el caso de la tarde de aquel jueves: sentada en una silla a escasos metro y medio de la rendija de la puerta del inquilino del cuarto veintitrés turbaba al enfermo como si éste pudiera objetarle con un mínimo de razón.
—…Sin embargo, lo expuesto ante otros jamás, puede de ninguna manera ser real —decía ella—; dentro de este comportamiento se recurre al embellecimiento de la persona misma, por tanto la faceta expuesta de usted ante mí o incluso expuesta ante usted mismo jamás es completamente fidedigna.
—Quiere decir doctora —dijo el interno, temblando la voz— que el comportamiento de usted y mío no es el que en realidad deseamos mostrar.
—No seamos tan quisquillosos.
— ¿Entonces?
—No es que deseemos el escondernos, eso va implícito en el existir. La simple existencia detenta por sí sola una suerte de mentiras.
—Se refiere a que contamos con dos o más personalidades y estas aparecen y desaparecen dependiendo de la situación.
—Exacto, no hablo de que seamos personas diametralmente opuestas a lo que reflejamos, me refiero específicamente a que frente al otro utilizamos una especie de mascara que cubre nuestra vulnerabilidad como tal. Lo que presentamos ante el mundo se refleja como verosímil más no verdadero.
—Es usted muy complicada doctora.
—¿Yo? —acercando la silla hacia la puerta del cuarto mostrando en la cara una mueca de intelectual comprimido— ¿Me podría decir porqué? —concluyó soltando una risilla.
—Sí, verá mientras usted se refugia tratando de encontrar algún significado en la vida, las mascaras, el desdoblamiento y todas esas cosas que no son más que parte del todo, en cambio yo, como simple que soy, no tengo más que vivir la existencia arrodillado implorando con dulce sabor que la muerte no me brinde una de sus caricias.
—Lo ve es eso a lo que me refiero. Las dos facetas que mostramos son esas precisamente la vida y la muerte. En realidad todo mundo consiente o inconsciente desea la muerte, pues es tal el anhelo de vivir, que hemos nacido sólo para morir, sin embargo, algunos se empecinan por transgredir esa realidad deseando acabar con su existencia antes de lo previsto y por ello muestran al mundo su segunda cara.
—Es su caso doctora—continuó elevando la postura de voz.
—No —dijo ella agachando la mirada.
—Tampoco el mío. Pero, creo, que tiene usted razón doctora la existencia son simples costras, es el reflejo de nuestro pensamiento por medio de cuadros, de pinturas. Y estos cuadros tienen la finalidad de ayudarnos a comprender a este mundo, pero para ello debemos andar por ahí sin mascaras o en todo caso veremos sólo las manchas en la tela. Y esa mancha no es otra cosa que la costra que llamamos alma: una falsedad, una mentira por sí sola.
— ¿El alma? —Intervino Mayra—. No la metamos en esta conversación, que cada quien es portadora de una propia —selló el comentario mientras el bolígrafo de anotaciones caía a un lado de la silla y rodaba por debajo de la rendija del cuarto contiguo.
—Sí, y que me dice de los animales ¿son ellos portadores de alma, pierden ellos esos veintiun gramos al morir? Creo que no, así como creo, también, que esta patraña no existe para nosotros o por lo menos yo jamás la he sentido dentro.
—No puede usted hablar así.
— ¿No? Verá usted: la finalidad del alma recae en ser exteriorizada bajo la forma de la degradación del cuerpo, se altera en un propósito personal ¿cual? El hacernos morir de tal manera que aceptemos esa muerte con suma felicidad, cuando en realidad, deberiamos reclamar a nuestro creador el darnos vida para despues al tener uso de razón regarnos con olas de incertidumbre. Y todavía como si cometiesemos una falta grave con el simple existir, cuando nos revelamos contra Él debemos pagar mediante sufrimientos por el resto de nuestros días.
—Creo que no es el momento para tratar dichos temas, debemos dejar esta conversación para otra ocasión —irrumpió ella agachando la cabeza.
—Jamás —reprendió la voz con total mando—. Debemos acabar…
Mayra agachó la mano en busca del bolígrafo. No lo encontró. Se retiró a su cubículo.
VI
Un sonido sordo impregnaba el aire del lugar con los tonos diluidos de la noche. Del fondo de uno de los tres pasillos, con los que contaba la sala, una luz se fundía entre las sombras para dar lugar a la cascada de costras azules, formadas por varios aritos de luz, que iban siendo tragados por la oscuridad regada por todo el lugar. Una silueta comenzó a tomar forma entre las nubes de formas. Dentro de los cuartos se advertían los ojos cansados que comenzaron a cerrarse un poco para tratar de advertir aquella figura. La luz de la linterna siguió su curso hasta el final del pasillo, deteniéndose en el penúltimo de los cuartos marcado con el número veintidós. Apuntó dentro por el orificio de la pequeña ventanilla.
“No te preocupes —se escuchó decir al visitante-, se ha ido la luz pero, ya vendrá. No esperó contestación, dio media vuelta y se retiró”.
Apenas hubo sucedido esto, el sonido comenzó a romper el silencio de nuevo para dar paso al balbuceo de una voz ronca y temblorosa. De entre los cuartos los ojos cansados se negaban a conciliar el sueño. El griterío no se hizo esperar, del fondo los demás cuartos se aglutinaban infinidad de rostros en las pequeñas ventanillas. “Cállense —se escuchó decir de nuevo—, díganme quién hizo ese ruido o mañana los dejo sin comer —y prosiguió, mientras apuntaba con una linterna dentro de los cuartos—. Bien, mañana nadie tiene desayuno”. La luminiscencia comenzó a parpadear lo que hizo que el griterío fuera en aumento. La luz dentro del almacén regresó y consumió la gritonería hasta ser simples susurros. No tardó en oírse dentro de los aposentos sonidos de cuerpos que, al acostarse, sonaron como huesos fofos, sin vida.
“Cuando regrese Saúl de vacaciones pediré mi cambio par el hospital. Yo ya no aguanto a estos taraditos” pensó el hombre y, mientras carburaba en sus ideas, el retumbo de una voz volvió a cortarle el pensamiento. Con enojo se encaminó de nuevo hasta el final del pasillo. Sacó las llaves y abrió la puerta al tiempo que pensaba “Ya me había dicho Saúl que tuviera cuidado con ésta, que debería de cuidarla, pero una calentadita no le hará mal”. Apenas abierto el cuarto un olor inmundo entró por su nariz, no tuvo tiempo de sentir alguna reacción, de inmediato la mordedura de una pluma se le clavó en el cuello. El cuerpo del guardia cayó pesadamente sobre el suelo de la habitación. Al instante, en un intento desesperado por arrancarse la astilla en el cuello sólo logró clavarlo más profundo. A cada estirón de la herida brotaban traguitos de sangre que lo hacían debilitarse más. Trató de levantarse. Se percató de un par de piernas desnudas que pasaban sobre él. Vio, también, la imagen, en cuclillas, de un hombre completamente desnudo con los huesos pegados a la piel, el cabello de la cabeza arrancado en partes, el pecho, hombros y cuello amoratado de mordidas, de sus piernas se desprendía un pequeño telar verde lamoso y entre éstas, cruzadas, pegadas al pecho yacía un monte de excremento seco que más bien parecía un monte de pelambres ya secos. Uno de los ojos le permanecía pegado por las lagañas que esta ves no eran resquicios de lagrimas sino humores vaginales de la mujer, el otro ojo auspiciado por la ultima fuerza del cuerpo aún pestañaba, negándose a cerrarse del todo, de la boca brotaba un liquido verdoso con hilillos rojizos, los dientes se le habían consumido por los jugos gástricos. El abdomen se inflamaba poco a poco de aire para ser expulsado de repente en un soplo por una abertura en el ombligo. El rostro lleno de costras, verdes de semen, muertas, le dejó ver que aquel despojo aún estaba con vida. La segunda imagen que tuvo fue olfativa: un vaporcito que se desprendía del cuerpo rondaba por el aire para depositarse en la punta de la nariz, era algo parecido al hedor de un corral de vacas, sólo que además de éste algo parecido a tortilla remojada en aceite rondaba en el aire y sobre éste un tanto de sudor de pescado podrido. No tuvo tiempo de pasar a la tercera revisión, la táctil, antes de caer desfallecido, no sin antes intuir que aquel adefesio se trataba de Saúl.
Apenas hubo quedado sin vida, unas manos apresuradas le sustrajeron un mazo de llaves del bolsillo del pantalón. La gritonería, que había cesado, comenzó a colmar de nuevo la sala. De las rendijas, las manos estimuladas por abrir las puertas aruñaban a su libertadora. Una a una, fueron cortadas las cerraduras de las portezuelas. Al principio, a pesar del anhelo de libertad, los cuerpos se negaban a salir a la luz del pasillo. Y al salir, se detenían un poco a mirarse; pocas veces, durante muchos años, habían tenido la oportunidad de verse directamente al rostro, la última vez hacía ya ocho meses, cuando los arrancaron de sus jaulas y los llevaron al patio a raparse y limpiarlos de los piojos todo ello para estar presentables frente a la visita del procurador de fondos. En esa ocasión, igual que ahora, muchos de los pacientes se habían negado a mirarse a los ojos por miedo a reconocerse a sí mismos en los ojos del otro. Varios minutos estuvieron dándose una ojeada como para recordar la forma de alguien que era parecido a ellos.
Apenas la mente tuvo recuerdo, tres de los hombres salieron corriendo por los pabellones del edificio mientras varios más se posaban fuera de la celda donde yacían dos cuerpos regados sobre el suelo. Un par de dedos comenzaron a pellizcar aquellos organismos inertes, esperando recibir contestación. El par de filosas uñas se convirtió, en un instante, en centenar. La mole de carne comenzó a despedazar aquellas figuras tomando cada uno de los inquisidores una membrana del cuerpo.
Uno de los hombres apareció en medio del pabellón acompañado de un cuchillo de cortar, disparando punzadas a diestra y siniestra sobre los demás internos. Selene, desde que había abierto la mayoría de los cuartos utilizó su empeño por dar libertad al ocupante de la habitación contigua a la suya sin conseguirlo. El tipo con la navaja se topó con ella quedando de frente, la observó alrededor de la cara, dio media vuelta y salió corriendo por el pasillo de en medio rebotando su humanidad entre las dos paredes.
En cuestión de minutos el manicomio se encontraba convertido en un paraíso de la sinrazón. Una matanza. Había pilares de muertos por doquier. Los mismos desequilibrados acopiaban cuerpo sobre cuerpo. Detrás llegaba otro interno y deshacía la pila regando la pasta por todo el lugar. Tratando de evitar hundirse en la masa de cuerpos tirados Selene vagaba por los pabellones.
No tardó en llegar a una pequeña oficina. Una figura rápidamente se le avisó entre sus recuerdos: la doctora encargada del edificio. La encontró un poco menos lucida que veces anteriores. Los brazos rasguñados con navajas de rasurar le sangraban cuantiosamente. En el escritorio una libreta con apuntes estaba mordisqueada por los contornos. Selene se acercó a ella para pedirle que la dejara salir.
—Lo siento no estoy en condiciones de atenderla — dictó la doctora abriendo los ojos de par en par.
—Yo no… yo quiero salir —rebatió Selene.
—Las mascaras, el alma, tú, tú también tienes una mascara en el alma igual que todos…
—No, yo quiero salir, quiero salir…
Selene quiso aproximarse a la doctora pero fue recibida con el filo de una navaja en el vientre. Quedó arrodillada. Mayra, asustada, se asestó un corte, ella misma, en el cuello desmoronándose de tumbos sobre la silla. La cabeza cayó fulminada rebotando sobre el escritorio. De entre el vientre desnudo de Selene se asomaba una mancha de sangre, un frío la inundó por completo. Caminó detrás del estudio. Cambió su traje de Eva por el vestido azul de la psicóloga. Le pareció que el atuendo no le había echo ningún favor a la mujer quien a pesar de su edad poseía un bonito cuerpo capaz de cautivar a cualquiera: su estructura ósea era un tanto bella, su rostro terminado en forma oval contenía unos labios pequeños y apetitosos que contrastaban con lo grande de sus ojos y pestañas, el cuello, aunque cortado a la mitad, largo; de cisne, sus brazos eran delgados y finos, sus manos delgadas; con las uñas largas pintadas de violeta, el busto, aunque pequeño, era firme y pleno, las caderas abundantes, los muslos eran algo gruesos incapaces de ser manejados por un debilucho. Un cansancio le recorrió la espalda. Dejó a la mujer por unos instantes. La cabeza comenzó a inundársele de ideas incoherentes. Trato de escudriñar entre los papeles, regados sobre la mesa, las llaves para abrir la puerta de entrada pero el agotamiento terminó por absorberle las fuerzas. El cuerpo desnudo de la psicóloga, tendido sobre la silla, rodó para caer por el suelo de la oficina, “Perdón — dijo Selene— pero estoy cansada” tomó el cuerpo y lo alejó un poco del escritorio. Se acomodó sobre la silla. Trató de mantener los ojos abiertos pero le fue imposible, ya no le respondían, “Dormiré un poco” pensó, mientras dejaba aflorar un sueño que no lo era del todo pues aún lograba percibir las voces dentro del lugar.
Afuera se dejaban oír gritos de júbilo, de alegría. Ante tal algarabía, muchos internos ni siquiera dudaron en salir de su celda; fueron tantos años los que llevaban prisioneros, en silencio, faltos de sí mismos que prefirieron quedarse así sin el deseo de explorar.
Iban y venían meneándose, por entre los pasillos algunos frotándose las manos sin reparar en su libertad, caminando con pasos largos sin voltear hacia los demás. De una celda un hombre enorme se asomaba por entre la puerta, apenas hubo dado un paso fuera del cuarto dos internos de los más arcaicos del lugar se le quedaron viendo como si fuese un monstruo. El gigante los derrumbó de un solo golpe y, sin importarle, pasó sobre ellos pisándolos en el cuerpo y la cabeza con tal intensidad que esta última se reventó a la vista de los demás curiosos. No tardó en solventar su autoridad con los demás colonos de aquella casa. “salve, ah, rey Bóltom” decían al momento que pasaba aquel gigantón dejando en claro que era él quien decretaba las ordenes ahora y que debía ser venerado cual realeza por los demás vasallos.
Fueron escasas horas las que tardo el gigante Bóltom en poner en orden en aquella parte del manicomio. Ubicó su reino justo en la intersección de los cuatro pasillos con que disponía el cobertizo. Se hizo de una diligencia que se encargaba de establecerle la comida necesaria para su manutención. Contaba, además, con dos personas que estaban siempre a su lado mientras él se postraba tranquilo en una silla reclinable que habían encontrado rondando al final de uno de los pasillos. Ante el dominio del gigante muchos de los internos habían optado por regresar a sus cuartos y cerrarlos para no salir más. A Bóltom no le importaban las ausencias mientras fuera considerado el primer y único rey. Ya nadie lo mandaría. Estaba libre frente a su séquito. Nadie se atrevería a desafiarlo y si alguien se llegara a aventurar le estallaría la cabeza a puñetazos.
Más tardo en conformar su reinado que su deseo de poder en deshacerlo. A las horas de estar sentado en la isla y después de haber comido grande cantidades del arroz que era destinado para el ala A y B comenzó a sentir que sus dominios no eran suficientes y que necesitaba ampliarlos. Necesitaba más súbditos y, como todo buen rey, una reina, sobre todo una reina que le diera un heredero. Le encargó ésta tarea a un anciano del pabellón A, que desde un principio había considerado como su ayudante número uno, su brazo derecho a quien le consignó, además, el honor de escribir sus hazañas, para conquistar el reino, en un libro que debía constar por lo menos de seis tomos de novecientas cuartillas cada uno y si esto no alcanzara para asimilar la majestuosidad de su poderío y hazaña ampliaría una nueva serie con técnicas de guerra y despiste al enemigo. El anciano era de los internos que estaban en el lugar no por enfermedad psiquiatrita o algún desorden sino por que sus familiares lo habían desechado apenas empezó a hacerse viejo y convertirse en un estorbo. Ahora sentía de nuevo fuerzas de concebirse útil como brazo derecho del señor de este reino. Al recibir la orden se retiró de la vista de Bóltom no sin antes hacerle una reverencia digna de la más alta distinción; donaire que el rey aceptó sin más gracia que la estricta enunciación de un movimiento pausado de manos.
El viejo regresó en compañía de dos internos que cargaban a rastras el cuerpo desmayado de una mujer. Bóltom la estuvo observando un instante y por fin asintió con la cabeza. “Esta bien por ahora —aprobó con un tono de indiferencia—. Pero, que no se piense que el gran Raymundo Boltom primero, se conforma con estos hilachos de mujer, a la primera oportunidad y apenas conquiste más reinos conseguiré un reina acorde a mi noble postura”. Con un chasquido de dedos se acercaron varios súbditos y les dio la orden de buscar una silla para la nueva soberana. Rápidamente y si vacilar un nuevo asiento ocupó el lugar a la diestra del rey. El cuerpo desfallecido de la nueva reina llenó el lugar vació de la silla. El gigante se acercó sobre su mensajero, que se entretenía viendo las piernas blancas de la mujer, y le indicó algo al oído. El veterano salió disparado entre los pasillos para traer instantes después, agarrados cada uno de la mano, a un par de enanos envueltos en un ropón blanco que, con risillas burlonas, saludando a los comensales, se acercaban con su caminar sambo al gigante, éste se puso una de las manos en el rostro y le indicó al viejo que se acercase, de nuevo pegando sus gruesos labios al oído le indicó algo:
—No lo sé, me parece que…
El viejo le respondió de la misma manera:
—son buenos ejemplares mi Lord, de digna casta y gran temple.
El improvisado rey se encogió de hombros y mandó traer ante su presencia primero a la enana. La tomó como si fuera una muñeca y la zarandeó por el aire mientras la risa de la minúscula iba en aumento. Ella levantaba las manos al aire y contoneaba sus cortas piernas. Le tomó los cachetes y los estiró con fuerza. La enana empezó a llorar dando de manotazos en las grandes manos del titán. Él mostrando algo de molestia metió la mano debajo de la bata y sacándola apresuradamente tomó a la enana de los brazos y piernas. La estiró hasta oír el crujido de los huesos. Los espectadores lanzaron gritos de exaltación y respeto. El gigante ebrio por la mirada de respeto inflingida en sus súbditos quiso hacer gala de su fuerza estirando el cuerpo de la enana hasta destrozarlo en dos partes. Lanzó cada parte a su costado chorreando una lluvia sobre los asistentes. Al enano, al observar la escena, se le borró la sonrisa del rostro cuando la sangre de la enana cayó sobre su rostro. Cayó desmayado. Bóltom ordenó al anciano que acercase ante su presencia al otro ejemplar. El ayudante con dificultad cargó el bultito y lo llevo ante la presencia de su gobernador. Éste lo tomó entre sus brazos, lo zarandeó por los aires sin recibir respuesta. Le pellizco las mejillas, escupió el rostro, mordió las manos y, por ultimo, metió la mano debajo de la bata del duende y dijo: “Ah por fin un heredero”. El anciano aprobó afirmando con la cabeza.
Cuando el enano despertó se vio sentado a la izquierda del gigante. Éste portaba una especie de capa, improvisada con restos de cortina, sobre los hombros Una mano que le abarcaba toda la cara se deslizaba tratando de brindarle una caricia. “Ya era ora que despertaras hijo, va a empezar tu función y no es bueno que dejes esperando a nuestros inferiores súbditos”. El nomo, sin comprender, echó un vistazo por la sala y encontró infinidad de sillas improvisadas: cartones, macetas resmas de hojas de papel, cubetas, acomodas en forma paralela. Estaban, indistintamente, varios hombres con la cabeza besando el suelo y mujeres sonriéndole para complacerlo. A su izquierda una mujer estaba sentada, no pudo ver si estaba despierta pues los aplausos empezaron a lloverle a diestra y siniestra. El mensajero irrumpió dando dos golpes en el suelo con el palo de un trapeador: “Viva el nuevo heredero, Bóltom segundo hijo del gran Raymundo Bóltom primero hijo de la estirpe y linaje inglesa y liberador de esta tierra y moradas circunvecinas, viva el rey y su heredero el príncipe Bóltom segundo”, todos respondieron al unísono “Viva”.
La sala se llenó de vituperios mientras, alejados, otros tantos se conformaban con mirarle y brindarle sus honores con caricias lejanas. El anciano molesto por el griterío se acercó al gigante y éste el dio un aviso de confirmación. Soltando el trapeador tomó una correa improvisada con ligas de inyectar amarradas en un fuete de siete colas, con él en mano comenzó a tirar latigazos entre la gente acomodada en la sala, “Respeto al rey, respeto al rey, señores, pido respeto o serán condenados a pena capital” decía el viejo haciendo sangrar los rostros a los oyentes. Los ánimos se calmaron dejando el lugar en completo silencio. El gigante, cargando al pequeño en brazos como si fuese un recién nacido lo levantó por los aires para ofrecerlo a la vista de los demás. El enano dando pataletas trató de safarse, pero los poderosos brazos del corpulento hombre no lo dejaban escarpar. Comenzó a sacudirlo por los aires como un trapo mientras reventaba una sonrisa mordica que iba en aumento. El cuchicheo comenzó a inundar de nuevo el área. El viejo del látigo comenzó a lanzar latigazos a diestra y siniestra pero esta vez no pudo contener la mole de gente. Un alboroto de gritería se confundía con la risa sarcástica del gigante que se entretenía en lanzar por los aires al enano. La improvisada reina había empezado a reaccionar pero permaneció sentada sin tomar lugar en el tumulto. El enano en una de sus caídas logró morder uno de los brazos del coloso. Éste enclaustrado en cólera le dio un puñetazo en el rostro que lo hizo reventar en sangre. La masa se puso colérica de este acto y los pocos que aún quedaban postrados en rodillas frente al soberbio monarca se levantó de sus cuclillas y comenzó a correr de un lado a otro con griterías.
“Muerte al rey, muerte al rey” decían. El cuerpo minúsculo comenzó a babosear sangre por las orejas. Bóltom un poco confuso por la reyerta tomó al cuerpecillo por sus extremidades tratando de destrozarlo, pero el pequeño ofrecía aun más resistencia que el de la enana anterior a la que logró deshacerla en dos, en un instante, sin la mayor oposición. La insolencia de los vasallos cesó para ver el espectáculo. Los voyeristas tenían al gigante en comparación con una especie de monstruo de fortaleza similar a los dioses. Fueron varios intentos por destrozar el cuerpo sin lograr el objetivo. El cadáver del enano terminó por desprenderse de las coyunturas de los huesos sin separarse en dos: parecía una especie de liga de piel. Cuando el gigante cansado, y desistiendo de reventar al nomo, lo aventó al aire por entre la concurrencia de gente, se dejó caer de bruces sobre su trono. La multitud encolerizada por no ver más en el monstruo que un simple mortal se fueron sobre él empezando a morderlo. Con las fuerzas que le quedaban, él comenzó a repeler a los atacantes como si fueran marionetas uno a uno fueron cayendo hasta completar poco mas de una docena de traidores. La fuerza fue cesando poco a poco hasta quedar a la plenitud de los ataques. Se formó una montaña de cuerpos uno sobre otro y todos sobre el gigante. El viejo del látigo había cansado sus ultimas fuerzas en retener a la multitud peo no había sido suficiente, la flaqueza de la vejez terminó por vencerlo. Los internos que se habían refugiado dentro de sus celdas comenzaron a salir. Varios se peleaban por despojar al antiguo rey de sus ropas y para apoderarse del trono. Se mordían, golpeaban y aullaban como perros. Uno de ellos vino de pronto con una especie de antorcha creada a base de restos de ropa. Pasaba por en medio de la multitud mostrando el fuego frente a las miradas atónitas que se alejaban. El desequilibrado al ver el poder que engendraba el miedo comenzó a golpear a los internos con la antorcha, varios de ellos al prendérseles la ropa se tiraban al suelo y se revolcaban hasta quedar carbonizados, convertidos en cenizas otros simplemente se dejaban consumir por el calor.
Las largas cortinas púrpuras flotaban en el aire dando un toque fúnebre al lugar. Al sentir el ardor del lugar varios cuerpos se aventaron hacia las paredes. Las sirenas contra incendio empezaron a sonar. Las regaderas provisionales comenzaron a explotar para controlar el incendio. La reina, que había sido participe en el suceso pero aún sin participar, se sintió muy cansada como para levantarse. Sentía los ojos apagarse, frente a los cuerpos llameantes. Del fondo del nosocomio se escuchó una fuerte explosión que retumbó en el lugar. Varios de los internos salieron corriendo del lugar de la explosión trayendo consigo fuego envuelto en madrigal sangrada. Un aro de calor, de gran altura, había cubierto el trono impuesto a la reina no dejándola escapar. Se levantó de su asiento y poniéndose de puntas pudo ver infinidad de formas inflamadas. Se sintió cansada sin ganas de volver a correr. Caminó la vista hasta el fondo del pasillo hasta lo que había sido su celda. Se dejo caer de nuevo en su espontáneo trono quedando atrapada en una argolla de fuego.
VII
Los sueños aquellos donde pensaba que era otra persona terminaron por desaparecer. Lo único que le provocaba algún sentimiento de vida era cuando el cuerpo le devolvía temblores que hacían doblarse y sudar copiosamente de pies a cabeza. Pero estos temblores no eran propiamente de él sino del cuerpo y esto le provocaba un temor opulento que lo hacía caer en pensamiento inicuos. Sabía que esas aprensiones se habían apropiado de lo que estaba dentro y ahora se cansaba y ahora dormía cuando no quería dormir y ya no disfrutaba el permanecer despierto sintiendo dolor en las callosidades del cuerpo.
Conformado con pasar los días, así, tumbado en el frente de la casa a esperar la muerte, a veces, veía que el cielo se tornaba de un color rojizo lo veía chorreare en sangre entonces cerraba los ojos y se dejaba llevar pensando que estaba muerto igual que todos pero cuando volvía a abrirlos se topaba con un color azul oscuro que lo hacía cansarse, lo llamaba a ir dentro de la casa a dormir.En las ocasiones en que se quedaba dormido afuera el ruido del tráfico de las primeras horas de la noche terminaba por despertarlo.
Las salidas de la casa terminaron con la llegada de los pajarracos. El día que las aves llegaron Julián esperaba la noche con diligencia. Eran parvadas de pájaros negros, cerca de treinta y dos, con el pico de un color del grano de mazorca y el pico terminado en punta, las garras eran del tamaño de un brazo de niño de corta edad, las alas extendidas parecían dos toallas de lavar. Se posaron en el cableado emitiendo graznidos hacia la casa. Un par de ellos, los más grandes, dieron sendos picotazos en la cara de Julián que, sin mayor agravio, los soportó callado. Los pajarracos inundaron la acera de excremento y ruidos. Este hecho hizo que los niños no volvieran a lanzar restos de comida sobre el anciano, quien, decidió ocultarse a la visita de los nuevos inquilinos no por miedo sino porque sus salidas ya no tenían algún porqué. Al cabo de un par de semanas una de las aves abrió las alas de par en par chocando con ambos cables de luz cayendo, isofacto, rostizada al piso. El revoloteo de los demás animales fue enorme; se estrellaban en las ventanas de las casas, se golpeaban de topes en las paredes intentando traspasarlas y picoteaban los pequeños jardines compuestos por dos o tres macetas en cada hogar. Después que no consiguieron hacer daño alguno simplemente se retiraron. Después del incidente Julián jamás tornó a aparecer, siquiera, un solo ojo fuera de la casa.
Con la mitad del cuerpo gangrenado era un ejemplo claro de la degradación humana. Los alimentos fueron sus propios desechos. El cuerpo se le puso roñoso. Los pocos dientes que aún le quedaban se deshicieron dejando la boca libre de abolladuras, el cabello se le puso cano y al paso de unas semanas terminó por caerse, casi, en su totalidad. La proliferación de inmundicia se extendió a lo largo de toda la casa sin que le importase. Para orinar utilizaba un pequeño cordoncito amarrado al cipote que jalaba para sustraer la secreción. A veces dormía por días entre la mierda y cuando despertaba sólo era para comer. Cuando lograba ponerse en pie se encontraba con la fuerza para comer y el comer le provocaba sueño y después del sueño despertaba con hambre. Sólo esperaba la muerte y que ésta le cayera en forma de un rayo fulminante, hasta que un día sentado sobre la silla de ruedas viendo caer a través de la ventana, una nube de papel, sintió como la piel se le desprendía de encima.
VIII
Del cielo caían leves tiras de ceniza, tras ellas pesadas gotas de lluvia luchaban por darles alcance: unas y otras se dejaban absorber entre sí entretejiéndose en un afán de resbalar más rápida y pesadamente sobre la tierra, jugando con sus tibias lenguas; la una repleta de saliva la otra de vapor arrancado. Rodaban con cadencia por el aire, navegando, cortándolo por el medio, sin lástima de castigarlo. En el suelo terrenal una lengua esperaba ansiosamente por degustar el sabor. “Amarga” pensó apenas pudo probar aquella mezcla, al tiempo que iba formando, con lengua y dientes, un rollito parduzco que terminaba después por escupirlo sobre el pavimento. Se quedó divagando por un tiempo, centrada en ver como la montaña que acababa de ensalivar el pavimento era disuelta por el sopor del mismo. Le pareció extraño el ver como se disolvía lo enjuagado de la ceniza y se formaba una masa unigénica, sin espesor, reseca, que era fácilmente volatizada. Pensó que esa misma masa se había formado en su boca y trato de enjuagarla rozando la punta de la lengua en todos los rincones de la cavidad, formando cada vez rollos de pintura aun más amargos y grandes que el anterior. Los sabores se le depositaron entre la parte hueca del cerebro. Le era imposible recobrar el sabor exacto del engrudo aunque no era la primera vez que lo degustaba; hacía más de trece años, cuando era sólo una niña, una lluvia acida muy parecida a esta se apareció de repente sobre el cielo de la ciudad y luego ese mismo sabor regresó cuando raspaba con los dientes la pared del hospital.
Tratando de fijar la vista sobre el cielo le pareció distinguir que éste se tornaba de un color purpúreo. Imaginó ver en el cielo un par de mandíbulas gigantescas; se abrían de par en par mostrando filosos dientes de oro. “Trágame pues —pensó— no tardarás en escupirme”. Cerró los ojos apretándolos fuertemente esperando ser mordida, pero esto no sucedió, al abrirlos, las fauces habían desaparecido dejando en su lugar un cielo gris y sobre él plastas azules escondidas por las cenizas. Volteó a los lados en busca de ayuda pero la calle se mostraba sola. La mezcla comenzó a tostarle el cuerpo. Corrió a lo largo de la calle, yendo de un lugar a otro sin sentido aparente, al llegar a la esquina se enfiló por la calle de Tames y siguió hasta Cajal.
Parecía ya no recordar el cómo caminar, se convirtió en un títere. Flotando los pies sobre la acera sin tener conocimiento de sí, por algunos minutos, sintió caer en un pozo profundo. El cuerpo se le cayó a pedazos.
No supo cuánto tiempo fue que estuvo ahí tirada. Cuando recobró el conocimiento la lluvia había cesado. El azul del cielo de nuevo tomaba posesión de la esfera. Sacó la lengua para comprobar lo que sus sentidos le habían indicado, ésta soltó un humor de madera, sin aire, como para comprobar que el agua había cesado. La lluvia acida le había provocado ardor y entumecimiento en cara y cuerpo. Una mezcolanza negra de no muy gran espesor, se acumuló a lo largo de la calle cubriéndola en su totalidad. Se observó las manos: estaban cubiertas por esa misma mezcla, las sacudió formando una nube de polvo que le causó tos. Su pequeño vestido azul se había tornado de un tono sombrío, sus piernas blancas parecían dos carbones; trató de limpiarlas logrando sólo incrementar el ardor de la piel. Le dio asco verse a sí misma en esa situación. Trató de vomitar, retratando el eco de sus pulmones en el suelo, no logró hacerlo. Sin importarle que la gente estuviera poblando de nuevo la vía, se recostó en ella. Al sentir de nuevo el asco empezó a retorcerse como una culebra, sus intentos por evacuar eran inútiles: sólo acidez y repugnancia le devolvió el estomago.
La afluencia de gente se tornó más rápida y tumultosa. No tardó, en inundarse en una aglomeración de personas a quien nada le interesaba aquel cuerpo débil, escueto, sucio. “Quizá en otros tiempos —pensó— no ahora, ahora nadie se interesa, nadie siente o nadie quiere sentir.” Despidió una fútil sonrisa al aire.
Después de varios fallos por volver el estómago, se levantó limpiándose la boca con el torso del brazo dejando una mancha plateada en los labios. Caminó por un rato sin importarle el rumbo. Vegetaba por entre la gente que temía de toparse con aquel ente. Transitó por los ríos de chapopote y grava hasta que sus fuerzas fueron exiguas.
Se detuvo frente a una casa. Recargando una de sus manos en la puerta y sin tocar empujó el tablón de la entrada. Aún sin pasar, sintió un aire familiar, todo se encontraba como lo había recordado o creía recordarlo: el viejo sillón azul; cubierto con un celofán para el polvo, el reloj de arena, el comedor con sólo tres sillas, la mesa de centro sostenida por un par de libros, el rechinar del piso de madera, una estufa gastada; sobre sus dos quemadores, un par de cazuelas y dentro de ellas asomándose sobre el cuello un par de cucharas de madera. Lo único raro fue el plástico en el sillón. Paseó la vista hasta que se topó con un bastón con forma de serpiente y sobre éste un anciano al que recordaba de otra manera no con un rostro tan viejo y apolillado; con las manos temblorosas, los labios despellejados, la falta de cabello, el caminar encorvado, etc. Cerrando los ojos trató de acarrear a la mente aquella otra figura del anciano pero no la encontró archivada en los cajones de la memoria. Se sintió cansada. Con las fuerzas que aún le quedaban quitó el hule del sillón y se dejó caer pesadamente en él. Con una mano tocó levemente el terciopelo azul. Aprovechó para dar un último vistazo a las cosas en busca de algo que hubiera cambiado, pero además del anciano no encontró alguna partícula de polvo diferente.
Levantó los pies y los recostó sobre el asiento, apoyando la cabeza en el respaldo, apenas estuvo boca arriba las ganas de regresar la remolacha de comida le regresó. No especuló en levantarse. “Estoy muy cansada ya comprenderá…”, se compadeció de sí misma. Apuño una mano y la asentó en la raja de la boca para vencer al asco, se retorció sobre el sillón varias veces pero el estómago únicamente le devolvía polvo untado sobre nubes de calor.
Luego que se sosegó, volteó a ver el bastón de serpiente, las manos que pendían de él, el rostro arcaico pero sonriente se dejaba notar con una muequilla por encima. Con pasos lentos el anciano llego hasta donde estaba.
“Descansa —dijo él, tocándole el cabello—. Anda, sigue recostada, ¿te sientes enferma?, si hubiera sabido que iba llover, te habría pedido que vinieras mañana —Continuó el longevo sin dar paso a la contestación—. Me siento halagado con sólo verte. Tú sólo descansa déjame lo demás a mí”.
Los labios soltaron una leve mueca de preocupación en seguida una sonrisa mordida fue cubierta con un minúsculo giro sobre sí, demostrando que la primera mueca era forzada. Sentándose en el costado del sillón se dejó caer como una estatua de carne muerta, aplastando las piernas de la mujer. Ella sin hacer gesto alguno continuó tendida, inerte, sobre el asiento. Él, volvió a divisarla y sin mostrar interés en ello se levantó con dificultad. Se arrodilló hasta quedar de frente. Mientras acariciaba el bastón con una mano con la otra tocaba las piernas de la muchacha que permanecía sin deseos de mostrar algún sentimiento. La lengua del viejo rodeaba sus labios salpicándolos con un primera lamida para ser deshidratados por los frotes entre ellos mismos, poco a poco se fue encorvando hasta quedar a plenitud ante la manceba. Tomando una de las manos de la doncella se dio una caricia forzada en el rostro; las mejillas le temblaban por sentir aquella mano tersa, suave, pero fría. Soltó la mano y ésta cayó al costado del sillón sin el menor esfuerzo por continuar con el halago. El viejo aún de cuclillas apenas si pudo articular unas hebras de voz: “No importa: Ya habrá tiempo de que me aceptes como en las otras ocasiones, no corre prisa, he esperado mucho y…”
Aún tembloroso, se arrastró hasta tener una vista completa del espécimen. Con dificultad, se volvió a poner de pie y caminó hasta el sillón recostándose a un lado de la mujer. “No sabes cuanto esperé que vinieras, que me quisieras otra vez” dijo, mientras ponía uno de sus dedos en la boca de ella, como para no esperar querella a sus palabras. Se quedó mirándola por largo rato esperando algún gesto de algo. Pero no recibió más que el frío silencioso del cuerpo de ella...
En cuanto la cabeza pudo razonar encontró una explicación: “Por dios, estás enferma, estas temblando, te ha de haber hecho daño esta lluvia, —clamó con un tono recriminatorio que escondía un falsa justificación. Continuó—: Así no podremos hacer nada, anda vete, ya tendré yo a otras —luego rectificó sin recibir contestación—: no, es mejor que permanezcas aquí, bien sé que nadie más vendrá y se que tú igualmente... Además, los harapos de nuestras carnes no las aceptan ni los anémicos, es la suerte de nosotros. Vamos sonríe no importa no estamos hechos de miel”.
Como si el soliloquio le diera más ímpetu, con fuerza le arrebató el vestido de un solo tirón comprobando que la delgada tela había hecho un buen trabajo manteniendo de un color rosado la parte que va desde los muslos hasta la mitad de los pechos; contrastaba con el rojizo oscuro de sus brazos y parte baja de piernas. Al contemplarla, el curtido trozo de piel huesos y tripas se volvió a llenar de ilusiones, se imaginó sentir otra vez un cuerpo con humor, lo encantador del aliento vivo sobre su cuello, la lengua dentro de su garganta, las uñas hundiéndose entre su espalda, sangrándolo para más tarde tatuarle el pecho y el olor a bolitas de masa chorreadas de leche que desprendía de los mejillones de la vulva, en lugar de ello, cuando se acercó a los labios de ella sólo encontró ceniza seca y una lengua áspera; ya no estaba aquel aire que hacia sudar, de las manos no se podía recuperar la mínima fuerza, siquiera, para ponerlas en pie. Trató de apartarse pero aun, cuando ya no le regresara amor, la encontró voluptuosa. Sin esperar nada a cambio, se lanzó como ave de rapiña, con sus grandes y amarillentas uñas sobre los pezones de la dama, pellizcándolos hasta tornarlos aceitunados y luego de haber cuajado la sangre, cobrizos con una aureola magenta. Se retiró un poco para ver su obra, le pareció que algo faltaba. Pasando la lengua repetidamente por entre sus abollados dientes ésta no tardo en sangrar. Abalanzándose sobre los pechos ya marcados mordiéndolos como tratando de arrancarlos, hasta hacerlos sangrar, comenzó a plasmar esbozos de dibujos hasta que la sangre se arenó. Trazando caminos con la lengua dio varias vueltas sobre los pechos dejándolos marcados. Dio vueltas por entre el vientre, plano, hasta encontrar un monte de cabellos rizados, rubios, introdujo la lengua en ellos y sintió como se le degollaba en mil piezas. Con lascivia trató de buscar camino. Varios intentos más tarde tocó un poco del monte. Comenzó a desesperarse jalando los vellos con la boca hasta que logró hacer una gruta. Con los labios reventados, se introducía una y otra vez en aquella abertura, se ahogaba y volvía a salir; tomaba aire y volvía a entrar. La vista iba y venia por entre aquella figura sin poses. No tuvo tiempo de pensarlo mucho sabía que no podría navegar dentro de una estampa, una efigie que se había vuelto apática frente a él. Los ojos marchitos nada reflejaban de aquel cuerpo tísico. La miró hasta el hartazgo hasta que ya no hubo nada que mirar.
Con labios fríos y secos se despojaba del último aliento que una vez le calentó el cuello. Sin una lágrima en la línea de los ojos la había disfrutado por última vez como cuando estaba con él. Recorrió la piel porosa con los dedos, lo había hecho bastantes veces como para no traer hasta su memoria aquel sentimiento. La tibieza ya no era parte de ese cuerpo. “Déjame ir, déjame ir” retumbaba en la cabeza de él consiente que era ella quien le reclamaba. Comenzó a jalarse los pocos cabellos que aún le quedaban. Se aruñó la cara. Pegó el oído a la boca de la mujer, quien no le respondió resopló alguno. Se levantó y se fue a postrar en una esquina de la casa frente al sillón. Ahí, con las rodillas pegadas a la barbilla, con una mirada cargada de ásperas llagas incoloras quedó Julián perdido sobre las paredes del tiempo sin soltar lágrima alguna.
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