El destino es como un juego de naipes en que las cartas están echadas, pero concierne a cada quien saber jugarlas.
Eso fue lo acontecido con André, o por lo menos lo que entiendo que le sucedió a partir de una interpretación libre del lienzo "Martirio del Apóstol San Andrés” obra maestra del sevillano Esteban Murillo.
Tan pronto apuraba un "cortao" en El Asturiano, Andrés, no el santo que sí el hereje, se dirigía al Museo Del Prado. Dos motivos lo llevaban como obligación cotidiana a aquel recinto de arte y voz silente de los artistas muertos. Uno, la chica que vendía el ticket de entrada. Siempre acicalada y fresca, como recién salida de la ducha, con sus cabellos rizados y la cara nívea de facciones clásicas. O por lo menos así la veía un hombre enamorado platónicamente. Es decir amor de lejos, por tanto....inalcanzable.
Porque él con su medio de siglo de edad a cuestas y cuesta abajo, que por eso cuesta, ya no era un cromo. Más bien, retrato vivo del otro Andrés, el de Murillo, quien constituía la segunda causa de sus diarias incursiones al entrañable museo.
Después de pasar el dulce trance de saludar a la maja de Madrid, que en algo representaba a la del tal Goya y Lucientes, pero con algunos kilos de menos, asumía como dócil oveja su destino. Vamos, para él, penitencia. Y entonces se dirigía directo a observar, compadecer e identificarse con el tocayo.
El martirio de San Andrés, hombre como el que más, pero también blandengue Santo, muestra a un cincuentón de barba blanca y rala cabellera en el trance penoso y doloroso de ser amarrado a una cruz. No, no es la misma cruz que la del Señor, porque esa es única. Tampoco por la posición, ya que esta está clavada en sus dos travesaños a la tierra, o sea, entiéndase, una equis enterrada en dos extremos inferiores, lo que obliga a San Andrés a asumir la forma de extremidades abiertas como compás a 45 grados. Y no, tampoco hay clavos de por medio sino correas. Pero sí, también una Magdalena con un crío en brazos mirando asombrada la escena y una madre, seguramente no virgen, ni María, pero cubriéndose la cara con un velo y al mismo tiempo enjugando lágrimas.
Pero lo que André mira y vuelve a observar no son los corceles que avergonzados voltean la cara lejos de la crucifixión, sino al malévolo querubín de cara demoníaca afanado en tirar para mejor amarrar al travesaño el brazo derecho del apóstol.
El Andrés non santo, aunque de vida beata, reconoce en aquel cupido luciferino a su propio destino. Y a su compañero que le ayuda, tímido pero resuelto. También le invade la emoción nostálgica de los otros dos querubines, sus antiguos ases de la juventud que recatados y tímidos parecen querer salir de escena, como le sucedió en vida, cuando su existencia tenía algo de vida.
Porque André fue marcado por una mala jugada del destino. De entrada un par de jotos que nunca supo potenciar con su igual en número de ases y la quinta carta que nunca la consideró, miró y apreció. Tal vez era la reina de la taquilla del Museo Del Prado, pero por temor siempre la mantuvo en reserva.
El hecho es que se jugó el ser a dos pares y perdió. Porqué tiró la reina para buscar el poker y obtuvo un doble par, Inútil ante el gran tahúr del destino.
Y ahí va el buen André en retiro, rumbo al metro Retiro cuando las voces ya afónicas Del Prado anuncian la hora del descanso. Pero antes al Asturiano, a beberse media botella de brandy barato para darse valor para salir a destripar al primer querubín que le salga al paso. Y mejor si son dos y cómplices, como los malévolos pintados por Murillo. Porque desde que tuvo uso de razón comprendió que su destino estaba en la crucifixión. Siempre fue un mal jugador. Taimado, sin los arrestos para jugarse el todo a la primera mano. Sojuzgando las virtudes de esa reina única y solitaria.
Y podría terminar el relato con el final que intuye el lector. André es condenado a cadena perpetua por el asesinato de dos homosexuales. Pero como no soy complaciente ni homofóbico, y en cambio sí realista, debo confesar que ahí, en el Asturiano, a unas cuantas calles del Prado, observé sorprendido a la chica de los boletos del museo aproximarse a André y taparle los ojos con sus pequeñas manos. Y él, intuitivo, me miró de reojo y condenó mi desacierto interpretativo con una sonrisa irónica. Mientras, sus brazos abrazaban, como debe ser, porque para eso están hechos, a la maja que no, no tiene muchos kilos de menos respecto a la que inspiró al tal Goya y Lucientes. Pero si parece recién salida de la ducha.
El cabrón de André jugó bien sus cartas, mis estúpidas interpretaciones son interpretaciones estúpidas.
Y la chica de la barra me acerca los dados. Tiro. Un par de rellenas tetas a la vista y una cara de reina, pero no borbónica, sino bonita. Detrás de mí un par de travestís se aproximan.
No tengo ni puta idea de cómo jugar. |