Despertó de la siesta con el cuerpo de siempre, pero con la memoria de una desconocida. Cada tarde, desde hace 23 años, se había hecho la rutina de levantarse de la siesta en la hamaca blanca tejida, estirarse un poco doblando el tronco hacia adelante tratando de tocar la punta de los pies con los dedos, al hacerlo, se escuchaba el crujir de las viejas tablas del hall. Entraba a la cocina, ponía la tetera y esperaba el silbato que anunciaba el agua hirviendo. Preparaba té de jazmín para dos, tostadas con mermelada de guayaba y como si lo hubiese calculado, al levantar la vista hacia la ventana, se escuchaba el pito del auto que llegaba. El entraba, colgaba la chaqueta y el sombrero en los ganchos del recibidor, se paraba en el umbral de la puerta de la cocina amarilla y daba un gran respiro que llenaba la casa de paz. Llegué, decía, y halaba una silla para sentarse junto a ella. La tomaba de las manos, se las besaba y mirándola a los ojos preguntaba por el día que había tenido.
Esa tarde fue diferente. Cuando llegó, ella estaba sentada sobre el césped, frente a la casa arrancando cuanta flor encontraba. Las hacía picadillo con las manos y se las lanzaba encima como si celebrara una fiesta. La miró desde la ventanilla del auto y no pudo bajar. Supo inmediatamente que algo andaba mal. Ana levantó la mirada despacio, la fijó en sus ojos por unos segundos, pero luego continuó en su tarea de romper flores.
Se quedó observando por un breve momento, miró al cielo, dos lágrimas huyeron en precipitada carrera de sus ojos. Arrancó el motor, metió retro y se marchó, dejando los recuerdos colgados en un cielo lleno de nubes, mientras Ana estrenaba su vuelo en ellas.
|