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¿Es posible que alguna vez todo esto tuviera sentido? Es, desde luego, muy posible. ¿Es posible que ese sentido exista hoy? Llegué a una conclusión una vez. Estoy seguro de que ya no lo tiene. Nada lo tiene. Si alguna vez alguien acertó a entenderlo, hubiera rogado que tratara de explicármelo. Que se atreviera a hacerlo sin perder más cordura que coherencia.

No acierto a reconocer la forma en que los hechos se han deformado. No logro dar con el momento que revolucionó hasta semejante disposición la sucesión de esta historia. En cambio sí soy capaz de reconocer el odio, la violencia y el rencor irracional. De hecho, lo tengo ante mis ojos.

El ruido es ensordecedor, y el aire se me hace irrespirable. Tiene un hedor ácido, férreo y penetrante. Flota furia en el viento. Furia inmotivada que no hace sino mantener viva una llama que debió extinguirse hace años. Pero aquí sigue. Domina la plaza.

Muchos corren alocados, y otros arrojan piedras y botellas de parte del inventor Sergei Molotov. Lo hacen al azar. Sus lanzamientos no buscan un objetivo. Solo sobrevuelan las cabezas de los pavorosos.

La Ertxaintxa se sitúa frente a ellos. En un principio diría que tratan de contener a la masa que se desplaza dejando un ardiente caos a su paso. Pero pronto pasan a luchar por la vida, para más tarde despersonalizarse y llenarse también de rabia incontenida. Yo mismo, en ocasiones, he estado tentado de dejarme llevar también.

Hay bombas de humo, pelotas de goma de un hiriente amarillo que persiguen a toda figura móvil. Nada parece tener sentido. Todo se ha deslizado hasta lo inexplicable en unos minutos. Probablemente nadie sabe como ha empezado. Nadie sabe cual ha sido el detonante. ¿Acaso ha habido realmente un motivo que nos ha traído hasta semejante caos? No puedo imaginarlo. Pero ya es tarde.

Estoy entre ambos flancos y solo puedo esperar. No veo una fácil escapatoria y ,de hecho, tampoco la busco ya. Solo espero. ¿Acaso terminará todo antes de que me encuentre acorralado?

Frente a mí, un anciano apoya dificultosamente su barbilla en el pecho. No logra eludir el molestísimo viento, el humo, el ambiente caldeante o el tormento que a él mismo le domina.

La sensación de agobio se hace cada vez más acuciante. La angustia no hace sino incrementarse por el griterío y el incómodo y sofocante calor que se ha adueñado de la plaza. No es ese sentimiento que poseen los que saben que van a morir, ese sufrimiento que poseen los que se saben ya muertos. Es más bien, un deseo de que todo acabe. Y sin tratarse de ese mismo temor, va en cambio unido a él.

Un joven encapuchado pinta sobre una pared. Ensambla letras impersonales y rojas. Son solo dos palabras bisilábicas. Pero a mí me traen a la cabeza muchas otras. Gora ETA. No es más que rebeldía. Quiero creer eso. Quiero pensar que no va más allá. Que no es un sentimiento. Que esas letras rojas no son sino el producto de una vida desencantada sin verdaderas causas por las que luchar. Pero lo cierto es que todo sentimiento comienza siendo rebeldía, o una llamada de atención. Y todo, todo, se radicaliza. Odio mediante.

Me mira fijo, con una llamarada recorriendo sus pupilas, tratando de intimidarme. Enseñando y mostrando su absurdo rencor. Levanta un puño en alto y habla en euskera. No logro entender sus palabras. Se malfiltran a través del pañuelo palestino. Sin embargo, creo que de atreverme siquiera a hacerlo, conseguiría descifrarlas. Supongo que es mejor así. Supongo que es mejor no tratar de entender lo que su macabra cabeza ha dado a entender.

Tampoco sé cual es mi verdadero sentimiento hacia el joven. No podría definirme. Es una extraña mezcla entre compasión y miedo hacia el odio mal enfocado y el aburrimiento. Su causa es una de tantas perdidas, de aquellas que ya no producen sino nostalgia. Su empeño, una vía de escape para su violento sinquehacer.

No acierto a entender como siquiera pueden soñar con una victoria. No me atrevería a adentrarme en ese infierno de odio que son sus mentes. Cuando se lucha contra algo, puedes dudar de tu victoria o derrota, de tu éxito o fracaso. Cuando los dos polos de esta lucha han negado el conflicto y la conciencia de su poco rival, solo existe degeneración.

Sobre mi cabeza contemplo una videocámara. No tarda en saltar en pedazos. Yo, sin exteriorizarlo, en lo más profundo, allí donde comienza la boca de mi estómago, no puedo sino sonreír. Sonrío porque el símbolo de control y esclavitud ha sido roto. Porque no era sino un objetivo indiscreto que ha estado convirtiendo Donosti, mi querida Donosti, en el 1984 londinense de George Orwell, donde el Gran Hermano vigilaba entonces de verdad.

El espacio entre ambos grupos se ha reducido. Cada vez están más cerca. Yo continuo atrapado. No recuerdo haber hecho un esfuerzo por eludir esta situación. Y no lo lamento, porque sé que hubiera sido vano.

En toda batalla hay imprudentes. Unos se llaman muertos y otros héroes. Esto último depende, más bien, de la suerte que les acompaña. Hay aquí también un imprudente. Es un joven mal cubierto con un pañuelo. Tiene el rostro infantil aún, aunque sus facciones se están endureciendo. Y aún a pesar de su púber barbilla, su mirada está tan llena de adulto odio como las otras. El desamparo me ha alcanzado por fin.

No es su gesto amenazante. No es la mirada furtiva y desorbitada. No es el miedo al inminente golpe. No es el terror que me produce la ira. Es la memoria. Es el cajón del recuerdo, donde encuentro el motivo de mi expresión horrorizada.

Reconozco ese rostro, e inevitablemente viajo en el tiempo, para lograr alcanzar el momento en que contemplo por primera vez esa expresión.

Mi mente recorre doce años a través de esa imposible línea temporal. Alcanzo entonces a comprender una mínima parte de lo que está ocurriendo. Puedo imaginarme en el mismo Elgoíbar, y me invade el llanto viendo que nada ha cambiado. Viendo que el tiempo solo ha alterado la dureza de los rasgos, que solo ha afilado las facciones. Pero los rostros son los mismos.

Entonces quizás si hubo un régimen. Una represión. Entonces quizás si hubo un muro contra el que estrellar la ira. Pero entonces la imagen era la misma.

¿Aquel día es acaso el mismo de hoy? Puedo saber que no. ¿Puedo realmente saberlo? Entonces habían tomado la plaza unos jóvenes armados. El resto huían, y los uniformados se enfrentaban a los encapuchados. Había fuego y humo. Lo mismo que hoy.

Un hombre de unos cuarenta años paseaba con su hijo. Se vio atrapado por las masas, como yo mismo lo estoy ahora. El niño tenía una expresión ruda pero a la vez inteligente. Los destrozos y el griterío les avisaron cuando ya no fue posible una escapatoria. Me atrevería a decir que entonces hubo disparos. Que entonces eran balas. Me atrevo, de hecho, a afirmarlo, porque el cuerpo del hombre cayó al suelo.

El niño se apoyó en el suelo, junto al charco rojo, sin comprender lo sucedido. ¿Puede acaso aún hoy comprenderlo alguien? Yo corrí hacia el niño y le arrastré torpemente. Cuando recibí el impacto que desde entonces inutiliza mi hombro, evité caer al suelo. Continué cubriendo el cuerpo del crío, de forma inconsciente y acelerada. Le llevé a un imposible refugio entre dos coches mal aparcados, bajo un balcón que apresuraba a cerrar persianas. El niño tenía la mirada perdida. Abarcaba todo con ella, pero sin fijarse en alguna parte.

Una vez en un callejón, le apreté contra mí, como si mi cuerpo hubiera podido librarle de la muerte si esta le hubiera acechado. Como si yo mismo estuviera dispuesto a cambiar, por la de nadie, mi propia vida. Como si alguien fuese realmente capaz de hacerlo.

Me miró directo a los ojos, y me inundó con su iris azul. Su rostro era moreno, y el pelo era negro y grasiento. Yo sonreí, porque me encontré lejos del peligro. Pero él permanecía impasible, serio, pareciendo esperar a que yo le explicase lo que nadie podría aclararle nunca.

-¿Cómo te llamas?
- Antxón. - Respondió con fluidez impropia de su edad. Yo no pude sino forzar una sonrisa.

Y repentino regreso al día de hoy para mirar a mi alrededor. A ese alrededor que tan poco difiere de aquél. Y lloraría amargamente si tuviera tiempo. Lloraría porque Antxón está ahora frente a mí. Suspiro su nombre porque ya no es un niño. Corre con el puño en alto, y la masa le secunda detrás. No me reconoce. La ira apenas le deja reconocerse a sí mismo. Solo espero que la muerte sea rápida.

Texto agregado el 03-05-2004, y leído por 167 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
16-11-2005 Un texto bien conducido, me llamó la atención al nota sobre Geoge Orwell, de 1984, recuerdo ese minuto de odio, donde todos gritan, y descargan su ira frente a una pantalla, esa ira, que no sienten, pero que secundan por ser arrebatados en ese intento de liberación de apenas un minuto, de toda la represión y todo el dolor contenidos. Como se suele decir, en este tipo de conflictos sólo existen dos bandos: los hijos de **** y las víctimas. pic
03-05-2004 Texto extraído del volumen "Divagaciones Encubiertas", de Diciembre de 1996. dario_b_malik
 
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