Hay cosas que deben ser dichas, verdades, profundas verdades que queman la conciencia cuando no se le dicen a nadie, que te aplastan el cerebro hasta que un día solo dejas que salgan, hasta que un día, el menos pensado, tu boca y tu conciencia las vomitan con una fuerza tal que duelen adentro, que destrozan lo que queda de tu paz, de tu alma falsamente tranquila.
Uno arma una bola, porque es cierto que la arma, con todas esas verdades inmundas, que apestan tanto a realidad que no se pueden dejar por ahí apestándolo todo. Uno lo piensa, y lo cree, falsamente lo cree, que de allá no saldrán nunca, que en ese lugar oscuro y apartado donde deben ir todas las verdades que duelen se quemarán hasta deshacerse, lo que pasa es que esas verdades, las que son tan ciertas que duelen, no se van con nada, no mueren, y menos dentro de ti mismo, donde hay tanta inmundicia y desanimo que las muy putas sobreviven para siempre. No hay peor enemigo que uno mismo, que insiste en guardarse lo que sabe más tarde le costará su calma.