Una vez más vi amanecer en una de tus lágrimas.
-¿qué te sucede?-
-No es nada- y con manos sudorosas limpiaste tu rostro.
Descendiste de la cama y tus piernas cedieron bajo una inusual presión, Precipitándote al suelo.
-Mí amor- me apresure.
-Déjame sola- gritaste llorando –tengo que levantarme, esta maldita enfermedad no me puede ganar, no necesito de tu ayuda-
-Mí amor, ¿qué te pasa?-
-Vete, déjame sola- gritaste nuevamente.
Salí cabizbajo, hundido en un mar de silencio, bañando un miedo asqueroso. El tiempo paso muy lento tras lo sucedido, tu silueta no asomaba a mis ojos, tus olores no volvían del encierro. No me atreví a acercar a la habitación, las horas solo aumentaban mi impaciencia.
Eran eso de las doce del día, quise preguntarte si querías algo de comer; unos tímidos pasos me hicieron avanzar hasta la habitación; antes de entrar encontré una hoja de papel, lanzada por debajo de la puerta, decía:
“No entres, no quiero que lo hagas. Siempre haces lo que, crees, es mejor para mi, pero has pensado si lo necesito, ¿me lo has preguntado alguna vez? No me dejas espacio, ¿tienes que acompañarme a todos lados? Está bien, estoy enferma, pero no postrada.
Ahora sé, por que has leído esta nota, las cosas van a cambiar mucho, ya te darás cuenta, desde ahora podré hacer lo que quiera si tu ayuda.”
No lo pude entender. Harto de esta tontería, tome la manilla de la puerta, la gire y te observe ahí, colgada del techo, con tus venas abiertas.
Me acerque corriendo, tenia la certeza de que aun podría hacer algo; pero sorprendido me detuve, la sangre que goteaba de tus dedos había escrito en el suelo:
“Tu maldito amor me mato”
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