Había muchas cosas que a Manuel no le gustaban de sí mismo, pero solo culpaba a una de todas sus desgracias: sus ojos. Desde niño había aborrecido el aspecto que la naturaleza les dio. Decía que no solo eran horribles, sino que lo hacían ver el mundo de manera negativa. Con ellos siempre veía el vaso medio vacío; por su culpa tenía una visión pesimista de la vida.
El resto del mundo parecía tener el mismo punto de vista. La gente rara vez lo veía a los ojos y en caso de hacerlo, nunca le sostenía la mirada. Manuel decía que sus ojos eran tan feos que en lugar de ventanas, eran el desagüe de su alma. En su casa no había espejos. Se lavaba la cara a tientas y usaba un antifaz para dormir, no fuera a ser que sus ojos le espantaran el sueño.
Tenía unos cincuenta pares de anteojos de sol y los llevaba mañana, tarde y noche. A sus treinta y cinco años, Manuel ya estaba acostumbrado a observar la vida pasar. Se había resignado a ser un mero voyeurista de su existencia; se sentía impedido a vivirla por su gran defecto.
Caminando un día por las calles del centro, tropezó con una nueva tienda. Y tropezó literalmente ya que sus lentes eran tan oscuros que no vio el letrero de inauguración que tenía enfrente. Después de la conmoción inicial, se detuvo a leer el letrero de la tienda. Al principio pensó que era una óptica común y corriente, pero después de observarla con detenimiento, algo llamó su atención. Escrito con grandes letras rojas, una frase resaltaba en el vidrio de la óptica:
“Cambie sus ojos viejos, por un par de ojos nuevos”
Manuel leyó y releyó la oferta sin dar crédito a lo que veía. Entró a la tienda y aparentando calma le preguntó a la empleada sobre la promoción. Mirando para otro lado, ésta le contestó:
- Así es señor, usted nos da sus ojos viejos y nosotros le entregamos un par de ojos nuevecitos.
Inmediatamente Manuel sacó su tarjeta de crédito. Cualquier par de ojos sería mejor que aquel con el que había nacido.
Quince minutos más tarde le habían realizado el procedimiento. Manuel estaba listo para comenzar una nueva vida que prometía felicidad y vasos medio llenos.
Al abrir los ojos, Manuel notó que las cosas no se veían tan claras como antes, pero no le importó. Finalmente no era el cómo veía lo que lo atormentaba sino el cómo lo veían los demás. La señorita le dio un espejo y después de tomar aire, Manuel se lo acercó a la cara. Un par de líneas le atravesaban el rostro. Allí donde habían estado sus espantosos ojos, ahora solo había un par de rayas entreabiertas. Con todas sus fuerzas abrió lo más que pudo sus flamantes y rasgados ojos y con solo la mitad de una mirada, le reclamó a la vendedora, a lo que ella dignamente contestó:
- Pues que esperaba, son hechos en China. |