Un tipo miserablemente vestido, se aproximaba por la calle solitaria. Sus güilas escondían a un cuerpo famélico, de luengas barbas y ojos tristes. Recordé al Cristo de Mayo y, de inmediato, me sobrevino un ataque de conmiseración. –Pobre hombre-me dije-, él, tan paupérrimo y otros viviendo en ciega y sordomuda opulencia. Y como la piedad y la caridad gatillan la acción, mi mano, descendió rauda al bolsillo derecho y hurgué, buscando un par de monedas de cien pesos.
–Un sándwich de mortadela ha de saberle a gloria-pensé y agregué cien pesos más, por si no quedaba mortadela y sí jamón, que tiene un precio más alto. Puse doscientos pesos más, el jamón es infinitamente más caro que la mortadela y con eso debiera bastarle.
El tipo ya estaba a unos pocos pasos y pensé: -El pan provoca sed y querrá tomarse un refresco.
Por lo que hurgué una vez más en mi bolsillo y encontré trescientos pesos y varias monedas de a diez.
A medida que se acercaba, el parecido del tipo con el Jesús de Nazareth me pareció abismante. Trescientos pesos más por el parecido-me dije y cuando el hedor de éste humilde redentor invadió el espacio circundante, le extendí mi prebenda. Él, la recibió con gesto de rapiña y la guardó en un bolsillo que, más bien, parecía un parche sobre un maremágnum de parches.
Noté que el tipo lucía una dentadura perfecta, blanca y deslumbrante, igual que las de las modelos de la TV. Sus labios se curvaron graciosamente y pensé que iba a pronunciar sentidas palabras de agradecimiento. El hombre entreabrió las güilas de lo que parecía ser un sobretodo y extrajo lo que pensé debía ser una Biblia.
-Pasa todo lo que tengai, gil reculeque- gruñó con una voz que no tenía nada de santa.En sus sucias manos, empuñaba una pistola.
Tomado de absoluta sorpresa, busqué nerviosamente en mis bolsillos. En ese crítico instante, imaginé con los cincuenta mil ochocientos pesos, más monedas que yo portaba, el tipo aquel podría comprarse una cama digna donde dormir. O pagar un alquiler, acaso postular a una vivienda social.
Y a medida que me iba despojando de mi casaca de cuero y mis pantalones de marca, ya en camisa y calzoncillos, medité: -Entregarle a un pobre, es ofrendar a Dios.
Totalmente desnudo y cubierto con un cartel publicitario, pensé que, aunque el tipo se parecía más a Bin Laden que a Jesucristo, Dios nos somete a estas pruebas para verificar la nobleza de nuestro corazón.
Los policías, que me sorprendieron calato y aterido en el quicio de una puerta, me llevaron detenido por ofensas a la moral. Entonces, sentí que Cristo era yo…
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