Aves nocturnas
Lina abrió los ojos sobresaltada al hallarse en un lugar extraño. Despertó fresca y alerta, sus sentidos vibraban por el aroma a pino, tierra, y los sonidos primitivos del bosque. Ante sus ojos, en la almohada de satín, le habían dejado unos papeles arrugados por el uso. Se sentó y los estudió en la penumbra del anochecer: entendió la sensación familiar al ver su propia letra. Era una parte del diario que mantenía de joven. Sintió ojos que la miraban por encima del hombro y revolvió la cabeza, estrujando los papeles y ocultándolos contra su cuerpo. Las sombras a punto de saltarle encima retrocedieron; estaba sola, seguramente el doctor había venido mientras dormía y los había dejado como declaración. “Sé lo que hiciste...”
Recorrió la galería del segundo piso, cuidando de no hacer ruido en el pulido piso de madera, mirando los retratos con marcos enormes, labrados, que decoraban las paredes, y espiando por las puertas entreabiertas. Habitaciones oscuras, el aire pesado pero sin polvo. Encontró la puerta que conducía por una escalera estrecha al ático, y también el cuarto con rastros juveniles, donde Lucas dormía de niño. Sonaron siete campanadas en el reloj del hall y en la escalera se cruzó con el doctor que venía a buscarla, impaciente.
Fiel a su palabra, Lucas regresó para hacerle compañía a sus tías en la cena, preocupado por haberles dejado en la casa una fiera o una mujer desesperada, todavía no sabía cual. Había dudado, tenía miedo de permitirle entrar a su casa, estuvo tentado a abandonarla en la carretera, pero triunfó su curiosidad que no quería alejarse de esta historia. Tenía que saber qué pasaba con ella y Vignac, y al mismo tiempo mantenerla fuera de su alcance. El único problema sería que su primo abriera la boca, ¿cómo alertarlo, sin estar seguro de cuánto sabía, él que los había presentado?
En la cena mantuvo una calma forzada, y trató de mostrarse alegre, con tanto esfuerzo que apenas le dirigió una mirada a Lina. Ella notó su confusión y no hizo nada por aliviarla, ni seguirle las mentiras para salir del paso. Igual, sus tías no se mostraron muy curiosas sobre su amiga, charlando de un salón de té en Europa que Antonieta había visitado mucho antes que Lina, y de las ventajas de vivir en esa mansión aislada del mundo, de telas de vestidos y el clima húmedo.
Lo estaba buscando pero al salir por una puerta al jardín de invierno, la invadió una oleada de recuerdos. Elena estaba cortando los brotes de un macetero y cruzaron unas palabras al azar: Lina caminó por el pasillo caluroso, recargado de perfumes, contempló los rosales, las hojas azules bajo la luz fluorescente. Dimitri la había sorprendido antes de la fiesta con un enorme ramo de esas flores, de un rojo tan oscuro que parecía azabache. Estaba tardando delante del espejo, desanimada porque no tenía ganas de entretener a los invitados de Diana mientras su padre estaba de viaje, pero él entró como una tromba agitando a las sirvientas griegas, haciendo bromas, riendo a carcajadas del peinado de su madrastra y devolviendo una sonrisa a su rostro.
–Me envía mamá con la difícil misión de ponerte de humor y prepararte –dijo sentándose en la cama, muy serio. Las cortinas volaban con la brisa frutal que venía del olivar. El mar lamía los pies del acantilado y el chalet que habían alquilado por un mes se iba encendiendo a medida que el atardecer púrpura se iba apagando.
Lina había hundido la nariz en el ramo que colmaba sus brazos pero el inquieto Dimitri se lo arrebató para ponerlo en el jarrón de vidrio, arañando su piel de marfil en el apuro. Antes de que pudiera quejarse, la había llevado corriendo al salón, donde sonaban los violines, pues la música era su debilidad, aunque sólo fuera un conjunto local que falseaba la mayoría de las notas. Dimitri había sido recogido por su padre de pequeño, pero era su hermano mayor en todos los aspectos, su compañero y cómplice. Tenía un cabello castaño que se enrulaba tenazmente sobre unos ojos oscuros de mirada audaz y burlona, y una tez que se adaptaba a todos los climas. Como habían estado viviendo en Italia desde que Diana le insistió a su esposo para abandonar la casa en Mostar, cansada de la guerra civil que los rodeaba feroz, no era extraño su bronceado.
La mitad de los huéspedes también lucía piel morena, en la cual relucían los dientes blancos, perfectos, y el oro de sus joyas. Charlaban con indolencia de temas triviales cansándose hasta ellos mismos, más que nada para mostrar sus artículos de lujo, contar dónde habían estado, qué auto conducían, qué yate era el más costoso, y a quién conocían. Políticos, actores de televisión, empresarios. El resto, con un promedio de edad más elevado y un físico y apariencia menos afinado, pertenecían al círculo de Tarant. Al principio estaban decepcionados porque no estaba su anfitrión, y suspiraron al escuchar que aun estaba investigando unas ruinas en los Balcanes. Luego centraron su atención en un joven alto, pálido, distinguido pero vestido con sencillez. Lo primero que ella le notó fue su cabello lustroso como ala de cuervo bajo la lámpara que destilaba luz sobre el abultado escote de Diana. Antes de que se aproximaran, y de desaparecer él mismo, Dimitri le había susurrado en su oído:
–Es él. El hombre de rancio abolengo del que estaba hablando papá el otro día.
–Querida... –Diana la atrajo hacia sí con una mano llena de uñas carmesí, y ahora notó el aura masculina, el grueso perfume que emanaba del joven. Tenía unos ojos magnéticos, pero no supo decir de qué color porque bajó la mirada temiendo caer en su abismo. No encerraban misterio, sino que te hacían temer rendir los tuyos bajo su poder.– Charles, ella es la niña de los ojos de Tarant –su esposa sólo lo llamaba por su nombre de pila o un apelativo en la intimidad, así como sus hijos tampoco le decían papá más que cuando no los escuchaba–. Charles quiere saber sobre la estatuilla...
La joven se preparó para ejercer sus dotes de seducción sobre el huésped y entretenerlo explicando cómo habían adquirido esa curiosa pieza veneciana de Dionisos y Ariadne. El encanto fue mutuo, y poco después de la medianoche ella lo condujo por un rústico camino de piedras hasta el mirador que se alzaba a medio camino entre la casa y la playa. El tono profundo de su voz estaba calentando sus orejas a medida que Charles iba derramando sus palabras, cualquiera, en su oído, y pronto su aliento caía por su cuello, se detenía en su arteria pulsante y con dos dedos soltaba el broche de la solera, descubriendo a la luz de la luna la curva de su espalda.
De pronto, Lina notó que había pasado el tiempo y estaba sola en el mesmérico aroma del invernadero que la había trasladado a su pasado. Casi podía sentir la caricia en su cintura y el sabor en los labios. Con Dimitri solían desdeñar la insistencia de Tarant por la tradición, secundado por Diana, por su parte interesada en mantener una imagen de rango y distinción bajo la forma del dinero y el lujo, pero terminó enredada con el heredero que quería su padre. Sangre pura de una antigua familia con la que Tarant compartía su ideología cerrada. Los jóvenes, en cambio, no se sentían tan distintos y superiores al resto de la humanidad como para desechar su sociedad.
–Ya se les pasará con el tiempo –había suspirado al regresar de su viaje a Nicópolis, cuando Diana le contó cómo andaban con cualquier gente del pueblo o turistas americanos. Tolerante al ver cercana su expectativa de unir bien a su hija, exclamó con fingido disgusto–. Bella Diana, veo que han hecho planes sin mí...
Charles y unos cuantos amigos íntimos se habían invitado al yate, animados por Dimitri y Diana, para celebrar los ritos de mayo.
–Bueno, yo agrego a un amigo que conocí en el tren –su familia lo miró sorprendida de que tratara de amigo a alguien que recién conocía–. Es un erudito de mente abierta y muy agradable. Se llama Tomás Lara.
Lina captó la mirada de Lucas fija en su mano. Había estrujado un tallo de rosa: abrió los dedos y dejó escapar los pétalos aterciopelados manchados de gotas de sangre más brillante que ellos. Tras una pausa Lina sacó de su bolsillo los papeles doblados y se los entregó:
– Toma. Para tu historia clínica. Tal vez puedas hacer un libro, a Anne Rice le funcionó.
Estaban en el estudio de su tío abuelo, una habitación sobrecargada de muebles que aún conservaba un leve tufo a cigarro y cuero nuevo. El doctor le había contado lo que sabía de Vignac y esperó que ella completara la historia.
A ella también le había caído bien Lara, aunque no lo conoció de forma íntima porque en esa época su tiempo estaba bastante absorbido por Charles. Su prometido de dos meses y su hermano Dimitri sí habían salido a rondar algunas noches por los bares de Skiros, Tasos, Varna, Constanza, en compañía de Tomás Lara, quien parecía tener un interés casi científico en sus actividades nocturnas.
–Supongo que llevados por su deseo de alardear, algunos amigos de Charles o Dimitri, que era muy impulsivo, le habrán mostrado los sitios prohibidos para humanos –comentó Lina con una sonrisa maliciosa.
Lucas comprobó que ya no estaba melancólica. Replicó, impasible, que él no creía en esas cosas.
–Vignac sí las cree. Por eso puede ir muy lejos –dijo ella con un tono sombrío; él solo podía ver el contorno de su rostro y la fina curva del cuello–. No sabes de qué es capaz esa gente.
Destrozado por la muerte de Dimitri, aunque no quisiera admitirlo, y desinteresado de Europa por la pérdida de Charles, Tarant decidió huir a América. Debían proteger su forma de vida de la mala publicidad que podía hacerles Vignac, si es que Lara había llegado a dar algún informe, porque en el tiempo que habían convivido no había hecho contacto con nadie. La traición de Lara había sido la primera vez que ella se había dado de frente con la superstición y la intolerancia de la gente. Conteniéndose de descargar su rabia contra toda la humanidad, aun no podía ocultar su desprecio por esas criaturas que se arrastraban por la tierra con sus vidas vacías. En ese estado de ánimo conoció a Iván, como broma salió que era cantante y él la hizo subirse al escenario. Entonces descubrió que de hecho podía cantar y hacer un show.
–Me mudé a la ciudad. Me gustó el cambio, me entretenía –Iván la llamaba ruiseñor, no sabía si por el bello canto o el pico dentado de estas aves nocturnas. Era una forma de entrar a fiestas privadas, que le servían para cubrir y mantener su estilo de vida–. Veía poco a mi padre y Diana... Un día me llamó mi abogado. Se había incendiado su propiedad. No quedó nada más que sus cuerpos carbonizados –Lina hizo una mueca burlona y remarcó con frialdad–. La policía lo dejó como suicidio porque se encontraron restos de barbitúricos. Yo creo que los mató él.
–¿Vignac? –Lucas se removió en su asiento y terminó caminando hasta la ventana. Un pájaro negro se remontó entre los árboles de la avenida–. No puede ser... Vignac insistía en encontrarlo a toda costa. No sabía de su muerte.
Mientras tanto, Vignac no pensaba quedarse quieto esperando que Lina sacara la cabeza del agujero donde se hubiera escondido. Bien entrada la madrugada, sus zapatos resonaron en las piedras del cementerio, vislumbró el punto rojo de un cigarrillo y se acercó al enterrador que había sobornado, quien lo estaba esperando apoyado en una tumba sin nombre. Vignac se arrodilló y pasó el pulgar sobre el doble ouroboros tallado en la losa. El sepulturero, un hombre gordo de rostro enrojecido por el vino barato, le tendió una barra y entre los dos separaron la piedra, dejando al descubierto un tufo a humedad repelente. Vignac metió la mano y tanteó en el pozo tenebroso hasta encontrar algo de madera. Hizo una seña y el otro iluminó con la linterna mientras él mismo sacaba los cuerpos resecos y los guardaba en una bolsa de arpillera.
Lina estaba acodada en la ventana de su cuarto. La casa dormía, excepto Lucas, que en la biblioteca, se sirvió un whisky y sacudió la cabeza con escepticismo al recordar todo lo que había estado escuchando. La hoja manoseada con la confesión de asesinato estaba sobre el escritorio. Lejos del efecto de sus ojos y labios se reprendió por casi justificarla al saber que Lara había causado la muerte de su hermano y de su novio, pero ¿cuánto de esa historia era real y cuánto fruto de un delirio paranoide?
Para asegurarse de que saliera en televisión, Vignac desapareció unas cuantas manijas de bronce, trozos de esculturas, y escribió símbolos nazi encima de varios mármoles.
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