Cuando era pequeño, vivíamos cerca del tren. Una vieja estación de dos andenes, que se vestía de gala el día de todos los santos. El cementerio también estaba cerca de la estación.
El tren, los trenes, formaban parte de nuestro pequeño mundo. Y, por supuesto, como todo lo que habitaba en nuestro mundo era objeto de juego y diversión.
Al principio jugabamos al escondite o a la gallinita ciega en los andenes… siempre había alguno o alguna, que acababa cayendo a la vía e incrementando así sus cicatrices de infancia con una buena brecha en la cabeza.
Infantil e ingenuo aún, era poner clavos, piedras, incluso alguna lagartija pegada al rail de hierro oxidado y esperar el efecto que causaba el tren una vez que había pasado por encima del objeto en cuestión que habíamos, ingenuamente, puesto allí.
Un grado más era apedrear el tren, romper los cristales… seguíamos en la infancia aun, algo menos en la ingenuidad. Tenía un cierto grado de peligro porque el jefe de estación solía adivinar quienes éramos los que apedreábamos el tren; pero no siempre nos cogía, aunque casi siempre se lo recriminaba a nuestras madres, incluso a veces a nuestros padres.
Pero el grado más alto, ese que te llenaba de adrenalina, era cuando ya casi abandonada la infancia, totalmente la ingenuidad, el juego consistía en cruzar las vías corriendo, ganando quien lo hiciese con el tren más cerca. Tenía una variante que era esperar quietos en mitad de la vía, en una curva y correr delante del tren. En esta variable ganaba quien aguantase más tiempo corriendo delante del tren, con el tren cada vez más cerca.
Aún recuerdo la sensación; el corazón latiendo con fuerza, en el pecho, en la cabeza, hasta que cuando ya te iban a explotar los pulmones saltabas fuera de la vía, dejándote caer en la cuneta. Con la respiración aun entrecortada levantabas la cabeza para ver quien había aguantado más. También tengo aún el recuerdo de aquel día. El último día que vimos a Otazua correr, claro que ese día Otazua ganó.