Era muy feo. Horrible, se diría. Era en realidad tan feo, que cuando su madre lo vio por primera vez, al nacer, cerró los ojos y lloró. Y lloró de dolor y no de alegría.
El padre ni lloró. Lo tomó en sus manos con cierto asco, lo cargó en su burro y se volvió con las doce botellas de vino tinto que le dio el dueño del circo. No lo quisieron y no lo extrañaron.
Eso lo sabía José, que así lo llamó el dueño del circo, porque se lo habían contado. Sabía que no lo habían querido. Y sabía que no lo habían querido por su ojo. Por ese gran ojo que llenaba su frente, y por esa nariz chata y ancha como su boca amplia. Y para mostrar ese horrible rostro lo tuvo el dueño, no para cuidarlo o para quererlo. No lo quería más que a doce botellas de vino.
Sin embargo, ese único ojo, le permitía a José ver lo que nadie veía: lo que las otras personas sentían, José lo veía.
La vida de José era triste. Triste porque recordaba que nadie lo quería, y triste porque no sabía si alguien lo quería. Porque cuando alguien se acercaba a él, veía que le tenían lástima, o repugnancia, a veces admiración y curiosidad, pero nunca vio amor. Conocía la palabra amor, y veía que algunas personas la sentían. Pero nunca una persona se había acercado a él con amor, y el no sabía sentir amor.
En el circo, lo exhibían como monstruo, pero aprovechando su ojo horrible, ese mismo ojo que veía lo que otros no ven, trabajaba de adivino. No acertaba el futuro, pero como veía lo que sentían, les daba el gusto y se los decía. Si se sentían solos, les decía que tendrían compañía pronto, y si se sentían tristes, que la vida sería alegre. Y si se sentían alegres, se lo confirmaba y les hacía dar gracias por ello. Como el circo deambulaba de pueblo en pueblo, se iba dejando esperanzas, que tal vez solo eran ilusiones.
Una siesta de verano, plácida, el circo entró cansinamente a un polvoriento pueblo. No habían pasado más que minutos, cuando todos los chicos, como gorriones, se amontonaban alrededor de los carromatos. Y solo minutos mas, y ya las carpas crecían como hongos en la humedad. Y luego los hombres vestidos con carteles se paseaban anunciando tigres, leones, elefantes y equilibristas. Y un hombre vestido de rojo, en zancos altos, gritaba: “Vengan a ver a José el hombre mas feo del mundo” “Vengan a ver a José, que con su ojo ve lo que nadie ve”
Cientos, miles de personas habían llegado a mirar al cíclope antes que ella. Y ella no era distinta a las otras. No era la más hermosa, pero era bonita. A ese hombre de un solo ojo le hubiera gustado que ella tuviera la nariz más delgada y respingada, o las manos más chicas. Pero cuando la miró, vio mucho más que los ojos de cualquiera. Vio que ella era una mujer simple, que había sufrido el desamor de otros. Que amaba a sus hijos, y que alegraba a todos alrededor. Era una mujer alegre, y derramaba alegría. Le gustaba estar viva. Vio que ella necesitaba ser amada, y que deseaba ser feliz. Se lo dijo: “Eres alegre y tu alegría te hace hermosa” “Eres buena, y tu bondad te hace bella”. “Solo el que ama, consuela” Y ella, de pronto, se sonrojó intensamente, de un rojo violento y cálido. Y dijo: “Gracias”
El hombre ahora no entendió. Algo sucedió en su cuerpo, y se sintió distinto. Se sintió contento de ver ese sonrojo y dijo: “Eres ardiente como una rosa roja” Otra vez ella se sonrojó, y sonriente dijo “Gracias” Ahora sí el ojo del cíclope no sabía si era verdad lo que veía. Veía una sonrisa tan hermosa que solo un alma hermosa la podía inspirar. No sabía lo que era amar, no había estado nunca enamorado, pero en ese momento hubiera saltado sobre ella para besarla y abrazarla. Como era un cíclope, no se animó, pero ella, aunque tenía dos ojos, vio lo que él sentía, y dijo: “Gracias por ver lo que ves en mí”.
El hombre no quiso seguir esa noche adivinando. Adujo que le había entrado una basurita en su ojo, y se fue a dormir. No pudo dormir. Veía en esa simple mujer una mujer capaz de ser feliz, aunque aun no lo fuera. Y él había visto miles de personas incapaces de ser felices, aun pudiendo. Veía en esa mujer ansias de amar y de ser amada. Veía en esa mujer amor por los otros, bondad, y veía como los demás sentían cariño y amor por ella. Se sentía raro. Se levantó y con su único ojo fue a mirarse a un espejo. Quería ver lo que sentía. Y vio que estaba enamorado. Algo que había desconocido hasta entonces.
Toda la noche pensó en ella, en su alma que se asomaba en su sonrojo y amaba en su sonrisa. En esa mujer que veía lo que el sentía, hechicera.
Durante el siguiente día, se sintió solo sin ella, que nunca había estado con él. La extrañaba sin haberla tenido. Esperaba la noche con ansias. Tal vez volviera. Lo que era rutina, y a veces hasta desesperación, era ahora esperanza. Tal vez volviera.
Y volvió. Ya sin verla, sintió que estaba. Y cuando la vio supo que estaba vivo, porque su cuerpo respondía solo.
Ella se acercó. El le dijo: “La noche ya es clara, porque veo en ti el brillo de la vida, la luz de la estrella” Ella, sonriente, contestó: “Como me halagas… me haces feliz con tus palabras”. El cíclope se confundió. Ahora estaba ciego de su ojo. No veía nada, porque sentía demasiado. Estaba encandilado. Encandilado y enloquecido, imprudentemente le dijo “Te amo”. Y ella, mágicamente hechicera, dijo: “Yo también, pero es imposible lo nuestro” “Yo soy mujer, y tu eres cíclope” “Y eres esclavo de tu dueño” “Y viajas y viajas, y no podrías convivir conmigo” “No me ames, te quiero mucho, pero no puedo amarte como hombre”
El hombre de un solo ojo lo entendió. Ella era una mujer merecedora del amor del mejor hombre, de un hombre libre, que pudiera amanecer con ella y algún día, morir junto a ella. Y era digna y sana, y no daba lugar a falsas esperanzas. Pero no pudo dejar de amarla, y no pudo dejar de disfrutar de amarla y hasta amó sufrir por amarla.
Al día siguiente, el circo se fue, eterno caminante. Y el cíclope se llevó a la mujer en su pensamiento. Desde lejos le escribió cuentos donde la convirtió en princesa, o en una hermosa mujer que un pescador poseía enamorado. Hasta que por fin, la convirtió en flor, para poder llevarla siempre junto a su corazón. Sufrió, pero melancólico paseaba sus recuerdos por ella, disfrutando de haberla conocido. ¿Habría conocido lo que es enamorarse, si no hubiera conocido su sonrisa?
Y en una carta, enamorado, le escribió: “Tal vez nunca dejaré de ser cíclope, pero si tal vez sea libre. Y el día que sea libre, pediré a Dios dejar de ver. Porque con uno o dos ojos, ya no importará si soy cíclope o no. Seré ciego. Y podrás amarme. Y entonces te preguntaré: ¿Me amas? ¿Me amaste un instante, alguna vez? Y si así fue, si alguna vez me amaste solo por un instante, ese instante será mi vida. Y si así fue, ciego y libre, te pediré vivir contigo, esclavo de tu amor”.
Nunca recibió respuesta. Nunca dejó de sufrir por no ser amado, como siempre, desde que nació. Pero nunca dejó de amarla.
|