El campanario ya no es la torre más alta de mi pueblo

Mi pueblo, como todos, tenía una iglesia con su campanario, una plaza con árboles frondosos, una estatua en el centro, unos bancos alrededor de la estatua, unas casitas de bahareque y tejas ennegrecidas por el moho centenario, unas calles empedradas y una gente sobreviviendo a los excesos naturales y humanos: Lluvias torrenciales, sequías prolongadas, plagas, epidemias y malos gobiernos.
Sin embargo tenía algo extraordinario, maravilloso, providencial, tenía un río.
El Río y El Campanario representaban, respectivamente, la libertad y los limites de esa libertad.
Los chiquillos nos aventurábamos por la rivera, descubriendo tesoros traídos por las aguas: botellas, ollas de aluminio martillado por el orfebre del tiempo; huesos descarnados; troncos de árboles de formas misteriosas; piedras ahuecadas por el goteo milenario e incesante, redondeadas por el peregrinaje en el lecho cenagoso; tiestos de una vasija, que alguna vez contuvo doblones de oro o los restos de una princesa indígena.
De vez en cuando volvíamos la vista para asegurarnos de que el campanario estaba allí, faro piloto de nuestras expediciones infantiles, límite de nuestras temerarias andanzas.
Visualizar el campanario me daba la misma sensación que cuando, asido a una frágil rama, recobraba la confianza en las temblorosas piernas al caminar por la viga de corona de un tapiado.
El Río tenía dos fases cada año, en la época de lluvias venía presuroso, iracundo y turbio, arrancaba árboles y meandros, arrastrándolos en sus aguas turbulentas como islas flotantes; a veces llegaba hasta los conucos, postrando las plantas, dejándolas a su retirada, envueltas en un limo ocre y maloliente.
Incluso arrastraba animales y seres humanos como a Fernando, mi amigo, el hijo de Margarita.
En cambio en la época de sequía era diáfano, y discurría serenamente, orquestando con los pájaros de la rivera y con el viento en la copa de los árboles.
Para nosotros era siempre hermoso, cuando no podíamos bañarnos en sus aguas lo hacíamos con el agua de las lluvias, que a fin de cuentas eran sus aguas en potencia; las tardes calurosas corríamos a sus riveras en búsqueda de de frescor y aventuras.
Una tarde de abril, cuando dejábamos de ser niños, Rosa y yo nos alejamos caminando por la orilla sinuosa, agarrados de las manos, las mariposas de la pasión aleteaban frenéticas en nuestros corazones juveniles, nuestras venas dolían ensanchadas por la creciente de las nuevas sensaciones,
En un lecho de arena improvisado, nos entregamos nuestras virginidades, el viento se llevó mis suplicas y sus negativas incongruentes, el río se llevo los residuos de nuestras excrecencias, yo el sentimiento de culpa y ella los rubíes de su sangre virginal en la ropa interior.
Apenas se divisaba la torre del campanario.
El domingo siguiente entramos temerosos al templo, esa mañana confesamos nuestro pecado, pero no bastó la penitencia para seguir pecando.
Cuando me fui a estudiar a la ciudad, crucé lentamente el camino polvoriento que conduce de la empalizada a su casa, evocando las largas horas que pasábamos sentados en el banco de la plaza contemplando el campanario, y las caminatas por las orillas del río.
En la Ciudad todo es distinto, seres siempre de prisa, con quienes compartes todos los días los mismos cumplidos,
Los hombre me recuerdan el río en la época de lluvias ¨su queja es inútil, su problema insignificante a los ojos del universo.
En verdad ya no puedo distinguir si es esta mi historia o les estoy contando vuestra propia historia, o acaso, ¿todas las historias de los seres humanos no tienen en común un río y un campanario?.
Quien no ha sentido miedo al perder de vista el campanario y tristeza al darse cuenta que el rio trae cada vez menos agua y más basura.