Quince días antes de San Valentín escribo una carta de amor que jamás será leída.

Hoy, mientras pensaba en vos, reparé en que las vidrieras del centro de la ciudad ya ofrecían los regalos para el 14 de febrero que es San Valentín (el día de los enamorados), y aunque todo eso (un día para cada cosa) es algo comercial y absurdo, se me ocurrió que a pesar de ello ese día me gustaría estar cerca tuyo y que supieras que no pasaría desapercibido. Cerca, digo, de cualquier forma que me permitiera estar cerca, no sé, cerca abrazándote, cerca con un beso, cerca conversando con vos sola, a la tarde, o a la noche, cerca caminando (todo lo que no vamos a hacer), o, al menos, cerca escribiéndote, y recordándote que te recuerdo. Y para mi las palabras son una de las pocas formas que tengo de hacerlo, de estar cerca tuyo, aunque vos jamás lo sepas, y aunque jamás llegues a entenderlo porque jamás te voy a dejar saberlo, pero también pensé que ese día aunque me gustaría decirte muchas cosas no estaría bien que te diga algo, quiero decir que me encantaría hacerlo, pero sé, que así como son las cosas, ese día no me correspondería decirte nada, porque es un día pensado para dos personas que se aman recíprocamente y que saben que involuntaria pero indefectiblemente ese día apenas se despierten, cuando se levanten, lo primero que van a pensar es cada uno en el otro, y sé, con seguridad, que no es lo que te va a pasar a vos conmigo y por eso te lo digo aquí, en esta hoja que no vas a leer, y ese día lo dejo, yo, por mi propia voluntad, para quien vos quieras que ocupe tu corazón ese día y tu pensamiento apenas abras tus ojos, ya que para mi el destino reservó un espacio menor en tu vida, por eso me adelanto y lo pienso desde aquí, solo para no interferir, para no invadir el espacio que no me toca, ese espacio que es tuyo y que no me diste ni me darás, aunque también pienso que no dejo de tener suerte, porque la vida me dio la dicha de dejarme mantener por siempre mis sueños intactos sin que se despedacen por el desaliento o la indiferencia (espero morirme con mis sueños intactos) y los sueños de amores más hermosos los sueñan solo los soñadores de sueños intactos, los demás no pueden, y no me arrepiento entonces de quererte, aunque tenga que hacerlo de esta manera quieta, con este amor que tiene que esconderse todos los días, que no conoce el sosiego y que me hace andar como a tientas aunque esté bien despierto y aunque haya luz y tenga los ojos bien abiertos, que me hace vivir con el corazón apretado para contenerlo y no dejar que haga saltar la piel, la carne, los huesos, de la ebullición que a veces siento si estoy o estuve cerca tuyo, un corazón que tengo en el cuerpo y es mío pero no me obedece, y que se enciende solo con tu cercanía aún habiendo percibido (soñado) muy pocas veces el calor de tu corazón respondiéndole. Por eso, ese día de los enamorados, aunque no escuches nada de mi, no dudes que voy estar soñando y sintiendo que estoy cerca tuyo, y cada vez que pueda voy a estar mirando desde lejos lo más adentro que me dejes de esos ojos tuyos que brillan como si fueran ríos nocturnos reflejados por la luna (¿te habrás detenido alguna vez a mirar en las noches de verano el brillo del río allá abajo cuando lo ilumina la luna?) para ver si me dicen algo, y siguiendo el calor de tu cuerpo cada vez que me pases cerca y te lleves, como siempre en tu caminar, lo poco de aire que me queda después que pasaste. Y ese día voy a estar mirándote como me parece que andas siempre vos, como bajada del cielo, inmóvil en tus quehaceres cuando paso frente a tu casa y pienso que las horas son inútiles si ese día no te busco o te llamo que es lo único que quiero y me interesa del día, y quiero hacerte reír para escuchar ese canto de tu risa con que me enamoraste desde la primera vez que te reíste, y que yo la imagino como en las películas, de pequeñas flores suaves o de redondas gotitas cristalinas que vuelan desde la magia de tu boca hasta la vida. Y si me dejaras, ese día me gustaría abrazarte (no tiembles, no te voy a abrazar) y que ocultes tu cabeza entre mis brazos, arroparte, quedarme callado, regalarte muchos pequeños sueños, no pensar absolutamente en nada y dejar que el encanto de ese instante me lleve a un cielo lleno de estrellas y con una luna enorme, sensible, dulce, serena. Quisiera que me des lo que no te voy a pedir, que me dejes beberte en un solo beso ingenuo pero inagotable, porque no conozco otra bebida que calme la sed ni otra fruta que deleite el hambre ni otro filtro que frene la intensidad de este deseo de verte, de acariciarte las manos, que se me anuncia, que me invade, y con cuya compañía ando todos los días, me despierto, camino, trabajo (lo intento) me canso, anochezco y me duermo, ingenuamente, creyendo que en el despertar voy a encontrar por fin el final inconcluso de los sueños donde te veo a vos, allá, a lo lejos, esperándome con tus manos ansiosas y tibias, diciéndome “aquí estoy, amor, estas son mis manos, tómalas y acarícialas, te están esperando”, y entonces revivir, porque con vos nací de nuevo, de lo que me das vivo, y si te alejas muero.