El ser humano es un ser fenomenológico. Esto es, un ser que lleva a la consciencia toda manifestación que aparece como objeto de su percepción. El lenguaje cotidiano (ese castellano rancio del que a veces nos ufanamos) es el resultado de hacernos conscientes de lo percibido y de la necesidad de comunicárselo a otros. Nos sirve, y muy bien, para describir el universo que nos rodea o para expresar nuestras necesidades perentorias; representar a alguien o a algo refiriendo o explicando sus distintas partes, cualidades o circunstancias o resolver problemas de trabajo, salud y educación.
Pero en la medida en que nos apartamos del fenómeno, en la medida en que pasamos de lo percibido a lo concebido, esto es, del mundo de la materia al mundo de las ideas, ese lenguaje se torna rapidamente en nuestra contra, pués pierde su función original de comunicar lo perceptible. Así, cuando lo que se desea, por ejemplo, es expresar amor, se recurre al poeta, a sabiendas que este utilizará todos los recursos literarios a su alcance para lograr que el lector visualice, si cabe el término, el sentimiento. A nadie se le ocurriría manifestar su amor utilizando el diccionario.
Y es ahí donde radica la debilidad del lenguaje.
Cuanto más abstracto sea el pensamiento, más dificil será sostenerlo con las palabras. Los asombrosos universos paralelos de la ciencia, imaginados como vibrantes cuerdas solo cobran vida en los misterios de las matemáticas. No basta el buen léxico o un magistral manejo de la lengua.
Simplemente es imposible encontrar vocablos para aquello que escapa a nuestros sentidos. Quizas nos engañemos momentaneamente con alguna maravillosa metáfora concebida por algún inspirado escritor, pero esta seguirá siendo esclava de las leyes que rigen la lengua.
Como lo será nuestro pensamiento.
¿Como podríamos, por tanto, tratar de circunscribir una discusión acerca de Dios, por demás alejada de lo perceptible, a los límites de un sistema linguistico como el castellano? Tal emprendimiento estaría destinado al fracaso.
Si queremos aproximarnos a la problemática, deberíamos proponer un nuevo conjunto de reglas o principios que permitan superar los deficits de nuestra actual comunicación secuencial. Una suerte de matemáticas celestial.
Cuando los maestros japoneses se encontraron con esta dificultad, solo atinaron a responder diciendo que Dios era un cuadrado sin ángulos.
Yo prefiero esperar en silencio. |