Desde 1930, año en que se disputó el primero, ganado honrosamente por Uruguay en una ardorosa final frente a Argentina, los campeonatos mundiales de fútbol han concitado la atención de millones de fervorosos aficionados en todo el mundo. Y es bueno señalar que cada torneo aportó esa magia singular que transmite él, para muchos, más bello de los deportes, colmándonos de emociones, incertidumbre y asombro.
Como argentino, recuerdo con especial agrado, los de 1978 y 1986 que fueron los ganados por nuestro país, finalista también en 1930 y 1990, pero llegar a ésta última instancia y perder, a mí al menos, me deja una sensación más amarga que salir cuarto o quinto. El del 78, por ser nuestro primer título ecuménico, tuvo importancia relevante, pese al tristísimo panorama político que lo enmarcó. El del 86, ya en democracia, fue impecable, ganado con justicia, alegría y dejando perennemente grabado en la memoria colectiva del mundo futbolístico, el antológico gol de Maradona a los ingleses.
Repasando un poco a vuelo de pájaro, es justo hacer algunos honores. Por ejemplo, a aquél formidable equipo húngaro de 1954 que perdiera, incomprensiblemente, la final con Alemania; a los brasileros, campeones del 58 en Suecia, con la mágica aparición de ese genio del fútbol llamado Pelé y donde los argentinos fuimos goleados por los checoeslovacos; otra vez a los brasileros con esa formidable escuadra del 70 en México donde Pelé apenas se destacaba sobre sus compañeros; a la Naranja mecánica holandesa del 74, que también perdiera la final, increíblemente, con los inflexibles alemanes, a éstos últimos, varias veces campeones con equipos sin espectacularidad pero de regularidad asombrosa; y porqué no a nuestro esforzado equipo del 66 en Londres, con la figura inolvidable del capitán Rattin sentado en la alfombra de la reina luego de ser injustamente expulsado.
Pero no tengo dudas que la mayor epopeya futbolística a través de todos los campeonatos mundiales disputados hasta la fecha, la protagonizaron los uruguayos en 1950 en Río de Janeiro, precisamente en esa final heroica e inolvidable que luego se dio en llamar el maracanazo. Lo primero que cabe destacar al respecto, es que Brasil había organizado ese torneo con la firme determinación de ganarlo. Contaba, sin duda, con el mejor equipo, su condición de local, y especialmente para ese evento, con el mayor estadio del mundo, recién inaugurado, con capacidad para doscientas mil personas: el Maracaná. Su construcción había sido propiciada por un periodista deportivo, Mario Filho, dueño del diario Jornal dos Sports quien consiguió que, finalmente, el municipio de Río de Janeiro encarara la obra y la concretara en veintidós meses, justo para el inicio del mundial. Por esa razón, el verdadero nombre del estadio es Jornalista Mario Filho. Maracaná solo es el nombre del barrio y la calle donde se halla ubicado, además del de una especie de loros que habitan la zona.
Esta final entre Brasil y Uruguay, se jugó el 16 de julio de 1950, ante un público calculado en más de doscientas mil personas, cifra que por otra parte, es record histórico de personas asistentes a un partido de fútbol, en el mundo. A la fase final del campeonato habían arribado Brasil, España, Suecia y Uruguay para disputar una ronda por puntos, todos contra todos, de la cual saldría el campeón. Brasil había vencido a España y a Suecia por goleada, Uruguay a Suecia ajustadamente y empatado con España. Esta última al vencer a Suecia, igualó puntos con Uruguay, pero los rioplatenses clasificaron para la final por diferencia de goles. De acuerdo al sistema de puntaje que se utilizaba en la época, dos puntos partido ganado, uno por el empate, Brasil sumaba cuatro puntos y Uruguay, tres. Es decir, con el empate Brasil era campeón.
Previamente al partido, todo Brasil era una fiesta, nadie dudaba sobre su triunfo. Quinientos mil afiches con la leyenda Brasill campeón, ya estaban impresos. Se cuenta que los jugadores brasileros bajo su camiseta oficial, blanca en ese entonces, llevaban otra con la leyenda: CAMPEONES DEL MUNDO y que ya habían recibido cada uno de ellos un reloj de oro con una grabación alusiva, por parte de la Federación Brasilera de Fútbol. Las carrozas carnavaleras y las comparsas estaban preparadas para copar el centro de la ciudad luego del partido, en un incomparable festejo y, afuera del estadio, once limousinas esperaban a los jugadores para pasearlos triunfalmente por la ciudad y llevarlos a sus casas. Los diarios matutinos de Río proclamaban por anticipado: Todos a la calle, hoy somos campeones, y para la edición vespertina tenían compuestos sus titulares triunfalistas en las linotipias, solo faltaban las cifras y los comentarios. El marketing de los organizadores había vendido medio millón de camisetas con la inscripción BRASIL CAMPEAO. La Casa de la Moneda tenía acuñadas monedas con los nombres de los jugadores que serían campeones y la orquesta que debía tocar el himno del país ganador no tenía la partitura del uruguayo. En fin, todo Brasil vivía una euforia triunfalista sin precedentes, una fiesta épica que había comenzado con el torneo y que superaría largamente a los legendarios carnavales. Pero como suele decirse, el diablo hace la olla, pero no la tapa.
Por otra parte, la dirigencia uruguaya, aceptaba resignadamente la derrota como un hecho inevitable, y se limitaba a recomendar a su equipo que perdieran dignamente haciendo lo posible por no sufrir una goleada vergonzante. Se atribuye a un dirigente oriental el siguiente pedido a sus jugadores: No vayan a comerse seis, con cuatro estamos cumplidos, bastante que llegamos a la final. Obdulio Varela, el Negro Jefe, gran capitán de la escuadra celeste, habría respondido orgullosamente: Si entramos vencidos es mejor ni salir al campo de juego, no vamos a perder ese partido, y si lo hacemos no será por cuatro goles.
El caso fue que ese 16 de julio de 1950, puntualmente, a las 15,30, el árbitro inglés George Reader dio comienzo al partido ante un estadio colmado por 203.000 espectadores, de los cuales solo un centenar eran uruguayos. Uruguay formaba con: Roque Maspoli, Matías González, Eusebio Tejera, Schubert Gambetta, Obdulio Varela (el Negro Jefe, Capitán), Víctor Andrade, Alcides Gigghia, Julio Pérez, Oscar Miguez, Juan Alberto Schiaffino y Rubén Morán. Director Técnico: Iván López. Por su parte los brasileros, con: Paulo Barbosa, Augusto, Juvenal, Bauer, Danilo, Bigode, Friaca, Zizinho, Ademir, Fair y Chico. Director técnico: Flavio Costa.
El equipo local fue el primero en pisar el campo de juego siendo recibido por la estruendosa gritería de más de doscientas mil almas. El capitán Obdulio Varela, retuvo a su equipo en el túnel y antes de salir les dijo, no miren para arriba, el partido se juega abajo. Luego los once charrúas salieron a la cancha caminando lentamente, demostrando una total tranquilidad.
Tal como se preveía, los brasileros atacaron de entrada y mantuvieron su ofensiva durante todo el primer tiempo, por un lateral, por el otro, por el medio, por arriba y por abajo, pero la férrea defensa uruguaya despejaba todo y la primera mitad terminó con empate en cero. La afición brasilera, tranquila, con tal resultado igual eran campeones. A los dos minutos de comenzado el segundo tiempo, Friaca, convierte un gol para los brasileros y el Maracaná, estalla en un solo grito, triunfal e interminable. Obdulio Varela, el Negro jefe, en medio de la baraúnda atronadora, camina cansinamente hasta el fondo del arco vencido, toma la pelota y, al mismo paso, con ella bajo el brazo se va a un costado de la cancha a reclamarle al juez de línea un supuesto e inexistente fuera de juego. Luego, con la misma parsimonia, se dirige al centro del campo y encara al árbitro exponiéndole largamente su reclamo, pero como éste era inglés y no hablaba castellano manda a buscar un intérprete transformando la queja en una ceremonia interminable. De ésta manera el inteligente capitán charrúa consiguió lo que se proponía: acallar la vociferante tribuna y enfriar al rival. Paulatinamente, el multitudinario griterío fue cesando hasta enmudecer totalmente, con cuatrocientos mil ojos mirando incrédulamente la maniobra del capitán uruguayo. Entonces, Varela depositando la pelota en el centro de la cancha para reanudar el encuentro, le grita a su equipo: ¡Los de afuera son de palo, vamos a ganar el partido!
A los 23 minutos del segundo tiempo, pase de Gigghia a Schaiffino y éste empata el marcador uno a uno. Faltan veintidós minutos y Brasil todavía es campeón. Pero en el minuto 34, Pérez se adelanta por la derecha y le alarga la pelota a Gigghia, éste elude a Bigode y se perfila al arco, cercano a la línea de fondo, el arquero brasilero Barbosa se adelanta hacia el centro del área para cortar el centro, pero Gigghia la coloca en el agujero entre el guardameta y el primer palo. ¡Golazo uruguayo! Cuenta la historia, que un relator brasilero luego de ese gol gritó por su micrófono ¡Yo ya sabía, yo ya sabía! y dejó de transmitir. Además abandonó para siempre su profesión de relator dedicándose a la música. Se llamaba Ari Barroso y es autor, entre otros temas exitosos, de la emblemática Aquarela do Brasil.
Los diez minutos finales del partido fueron los más tensos en la historia deportiva de Brasil. Sus jugadores hicieron todo lo posible por empatar, pero Uruguay era infranqueable y el pitazo final del árbitro inglés coronó a los celestes, campeones del mundo. Lo que siguió a la derrota forma parte más de un estudio sociológico de masas que de una crónica deportiva. Jules Rimet, entonces presidente de la Federación Internacional de Fútbol, ideólogo y creador de los campeonatos mundiales, cuya copa lleva su nombre, se había retirado a los vestuarios a terminar el discurso con que cerraría el evento después de entregar la copa al capitán brasilero, que la recibiría luego de transitar todo el equipo por una alfombra roja hacia el podio. Al retornar al campo, solo encontró desolación, llantos y confusión. Ni alfombra roja ni podio. Desorientado, deambulaba por la gramilla con la copa en la mano sin saber que hacer, cuando Obdulio Varela, el Negro Jefe, como a escondidas, se le acercó, le dio la mano y tomó la copa.
Aunque parezca increíble, la derrota fue una tragedia nacional que enlutó a todo Brasil, al punto que el país entero sintió afectada su dignidad. Avergonzados, por dos años no jugaron partidos internacionales y renunciaron a la camiseta blanca que habían utilizado hasta entonces reemplazándola por la verde amarilla, que es la actual. Dos de los titulares del día siguiente fueron: LA PEOR TRAGEDIA EN LA HISTORIA DE BRASIL y otro más significativo aun: NUESTRO HIROSHIMA. Se reportaron suicidios, y los jugadores que integraron el equipo, así como su entrenador, fueron condenados al ostracismo sufriendo hasta amenazas de muerte.
Quizás el más castigado fue el excelente arquero brasilero Paulo Barbosa, su vida se transformó en un vía crucis que lo acompañó hasta su muerte. Ante su presencia en cualquier lugar público la gente abandonaba inmediatamente el lugar como si se tratara de un leproso. El mismo relata que en 1983, una señora en un supermercado lo señaló y luego le dijo a su pequeña niña en voz alta: ese hombre es el que hizo llorar a todo Brasil. Antes de su muerte, llorando declaró a un medio: En Brasil la pena máxima por un asesinato es de treinta años, yo hace cincuenta que pago por un crimen que no cometí. Murió en el 2000 solo y en la pobreza, unas pocas personas fueron a su entierro, ningún notable. Al día siguiente un diario tituló la crónica de su muerte: LA SEGUNDA MUERTE DE BARBOSA.
El entrenador Flavio Costa, ya anciano, fue citado por la Federación Brasilera de Fútbol en el año 1998. Acudió sin saber de que se trataba. Para su sorpresa, le entregaron una medalla por el subcampeonato de 1950, cuarenta y ocho años después.
El gran capitán Obdulio Varela, el Negro Jefe, artífice indiscutido de la gran victoria uruguaya, fue aclamado y se convirtió en leyenda, pero jamás se le otorgaron recompensas materiales. Nació, vivió y murió pobre.
|