-¡Hey tu! ¡No te acabes el vino!
-Estamos festejando ¿o no? Sino, ¿para qué es el vino?
-Vaa, como quieras. Oiga Capitán, ¿porqué no se nos une?
-¡Venga, que la mejor carne es para usted!
Pero el hombre no contestó nada sino que continuó teniendo la mirada fija en el horizonte oscuro.
Aoratos, ese era el nombre del barco que se encontraba anclado a la playa de la isla. Su tripulación, piratas de la cabeza a los pies, festejaba su reciente captura de una gigantesca embarcación española, pero brindaban, no por sus dimensiones, sino por los tesoros que esta contenía: oro y joyas del Nuevo Mundo en todas sus formas y tamaños.
La tripulación ya llevaba parte de la noche bailando, comiendo y bebiendo de la alacena española, todos menos el Capitán. El era muy diferente e impredecible, podía estar tranquilo y silencioso como una tumba y de repente tener tal energía y movimiento como una tormenta en el mar.
Muchas veces sus hombres lo veían muy callado y sin que hiciera un solo movimiento pero, cuando la situación lo ameritaba, era el más fiero y valiente de todos en la batalla; si alguna tormenta se interponía en su camino, el sin dudarlo la quitaba de su camino; y si algún inglés, español o de cualquier nación quería capturarlo, el siempre lograba escapar dejando a sus perseguidores con un pésimo sabor de boca.
Hoy había sido uno de aquellos días en los que había luchado con toda su fuerza y alma, y junto con sus hombres festejó a gritos su victoria, pero una vez que anclaron en la isla más cercana para tener su pequeño banquete, el se apartó para mirar el horizonte desde la cubierta del barco. Todos se fijaron en el usual gesto del Capitán y como siempre se preguntaban: ¿en qué estará pensando? Aunque claro, esas palabras nunca salían de su boca; su respeto era mayor que su curiosidad.
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