Camila se levantó perezosamente. Aunque ya eran las siete de la mañana, el cielo permanecía oscuro como una noche interminable. La muchacha se sentó sobre su cama y parpadeó tres veces seguidas, tratando de asimilar su realidad. Como en un sueño, se levantó de forma lenta y tranquila, pisando primero con su pie derecho el frío cemento de la pequeña habitación y después con el izquierdo; más que superstición, ya era costumbre. Caminó hacia el baño y se detuvo en frente del viejo y gastado espejo que colgaba sobre el lavabo. Después de echarse agua sobre la cara, volvió a contemplar detenidamente su reflejo, que le regresaba la mirada con desconcierto e incertidumbre. Parecía casi no reconocerse, como si se estuviera observándo por primera vez en mucho tiempo. Sus ojos apagados trazaban el contorno de su pálida cara, cuyas líneas de expresión apenas empezaban a manifestarse. Era curioso dormir y aún así, despertar cansada. Camila se dio cuenta de que el tiempo no esperaba a nadie, que jamás perdonaría a nadie. La mañana, aunque lúgubre, era tan buen momento como cualquier otro para empezar. De aquella manera, Camila salió de su habitación y, con seguridad, cargó su pistola, marchando finalmente para encontrarse con su precario destino.
|