El hombre, toma un trozo de madera y escribe sobre él, un poema, una reflexión, algo que le pertenece o que ha causado una conmoción en su yo interno. Escribe, en realidad, va saboreando cada palabra, la dibuja también en su corazón y se deleita con esos acentos ajenos que encontraron tan buen eco en las profundidades de su ser.
Es un artesano de la palabra, un maestro que entrega lecciones de vida en cada una de sus tablillas. Enamora con dichos pasajes, encandila con la sabiduría que se desprende de cada frase, escribe, escribe siempre y recorre luego la ciudad para vender sus pregones.
Es un curioso cronista, un escribiente seducido por el aroma de las palabras. La gente, también se fascina con aquellas tablas, en que se describen maravillas, buriladas con minuciosa letra.
En el fondo, es un poeta que se enamora de sus escritos, tanto así, que a veces siente la compulsión de conservarlos, de atesorarlos en algún desván para disfrutarlos luego, cuando su alma solicite el alimento que sólo lo entrega esa tipografía encantada.
Pero, la magia no es tal sino se comparte. Y aparece la mujer que siente que en aquella tablilla viene la receta para su mal de amores, está el hombre que encuentra el suplemento exacto, el mensaje preciso, que le servirá para encandilar a su enamorada, viene el niño, el padre, el abuelo, cada uno de ellos rescatando para sí el legado escrito en un simple trozo de madera.
Y el hombre, regala casi su artesanía, porque su afán es similar al de aquel que esparció la palabra hace dos mil y tantos años, desplegar su manto para que las letras vuelen hacia el corazón de todo hombre y permitir así que renazcan bajo la apariencia de un verso, de una plegaria o de un simple poema de amor…
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