LAS APARIENCIAS ENGAÑAN
Escribo algunas ideas en hojas de papel. Son mis únicas compañeras. Nadie lo sabe, pero me escudo detrás de ellas para olvidar lo que mi mujer me hizo; al hacerme creer que la engañaba, cuando el engañado era otro. Siempre lo supe. Lo oculté. Siempre creí que era la paranoia la que me hacía sentir de esa manera. No quería que nadie se enterara, de que mi fracasado matrimonio iba a llegar a su fin. Esperanza me encerró, para que pudiera viajar con sus amantes.
Todo fue tan sencillo. Los hombres vestidos de blanco me decían ven, como aquella canción con la que me ponía a llorar recordando mi desgracia. La primera vez que la oí, me dejó cierto sentimiento de culpa por no ponerle atención a Esperanza. Me pedía amor a gritos, sus palabras de deseo hacían que mis oídos se derritieran, en medio del estudio donde me ponía a escribir. Me fui con ellos, porque la culpa se apoderaba de mí ser, puesto que ya la sentía como una segunda piel.
Ahora me tengo que conformar con un simple trozo de papel que me dan y estás pinches crayolas, como si estuviera en el kínder. Mónica, mi enfermera, a veces me deja escribir con bolígrafos. Ella ha notado que no estoy tan loco como los demás. Aparte, con unos cuantos poemillas de Neruda que aún recuerdo y una dosis de mis pastillas, está más que servida para dejarme usar, de vez en cuando, algo de papel real y un bolígrafo de tinta azul o negra; dependiendo del efecto que le hayan hecho las pastillas a Mónica.
Es inútil resistir mirarla cuando camina. Sus caderas se contonean de un lado a otro. A más de un enfermero se las ha negado. Sin embargo, las miradas obscenas no se hacen esperar cuando va por los pasillos, revisando cada carpeta con el estado de cada enfermo. A mí, por supuesto, me pasa por alto. Me alegra más cuando se queda de guardia y ha ingerido algunos de mis medicamentos. Comienza a danzar por todos los pasillos imitando a las hadas, a las ninfas. Alguna vez, la escuché mencionar que le gustaría ser una de ellas. Caminar libremente por el bosque en busca de cualquier aventura. El efecto pasa después de un rato. Aquello la deja en un estado frágil. Regresa a casa para ducharse, al menos eso puedo imaginar.
La crayola que uso difícilmente me deja escribir la historia que traigo en mente. El reloj marca las dos en punto. Hora de la siesta dicen los enfermeros; a cada uno se nos da una pastilla para inhibir cualquier acto violento, cualquier interacción con alguien. La visita del director del lugar está a punto de ser llevada a cabo. Mónica gurda la pastilla que me toca en el bolso de su uniforme. Sabe que detesto que me pongan a dormir cuando estoy creando. Disimulo que estoy durmiendo, dándome la vuelta en la cama. Sigo escribiendo, y así todos quedamos contentos.
La visita es rápida, al parecer hay un nuevo altruista, trae un cheque con una fuerte suma de dinero. Al menos eso oigo cuando platican al lado de mi dormitorio. La voz se me hace conocida e intento reconocerla. No puedo. La intensidad de las ideas, apenas me deja pensar en algo humano. La voz de la mujer me recuerda a Esperanza. Ella tiene ese timbre de voz y el mismo aroma que desprende su piel me arrastra hasta la locura.
En mi divagar quiero reconocerla. No me atrevo a abrir los ojos y recibir una descarga eléctrica, por haber despertado antes de tiempo. Mónica vigila cada uno de mis movimientos. Presiente algo. Prefiere quedarse callada. En ocasiones le cuento lo que pasé con Esperanza, se la he descrito más de un millón de veces, hasta creo que la aburro cuando platico de ella.
La visita sale de ahí. El ruido de los tacones es el indicador ideal. Mónica regresa a su puesto de siempre. Despierto como si nada hubiera pasado, al menos eso quiero creer. Salgo al jardín, Sócrates me detiene y me cuestiona acerca de la razón. Lo ignoro. Me toma del brazo, me forza a filosofar con él. Se llama Mario, sus familiares lo encerraron aquí, porque no toleraban verlo pasear por la casa con una sábana puesta como toga. Eso fue lo que me dijo Mónica.
Uno de los hombres de blanco lo obligan a dejarme en paz, luego de los choques eléctricos que le dan. Al verlo convulsionar me echo a correr de ahí, no tolero ver eso. Después de que mi abuelo murió retorciéndose, como el enfermo. Me escondo detrás de los árboles. Mónica trae una libreta y unos bolígrafos. Me los da. Dice que le agrado por lo que hago con ella y por los hermosos poemas que le escribo. La reacción de felicidad hace que le de un beso en la boca. Mónica reacciona de manera tranquila. Responde a aquella muestra de agradecimiento, dándome una caricia en la mejilla. Me aparto de ella, al ver reflejada la cara de Esperanza en su rostro. La empujo tan fuerte, que se raspa el codo con el árbol que nos oculta de los demás.
Ahora es Copérnico quien nos mira de manera furtiva. En realidad es Pedro quien nos contempla. Mónica me comenta que lleva aquí tres años encerrado, nunca nadie lo visita. Es raro cuando habla, a pesar de su teoría de los planetas. Siempre trae una pelota bajo el brazo, argumentando que es la Tierra. Al menos eso cree, en su enredado mundo. Mónica lleva cinco años trabajando aquí.
Cuando regresamos al hospital. La lluvia se deja sentir con unas cuantas gotas que caen, para después transformarse en grandes bolas de hielo. Destrozando la hojarasca de los árboles e irrumpiendo, así, en mi escondite literario. El ver eso, me da la sensación de correr bajo aquellas nubes negras, que dejan caer su ira sobre lo que encuentre a su paso.
A Esperanza le gustaba ver llover. Ponerse bajo el agua. Tal vez pensaba que aquello limpiaría sus culpas. Sus infames engaños hacía mí. A pesar de que siempre la complacía en todo: ropa, viajes, zapatos. La tristeza alberga mi mente, decido irme a encerrar a mi mundo. Mónica me ve. Solamente mueve su cabeza en señal de negación. Se acerca. Me ofrece una de mis pastillas, le digo que esta vez no. Insiste. Su mano se cuela por entre mis brazos y hace que trague la pastilla, al mismo tiempo me dice que ya pasará.
La lluvia termina. Mónica me invita a salir afuera y me ofrece una píldora. El medicamento no tarda en hacer efecto. Las ideas caen sobre mi cabeza como una lluvia de tabiques. Aquello me hace sentir frágil ante el mundo en que habito, trato de cobijarme en un árbol que veo. La imagen de Esperanza me persigue. Huyo de aquella silueta. Me doy cuenta de que es mi sombra, aquella compañera fiel en los días soleados. Pero que al caer la noche se esconde detrás mío. A veces, quisiera ser una sombra para ocultarme también y sólo aparecer cuando haya sol, cuando una luz brillante me obligue a salir de donde estoy más seguro.
La sombra me sigue fiel a pesar de estar encerrados en un cuarto. En el que sólo ella y yo habitamos. La silueta de Mónica me obliga a acercarme a la puerta. La miro fijamente. Mis párpados pesan más que de costumbre. La lluvia de ideas se convirtió en tormenta, esto me obliga a caer en los brazos de Morfeo, que me mira secretamente y me induce a caer en sus dominios.
Mónica me despierta tiernamente con un beso en la boca, ya es hora dormilón, me dice al oído, mientras introduce una pastilla en la boca y con su otra mano me ofrece un vaso de agua. Me lleva al comedor en donde Madonna se hace presente. En lugar de cantar, sus gruñidos aturden a todo el coloquio de personas, que intentamos tragar la basca de comida que nos sirven en el plato de plástico. Luego de tragar la mierda, me sacan al patio en donde me arrincono en mi lugar favorito. Mónica se acerca, me dice que Esperanza estuvo aquí ayer. Que donó algo de dinero porque un sacerdote se lo mandó. Un grito de rabia sale de mi boca seca, pronunciando el nombre de Esperanza por todo el lugar. Solamente me llevé las manos al rostro después del grito, enseguida, caminaba hacia mi cuarto.
Con lágrimas en los ojos, Mónica me dice que se ha enamorado de mí, que no soporta verme sufrir por aquella golfa. El dinero que donó lo había guardado para cuando saliera de aquí, le dije a Mónica que lo iba a utilizar para irme a Francia a continuar escribiendo. Mónica investigó cuánto había donado Esperanza, al oír la cantidad, sonreí levemente. No era todo lo que tenía guardado. Estuve planeando salir del manicomio, aunque no sabía cómo. Viendo a Mónica más eufórica que de costumbre, le pido ayuda para salir de aquí. Ella me contesta dándome un beso que terminó en la cama, hasta el cambio de turno.
Mónica había planeado irse conmigo; me lo dice mientras ingiere una pastilla. Con un susurro en el oído me dice que no me preocupe, que me prepare porque en este día voy a salir. Humberto, el encargado de la puerta, siempre ha deseado a Mónica cuando la ve pasar. Con su mirada lasciva quiere comérsela entera. En más de una ocasión le ha dado nalgadas, ella siempre se ha resistido a reportarlo. Había llegado el día, en que por fin, la estupidez del calenturiento sería de mucha utilidad.
Mónica, antes de sacarme al paseo del jardín, me comenta que ya todo está listo. Es hora de la pastilla, me dice mientras me toma del brazo. Poco a poco me acerca a la salida, en donde Humberto está siempre. Éste, al ver a Mónica, no resiste poner su mirada en las nalgas de ella, para su sorpresa Mónica ha ingerido alguna de mis pastillas, argumentando que sólo así tendría el valor suficiente para estar con Humberto. Al verla llegar, el tipejo comienza a invitarla a salir o a dar una vuelta terminando el turno de ambos.
Mónica comienza a acariciarle la mano a Humberto, sacándolo de sus pensamientos perversos acerca de lo que quería hacerle. Ella me había dicho, que cuando le tocara la mano al bastardo, era la señal para poder salir de aquel lugar arrastrándome por el suelo.
Me arrastro por el suelo. Un reflejo en el piso me dice que me regrese, que no vale la pena salir de aquel sitio. Las pastillas eran más fuertes que de costumbre. La imagen en el suelo insistía en que volviera. Con el puño cerrado la golpeé en la cara para que se callara, fue inútil, seguía abriendo la boca. Unos quejidos que salen de un cuarto me indican que algo está mal, intento regresar a ver qué pasa, esos ruidos provienen del lugar donde Humberto está. Mil pensamientos acerca de Mónica invaden mi mente. La sed de venganza y el ir a ver a Esperanza me impiden regresar.
Al llegar a la puerta de salida, unos ancianos me miran extrañados, puesto que aún traigo puesto el uniforme blanco del hospital. Los ignoro mientras corro para acercarme más al estacionamiento, donde un auto rojo me espera. Las llaves del mismo están en la parte de atrás de la llanta.
La brillantez de la llave me indica que no sólo abriría la puerta del auto, sino que, eran el motivo de mi venganza. Abro la puerta del coche, encuentro algo de ropa. Con extrañeza la miro. Me quito la bata blanca que me acompañó por largo tiempo. El pantalón me queda un poco holgado, al igual que la camisa. Por un momento recordé la ropa que traía puesta el día me que encerraron, aunque no puedo negar que me sentía más cómodo con la bata blanca. Miro el radio con extrañeza, el botón azul me llama la atención. Lo presiono. El radio se enciende. Insanity's horses, adorns the sky, can't seem to find the right lie. La canción se me hace conocida, puesto que me introduce en un mundo de razonamientos vagos y de anécdotas increíbles, Morrison me acompañaba en mis noches de insomnio, escritura y tequila.
Enciendo un cigarrillo, el cálido humo me recuerda que no estoy loco, Morrison termina de cantar. Se me viene a la mente la ciudad a donde quería irme. Mónica enciende el auto y apaga el estéreo para llevarme a casa. En el camino va seria. No quiero molestarla. Sin embargo, le pregunto qué pasó con Humberto, se limita a responder con un nada.
Decido sentir el aire que se cuela por la ventanilla que está medio abierta, el mismo aire se convierte en arrullo. Me hace dormitar. Mónica decide encender el radio, She lives on Love Street, she has wisdom and knows what to do, una canción de Jim suena de nueva cuenta. En mi mente esas canciones me hacen recordar capítulos de mi vida. Las dejé de escuchar porque a Esperanza le molestaban, solamente las utilizaba cuando me encerraba en mi cuarto de trabajo en donde las fotografías de grandes genios de la literatura resaltaban entre las paredes de los diplomas y premios que llegaba a ganar en ciertos concursos.
Mónica me despierta cuando estamos en la calle donde le había comentado que vivía. La nostalgia me hizo derramar una lágrima, ahí estaba la señora Godínez paseando a su perro, la hija de Alberto con quien en más de unas ocasión coqueteé, vi el Oxxo donde Magali me hacía olvidar que vivía con una mujer frígida. Al menos eso me hacía sentir cuando le pedía estar con ella. Le dije a Mónica que estacionara el auto frente a la casa, esperando que no hubiera nadie.
Después de un rato note que no había gente, ningún vecino me reconocía, ¿habré cambiado?, me pregunté. No importa, mi mirada se centró en el espejo arreglando mi cabello. Cuando me disponía a salir del auto, un brazo frágil, pero al mismo tiempo imponente, me agarra de la manga de la camisa. Mónica introduce una pastilla en su boca, me acerca más hacía ella. Su aliento choca contra mi dentadura, —es hora de tu medicina—, me dice. Sus labios se juntan a los míos, las lenguas hacen un ritual ante la mirada atónita de un niño que va en su bicicleta, al mismo tiempo nos grita: “échenles agua” impunemente. La risa nos gana a ambos, me despido de ella con la pastilla en la boca.
Voy hacía el departamento, el helecho que un tiempo fue verde se ha convertido en tiras cafés. Nunca le interesaron las plantas a Esperanza. La llave se deja entrever, abro la puerta. Me sorprendo al entrar casa, se ha convertido en un verdadero desorden: los cuadros han cambiado de lugar, mi cuarto se ha convertido en un albergue de mugre y ratas. Un mueble que tiene botellas encima tapa la entrada a mi cuartel, nunca le gustó lo que hacía a Esperanza, me decía que estaba loco, que solamente me hacía tonto. Con la euforia que traigo encima aviento el mueble lo más lejos que puedo, las botellas hacen un estruendo que se escucha por toda la casa.
Abro la puerta con un empujón, mis amados libros están cubiertos de polvo, la oscuridad ha resguardado a mis mejores amigos. Cada cuadro contiene un preciado tesoro. Poe, Hemingway, García Márquez, Bukowsky, Dostoyevski, Cortázar, Kafka… Siempre estuvieron guardando mi tesoro. Esperanza nunca imaginaría que guardaba algo más que libros, escritos, cuadros de hombres viejos y barbones. Ahí estaba el dinero que guardé para las emergencias, siempre confié en que nuca buscarían ahí. Saqué todo lo que tenía guardado: cartas de mis amoríos, dinero, y demás cosas. Salgo de mi cuartel, las pastillas me hacen ver todo de múltiples colores.
Me dirijo hacia la caja fuerte que es resguarda por un cuadro gigante de Esperanza, vagamente recuerdo la combinación. Logro sacar algunas joyas y el poco dinero que encontré. Lo meto todo en las bolsas del pantalón. El sonido del claxon me indica que debo salir. Busco un papel para recordarle a Esperanza que sus engaños nunca me fueron indiferentes. Que siempre supe lo del gimnasio, lo del cine y los demás sitios a donde acudía. Al mismo tiempo la frase: las apariencias engañan queda incrustada en el papel y en el escritorio, por la fuerza con que la pluma la hizo presente. Dejo el papel en un lugar visible. El claxon insiste en que salga.
Mónica busca con desesperación mi boca. En el instante en que dejo de besarla un hombre entra a la casa; como si ya la conociera desde hace tiempo. Mónica enciende el auto Morrison vuelve a sonar en el estéreo There's this store where the creatures meet. Vamos en dirección al aeropuerto. Al llegar al aeropuerto reflexiono acerca del escrito que le dejé a Esperanza. La gente me mira con extrañeza y yo a ellos, tal vez mi cabello alborotado los sorprende, lo que no me gusta es la mirada del policía que resguarda las taquillas. Le pido a Mónica que compre los boletos, que pida el primer vuelo a Francia sin importar el horario. El viaje ha sido programado para las diez de la noche, lo cual me deja tiempo para ir a comprar algunas cosas.
El avión hace un ruido estruendoso poniendo de nervios a Mónica. Me dice que jamás había abordado un avión, mientras se ajusta el cinturón tras el anuncio del piloto. Un tipo gordo se me queda viendo e imagino qué historia podría crear acerca de él. Miles de ideas vagan por mi mente, una azafata pasa ofreciendo bebidas alcohólicas. Pido una, Mónica me da un codazo diciendo que no me emborrache. Tiene razón, no he tomado un trago en bastante tiempo, rechazo la bebida y me decido por tomar agua. La aeromoza no me quita la mirada de encima. En su rostro veo la cara de Esperanza, suelto un grito que espanta a la anciana que va detrás mío. Mónica me tapa la boca con un beso. Me tranquilizo un rato después.
Las ideas resurgen en mi mente y enciendo mi laptop. Se me ocurrió la idea de mezclar a la azafata con el gordo y la anciana asustada. Me he decidido a seguir creando historias, no me puedo quedar con los brazos cruzados, he optado también por recrear las imágenes de las aventuras que pasé en el manicomio.
Llegando a Francia la búsqueda del apartamento me costó un poco de trabajo puesto que el francés no era una de mis más grandes virtudes. Después de vagar por alguna plaza y de visitar algunos edificios, encontramos un lugar pequeño y cómodo, además de que el galo que nos enseñó el cuarto no le quitaba los ojos de encima a Mónica.
Ya instalados, me asomo por la ventana admirando la belleza del amanecer en París, el ruido de la regadera me indica que Mónica sigue conmigo. Recuerdo cómo es que ella me ayudó a escapar. Mónica se acerca, enreda sus brazos en mi cuello, deja caer levemente de su boca a mi boca una pastilla, de aquellas que hacen que las ideas lluevan. La lap está encendida en un noticiero mexicano, una noticia de última hora muestra una imagen que me deja sorprendido. Era Esperanza quien aparecía en la fotografía, estaba tendida en el piso con un trozo de papel en la mano. Al parecer, decían fue una víctima más de las deudas al banco, algunos vecinos de la zona decían que se había vuelto loca, puesto que siempre estaba vestida de blanco y en las noches gritaba con desesperación el nombre de Manuel.
El reporte policíaco decía que aparentemente fue un suicidio, por la posición en que se encontró el cuerpo, aunque dicen que se aferraba de una manera extraña a un pedazo de papel con el que sostenía la pistola. Fue encontrada por un vecino que no soportaba la peste que salía de la casa, puesto que ya llevaba una semana oliendo a perro muerto.
Cierro la lap, me quedo boquiabierto, tomo a Mónica del brazo. Me mira con extrañeza, pregunta qué sucede, me limito a responder con un nada y le doy un beso. El movimiento de los cuerpos hace que la toalla que le envuelve el cuerpo caiga al suelo. La llevo a la cama mientras una canción de los Scorpions suena en el estéreo.
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