Hubo momentos en que siendo jóvenes y estudiantes en la universidad nos juntábamos para salir de parranda o en otras palabras, buscar mujeres. En ello debo decir que él sólo conocía a una y esa fue su mujer por el resto de su vida. No supe si hizo bien o mal, pero tuvo hijos y todos ellos fueron buenos hijos con sus padres. Cuando murió su mujer nunca jamás volvió a casarse. Cuando murió uno de sus hijos nunca más volvió a sonreír como antes… Duro, decía. Cierto. Es duro ver morirse parte de su propia vida, caerse como un edificio sin sólida base. Nunca le vi llorar, pero una vez le pregunté si había llorado por la pérdida de su esposa. Dijo que la muerte de su hijo le había secado todas sus lágrimas. Eso nunca lo entendí pues sólo vi morir a mi cuarta esposa. Eso lo supe por nuestras distantes llamadas telefónicas.

Aún le veo aquel momento en que se abrió el alma y allí supe que Pantaleón me amaba de verdad. Te amo, me dijo cuando aún éramos jóvenes. Le miré a esos negros ojos y se me acercó como para besarme los labios. Le empujé. No, le dije, no, eso no, no amigo, amigo… Bajó la mirada y vi desde lo profundo de sus ojos apagarse una vela eterna, como si empezara a morirse por dentro. Conocí una parte de su vida y sólo yo le conocí y los demás que fueron sus amantes. Desde aquel día nunca más volvimos a vernos, tan solo fueron llamadas telefónicas. Le vi subir como la espuma hacia el poder. Salir en las páginas del periódico. Salir con personajes importantes. Su matrimonio al que jamás fui porque no quise ni el lo quiso. Fuimos muy amigos. Quizá, el mejor de todos pues en cada distante llamada hablábamos de una sola cosa. La alcancía, el mudo secreto, su salud y un adiós.