“Atrás y arriba mío el mar resoplaba, más fuerte entonces, balanceando y hundiendo las insignificantes voces humanas que buscaban reconstruir para mí la playa perdida...” ( J. C. Onetti)




Estaba como dormido, ensimismado en esa gratitud divina que el océano le daba, mientras la brisa mecía su cabello sobre la arena. A lo lejos, algunos esqueletos de veleros despuntaban sus proas en blancas lunas anticipadas... Me quedé observando el paso del tiempo sobre esa apacible playa deshabitada, que encapsulaba mi vida en un inmenso reloj de arena...

Con el transcurso de las horas todo se convirtió en una caricatura húmeda y desnuda de esa realidad que el salitre tapizaba. Aquel hombre aún continuaba dormido a la espera de algún otro amanecer, donde el oleaje empezaba a devorar las costas. Me incorporé entumecido bajo un enigma de estrellas que resguardaba mis espaldas. Tras el mundo, la marea seguía lamiendo esa figura abandonada, ante el rugido del mar precipitado y furioso hacia los cuatro puntos cardinales. Tuve miedo de ser capturado por las redes de esas mismas aguas. Entonces corrí al encuentro de aquel cuerpo mientras la espuma bañaba mis pies hundidos en agitadas huellas. El continuo avance del mar no claudicaba su obsesión. Cuando llegué empapado de sudor, la marea ya cubría mis rodillas. Pude divisar su cuerpo flotando entre las rocas junto al muelle, a la vez que me acercaba como podía. Detrás, el murmullo era un eco majestuoso que crecía a cada paso. Ahora el agua llegaba a la cintura. Me detuve sujetándolo de su camisa, para arrastrarlo hacia la rambla. Cuando al fin llegué bajo el influjo de ese horror helado, lo recosté boca arriba, constatando que ya no respiraba. Entonces su rostro inexplicablemente confluyó con el mío, para descansar en paz...


Ana Cecilia. ©