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APARIENCIAS


Me senté a fumar un cigarrillo, en el espacio de pasto que todavía se conservaba, quien sabe si por arte de magia o milagro. Miraba todos los detalles de la plaza y ninguno coincidía con aquel dieciséis de enero. La fuente se había transformado en un cantero (probablemente con flores, en alguna época de esplendor), el ombú y el bebedero habían desaparecido, el monumento estaba cercado, de las hamacas solo quedaban las cadenas. El lugar de la canchita ahora era un espacio con mesas y bancos plantados en el suelo.
Me recosté contra las rejas del sótano en donde la cuidadora guardaba sus elementos.
Estaba cerrado con candados y tenía el aspecto de abandonado o descuidado. Debía tener unos cuarenta años, aunque parecía mucho más. Todos en el barrio decían que estaba loca, que había enfermado por un novio que se le había muerto en un accidente. Cuando éramos chicos le teníamos mucho miedo, hasta se decía que si se te caía la pelota en el sótano y la ibas a buscar, no volvías a salir con vida. Había quienes juraban que conocían a chicos que bajaron y no volvieron a salir.
Empezaba a caer la tarde y la plaza se iba despoblando lentamente. Mi cabeza se empezó a transformar en un arcón de recuerdos. Tantas tardes pasadas en ese mismo lugar, parecían cobrar vida, hasta creía que reconocía rostros de otros tiempos en la gente que pasaba.
La relación con María había empezado con la complicidad de la reja en la que estaba recostado. Tanta vergüenza adolescente no me permitía hablarle directamente a ella de mi amor incondicional. Entonces le escribía cartas y se las dejaba enrolladas entre los barrotes, para que ella pasara, las leyera y me las contestara de la misma forma. Claro que necesitaba de la complicidad de otro, que le avisaba. En el único momento que nos veíamos era cuando ella salía de su casa para el colegio y yo pasaba a tomar el colectivo para ir a taller, todos los mediodía de lunes a viernes. Nunca habíamos intercambiado ni siquiera un saludo. A lo sumo una mirada cómplice y nada más. Cuando el tráfico de correspondencia comenzó a ser fluido, ya no necesitamos más intermediarios, combinábamos las fechas de entrega en las mismas cartas.
Estuvimos mucho tiempo comunicándonos de esta manera, hasta que un día la reja quiso que nos encontráramos. Ese dieciséis de enero, cuando ya atardecía, fuimos los dos hasta la reja, cada uno con su hoja en la mano. Nos miramos y nos pusimos rojos de la vergüenza. Sin hablar, le hice un ademán de que intercambiáramos las cartas. Nos sentamos en el pasto y cada uno leyó la suya. Yo terminé de leer y la esperé. Cuando ella terminó, levantó la vista y me miró a los ojos. Sin decir una sola palabra nos dimos un beso. Fue tan hermoso que aún siento la sensación como de dolor de panza, mezclado con calambre, o algo más o menos parecido, pero difícil de explicar. Todavía siento el aroma de su piel, la suavidad de sus labios y hasta sus movimientos temblorosos.
Estuvimos conversando un montón de tiempo, hasta que se hizo de noche. Todo se interrumpió cuando desde las escaleras del sótano se escucharon ruidos de cadenas. Seguramente la cuidadora estaba cerrando para irse. María se asustó y se fue sin que pudiéramos despedirnos. Yo me escondí atrás del ombú. Cuando la loca se fue, volví a la reja y dejé una carta para volver a encontrarnos. Así siguió la relación, siempre a través de la correspondencia. Hasta las citas las armábamos por escrito. Nunca nos hablamos por teléfono ni nos buscamos en otro lugar que no hubiera sido combinado en el papel.
Pasaron varios meses y la relación se fue dilatando, las cartas eran cada vez más espaciadas, no nos encontrábamos casi nunca. Cada uno comenzó a fortalecer su grupo de amigos y las autorizaciones para salir de noche atentaron severamente con la inocencia de la relación.
No tardó en llegar el momento en que las cartas no tuvieron más respuestas. Al mismo tiempo dejé de cruzarme con María cuando salíamos para ir al colegio. No supe más de ella. Estuve un tiempo pasando por la reja para ver si encontraba algo, pero me fui dando cuenta que no volvería a tener noticias.
Siempre me quedó la duda de qué habría sido de María, si nos hubiéramos seguido comunicando, si estaríamos juntos todavía, si tantas cosas... Pero la vida quiso que la historia quedara inconclusa. Quizás esto mismo es lo que hace a María más extrañable, más linda, más ideal...
Encendí otro cigarrillo y me quedé un rato con la mente en blanco. Se me ocurrió hacer un último intento. Saqué de mi morral un cuaderno y una lapicera y le escribí una carta. La arranqué, la doblé y la puse entre los barrotes de la reja.
Me fui caminando despacio, con expectativas infundadas, pero gratificantes, de que al volver a pasar encontraría la contestación.
Al otro día fui ni bien comenzaba a atardecer. Miré hacia la reja y vi que había un papel enrollado, en donde yo había dejado mi carta. La sensación de cosquilleo en el estómago fue muy similar a la del primer beso con María. Agarré el papel, me senté contra la reja y encendí un cigarrillo. Tomé coraje y comencé a leer.
La carta no me la había escrito ella. Sin embargo, alguien me contaba que se había mudado, por eso dejamos de vernos. Que había terminado el colegio en otro lado, se había recibido de psicóloga, se había casado y vuelto al barrio. Tenía un hijo de dos años y de vez en cuando pasaba por ahí y se sentaba contra la reja mientras su hijo jugaba en el arenero. Me contaba que María también tenía la esperanza de encontrarme alguna vez.
Me decía que se habían hecho amigas y que conversaban mucho cuando venía a la plaza. Terminaba diciendo que me deseaba mucha suerte y me recomendaba que nunca se me cayera la pelota al sótano, porque si bajaba a buscarla no volvería a salir con vida de allí.


Texto agregado el 02-05-2004, y leído por 143 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
07-11-2005 Mis estrelllas a su grafico fabuloso con palabras... apneazul
23-06-2004 QUE HERMOSA FORMA DE AMAR TIENES, CHIKILLO MELANCOLICO. andreacasandra
 
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