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Inicio / Cuenteros Locales / psicke2007 / Historiales clínicos de la vampira: Castillo

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Castillo
(http://vampirasanta.blogspot.com )

Se estaba acercando a su 4x4 con las llaves prontas para abrir la puerta, cuando lo extrañó una figura que parecía estar observándolo entre las sombras, apoyada en el capot de un sedán gris. El hombre de gabardina oscura se adelantó un paso y el doctor Massei lo pudo reconocer, aunque le sorprendió su actitud a esa hora de la noche:
–¡Hola, Sr. Vignac! ¿Qué hace por aquí? ¿Se enteró de que atrapamos a la persona que estaba haciendo esos rituales en el sótano? –exclamó, y le extendió la mano con cortesía pero la dejó caer al notar su gesto adusto.
Sin preámbulos, Vignac encendió un cigarro y comenzó:
–Doctor Massei... ¿Quiere reconsiderar si conoce o no a esta persona –al guardar el encendedor había extraído de su chaquetón un retrato–, o debo tratarlo como a un enemigo?
Pasmado por su tono severo, Lucas miró la foto del pasaporte de Rina Lautrec.
En la cocina estaban preparando el almuerzo del día siguiente. La cocinera sintió el timbre de la puerta de servicio, y con las manos metidas en una fuente de harina le gritó a la auxiliar que abriera. La joven se sacó los guantes de limpieza y corrió a apretar el botón.
–El gas –anunció, al tiempo que dos hombres empujaban el portón junto al lavadero, uno tenía una carpeta y lapicera, el otro tiraba del carro con un par de garrafas. Las dos mujeres saludaron y la cocinera les indicó con la cabeza–. Un momento.
Habían llegado en una camioneta negra con el logo de la empresa, que quedó con el motor encendido y las puertas abiertas mientras ellos hacían el despacho. Amparados por el ruido y la distracción, dos hombres vestidos con pantalón de fajina, jersey azul marino, botas militares y pistolera bajo el brazo, salieron de la caja y se metieron rápidamente por la puerta del rincón. Del patio una escalera llevaba hacia la azotea del lavadero, y allí aguardaron que se hiciera silencio.
La camioneta se alejó por el camino y luego el conductor viró entrando a un monte de pinos, giró la llave, y apagó las luces. El otro se bajó, quitó del costado el adhesivo transparente con el logo y luego descubrió la matrícula falsa colocada sobre la real.
Lucas se estaba irritando con la actitud acusadora de Vignac. ¿Qué quería, que por un cierto parecido le entregara a una paciente? No hubiera dicho lo mismo un día antes, pero ella lo había salvado de la locura de Silvia Llorente. Suspiró.
–Ud. dijo que cuando encontrara a la culpable de la muerte de su hermano la denunciaría a la policía.¿ Acaso tiene pruebas de que la tal Rina se encuentra en Santa Rita?
Vignac asintió vagamente. Sus hombres se calaron un pasamontañas y abrieron la puerta de la terraza con una llave bien aceitada. Adentro, el salón estaba a oscuras, la estación de enfermería estaba del otro lado, lejos, la escalera libre. Los pacientes dormían. Bajo la ventana de Lina se había apostado el tercer hombre, y el conductor cerca de la puerta exterior, vigilando que nadie se acercara a la clínica.
El alto miró por el recodo del pasillo, desde la escalera, en diagonal a su habitación y vio que el enfermero de la noche había entrado a un cuarto del otro lado. Cruzó el corredor sin hacer ruido, preparando el rifle de dardos tranquilizantes al tiempo que abría la puerta. Disparó sobre el bulto en la cama pero el ruido apagado no sonó como debía.
–Sh... –escuchó tras su oreja, y un golpe en el cuello lo tiró al piso. Lina meneó la cabeza, pensaban atraparla tan fácilmente, como si no tuviera instintos–. ¿Quién...
Se volvió, sorprendida, y frunció el ceño. El segundo hombre le estaba apuntando con una pistola en medio de la frente, había entrado tras su compañero y le cerraba el camino a la puerta. El de abajo se había preparado para el plan B, escalando la pared con unas grampas. A Lina se le erizó la piel: entre dos fuegos, tenía la necesidad de atacar sin pensar en las consecuencias. Pero eso quería decir que debería huir después.
Lucas venía corriendo por el pasillo casi sin aire: de pronto se le había ocurrido que Vignac no había ido para enfrentarlo a él. Cruzó la recepción, donde el guardia le dijo que estaba todo tranquilo, pasó por el salón y los pasillos, desiertos a esa hora, los enfermeros ocupados en revisar la medicación de la mañana. En el cuarto, el hombre presintió que ella iba a hacer un movimiento y disparó sin dudar. En un segundo Lina estaba mirando el caño del silenciador, al siguiente había llegado a la ventana, la noche la llamaba. Pasó increíblemente por el pequeño espacio entre dos barras de la reja, sosteniéndose con una mano de la ventana, a tiempo para patear hacia abajo al intruso.
El doctor escuchó su grito involuntario cuando abrió la puerta y miró asombrado a los dos hombres de pasamontañas. El alto se volvió hacia él y lo noqueó con el codo, derribándolo para salir al pasillo. El otro volvió a disparar sobre la silueta que se vislumbraba en la ventana, pero Lina comenzó a trepar agilmente por los ladrillos de la pared, y cuando él se acercó a la reja tratando de imitarla, notó que era imposible pasar por allí. Lucas se levantó y salió al corredor, buscando al intruso más grande, que seguramente estaba tratando de llegar al techo. Si conocían la disposición de la clínica, sabrían que no había salida por la zona de pacientes salvo trepando por el muro.
Se detuvo a tomar aire entre las siluetas oscuras de la terraza y de pronto percibió una sombra que lo observaba desde el techo. Un hombre cargó contra él saliendo de atrás de un sillón, el rifle entre ambas manos listo para hundirle la tráquea, pero algo lo detuvo. Lina había saltado desde arriba; el intruso sólo distinguió un par de ojos, brillantes por la cacería, y un gruñido al abatirse contra su pecho. Aunque pesaba el doble que ella y era puro músculo, quedó lloriqueando en el suelo, asustado por su ferocidad, apretándose el brazo que le había mordido hasta arrancarle un pedazo de piel.
–Qué inútil –comentó Lina estudiando el arma que le había arrebatado, de pie junto al doctor, quien la contemplaba estupefacto.
Massei le sacó el rifle de las manos y ella se acordó de limpiarse con la manga del camisón la boca sucia de sangre. Ambos se volvieron al escuchar un crujido.
El tercer hombre les estaba apuntando con dos pistolas, acercándose paso a paso. Lucas hizo una seña con la cabeza y le dijo con calma: –Váyanse. Puedes llevarte a tu compañero, porque no quiero tener que entregarlo a la policía.
Ahora tendría que cambiar las cerraduras, explicarle a Aníbal. Vignac le había declarado la guerra y no sabía qué hacer con él.
Estaban a solas. Recién se percató de que Lina se había sentado en una reposera, abatida, con la cara entre las manos. Ella alzó los ojos al notar su mirada:
–Bueno, se acabó –dijo simplemente.
Ya no tenía santuario, y al tener que marcharse, sintió por primera vez en años igual que cuando había perdido uno a uno los miembros de su familia. Estoica, aceptó la mano de Lucas y este le abrió la puerta para que volviera a su habitación.

Luego de pasar el portón se tenía que andar otro minuto en auto por una avenida sombreada de nogales, encinas y pinos, hasta emerger de pronto a la vista del imponente caserón de tres pisos. Los tejados oscuros caían en picada sobre una larga fachada de tintes góticos, sobre todo en las buhardillas y las ventanas del último piso. Dominaba la entrada una escalinata clásica, mientras que el aspecto macizo del edificio, con estrechas ventanas y torreones, le daban un aire a castillo medieval.
La camioneta crujió en el óvalo de pedregullo al detenerse frente al jardín, que con sus caminos bordeados de blanco, coloridos canteros y césped esmeralda, le quitaban un poco de severidad a la mansión. Antonieta, que lo esperaba en la escalinata de entrada, parecía pintada de acuerdo al escenario. La dama se sorprendió al verlo acompañado, no esperaba que bajara nadie más del vehículo, pero la señorita Chabaneix, como la presentó su sobrino, no era una persona que pudiera ser menospreciada. Lina, recatada en su vestido negro y saco tejido gris, admiró el predio con consideración y la saludó con una fineza que encantó a la señora de chal marrón y melena blanca, recordándole cuando su papá vivía, un respetado miembro de la industria del país. Ella se regodeaba en esa época dorada en que era la hija rica de una familia de clase, envidiada y venerada, y el camino más corto a su corazón era mostrar que se la recordaba en cualquier situación de esa categoría.
El otro atajo lo tenía su sobrino, su hijo postizo:
–¿Puede quedarse un día o dos, hasta que siga de viaje? La llevaría a un hotel, pero pensé que podíamos demostrar un poco de hospitalidad.
–¡Es tu casa... –exclamó Antonieta, y el sonido de sus voces se perdió en otro salón más grande.
La habían dejado en la biblioteca, Lina observó los paneles de madera que cubrían las paredes, los candelabros de cobre, los pesados cortinajes color oro viejo, las butacas de cuero verde. Comparado con la esencia a nuevo, la animación y las paredes blancas de Santa Rita, parecía que la habían transportado a un museo. Lucas la llamó desde la puerta abierta y ella se preguntó qué mazmorra le tocaría. Pero su rostro no traicionó la broma, además él le presentó antes a su tía abuela, Elena. A sus 84 años, tenía un cutis que no podía envidiarle nada a Lina, y era más baja y menuda que su hija. Su voz parecía un graznido, su rostro era seco y severo, su ropa sencilla, y sin embargo, transmitía una calidez indudable. Sus ojos vivaces decían que entendía más de lo que los jóvenes suponían, aunque no era de las personas que interferiría en el camino de los demás.
Incapaz de dormir, Lina se había puesto a armar su valija. A la mañana temprano el doctor Massei la sorprendió cuando la estaba metiendo en su ropero, en espera de una ocasión para marcharse sin que la vieran.
–Qué bueno que ya tiene todo listo –le comentó Lucas con ironía.
–Supongo que ya no me quiere en su clínica, doctor –repuso ella con tono agrio.
Él se alzó de hombros y sacó un papel de la carpeta que llevaba, con su historia clínica y todos sus datos. Había estado encerrado dos horas con el doctor Avakian, y tras una acalorada discusión tenía el alta pronta. Ella presentía que la iba a echar desde que lo vio por primera vez, así que aceptó su destino con resignación. Por eso no entendía por qué la ayudaba, llevándola a la casa de sus tías. Se dejó caer en la cama de dosel, y sus gruesos resortes le devolvieron el golpe.
Las paredes estaban empapeladas con rosas sobre un fondo color té, por la ventana abierta de par en par sintió el bosque susurrando. El cuadrado de sol daba sobre la mullida alfombra granate. El jardinero le había subido su maleta. No lo que se dice un calabozo.
Lucas se arrodilló junto a ella y estudió su expresión: imperturbable como siempre pero le faltaba algo, lucía triste, apagada. De pronto, le tocó la mejilla y el cuello con la punta de los dedos y Lina le devolvió la mirada, intrigada por su caricia.
–Increíble criatura –murmuró él, pero Lina no lo tomó como un halago, era como un entomólogo admirando un ejemplar raro.
Aunque él mismo había visto a Silvia romperle un vidrio en la cara, a las horas no tenía más que una cicatriz y al otro día, nada. También recordó que podía saltar desde el techo y caer parada sin doblarse un tobillo, y lo peor, ¿cómo salió por un espacio de doce centímetros? Había medido la reja con una regla. Pero esos pensamientos lo llevaban adonde no quería ir.
–Puedes dormir una siesta –Lucas se levantó, desinteresado de repente, y al salir añadió–. Cenamos a las siete.

–Deirdre ha desaparecido –con esas palabras y un gesto dramático lo recibió Liliana, al regresar a la clínica.
Valeria se llevó la mano a la boca, pasmada. El doctor la miró de reojo y tomó a Liliana de una brazo, metiéndola en su oficina para una charla confidencial. No quería que corrieran rumores más extraños de los que ya había por causa de la psiquiatra.
El doctor Avakian le había comentado a la contadora de unos intrusos, sospechando que una empleada entregó las llaves para un secuestro.
–¡Es terrible! ¿Acá, que pase eso? –se indignó Liliana–. ¿A quién querían?
La secretaria no se había presentado de mañana, y creyéndola enferma, Liliana la llamó a su casa. El teléfono daba fuera de servicio porque Deirdre lo había desconectado del borne.
Luego de escuchar su relato, Lucas replicó:
–Pero, ¿acaso esta empleada tenía acceso a las llaves?
–No, pero si lo piensas llegó hace tan poco... Me puse a revisar sus referencias en seguida. Son ciertas, pero ¿no tendrá algo que ver con la doctora Llorente? –musitó la mujer, preocupada.
–¿Quién la recomendó para el puesto?
–Mmm... Valeria.
La joven no soportó su escrutinio por más de diez minutos. Resultaba que no la conocía, su novio o amigo le había asegurado que era una excelente trabajadora. Aníbal llegó a la charla y la apretó más. Valeria confesó, rompiendo a llorar, que alguien le había pedido las llaves.
–¡Cómo! Maldita hija de puta, ¿cómo fuiste capaz de hacernos esto? –vociferó Aníbal abalanzándose sobre la joven, quien cayó pálida, apocada y sollozando en el sillón de los acusados, mientras el doctor seguía sobre ella, gritando hasta quedar rojo.
–Espera un minuto, Aníbal –Lucas los asombró manteniendo la calma, e interponiéndose entre ella, el acalorado doctor y la severa Liliana, le preguntó con ternura–. ¿Cómo se llama tu amigo?
Valeria susurró su nombre. Se lo esperaba pero igual se sobresaltó, y a sus espaldas, Liliana y Aníbal se miraron intrigados. ¿Quién era, un cómplice o un amigo de Llorente?
–Por favor, no me echen. Yo... –suplicó la joven, recordando tarde que tenía una abuela y un alquiler que pagar, y que su amante no la había llamado desde que le entregó la copia– no sé por qué lo hice, sé que está mal, no pude negarme.
–Veremos –Lucas meditó, y al final pidió que los dejaran a solas, esperando con suma paciencia hasta que la joven dejara de moquear y rogar, inquirió–. Cuéntame todo lo que sabes, cómo se conocieron, si te preguntó por algún doctor o paciente...

Texto agregado el 21-09-2008, y leído por 160 visitantes. (0 votos)


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