EL BARRENDERO
El barrendero y su escoba de paja acababan de limpiar la octava
caseta del parque. Le faltaban aún dos casetas; pero como en éstas
caían las hojas y vainas secas de un saman, la tarea que tenían por
delante era muy poca cosa. El barrendero echó, una mirada satisfecha
a las cacetas blancas y cruzó la jardinera para acostarse un rato en la
grama.
Más al bajar las gradas de cemento y al pisar el cuarto peldaño, su pie
derecho resbaló sobre un trozo de concha de mango, a tiempo que los
anteojos se le escapaban de la mano. Mientras rodaba, el barrendero
tuvo la impresión sumamente lejana de no ver el cable del poste en el
suelo.
Ya estaba tendido en la grama, acostado sobre el lado derecho, tal
como él quería. La mano, que acababa de abrírsele en toda su
extensión, acababa también de cerrarse. Estaba como hubiera
deseado estar, las piernas extendidas y la mano derecha sobre el
pecho. Sólo que tras el brazo, e inmediatamente por debajo de
la correa, surgían de su uniforme un extremo y el otro extremo del
cable, pero el resto no se veía.
El barrendero intentó mover la cabeza en vano. Echó una mirada de
reojo a el cable del poste, húmedo aún del sudor de su cuerpo.
Apreció mentalmente la extensión y las puntas del cable tocando su
brazo izquierdo, y adquirió un temblor, orgánico e inexorable, con la
seguridad de que acababa de llegar al final de su existencia.
La muerte. En el diario vivir se piensa muchas veces en que un día,
llegaremos a nuestro turno al umbral de la muerte. Es la ley de la vida,
aceptada y prevista; tanto, que solemos dejarnos llevar por la
imaginación a ese momento, supremo entre todos, en que lanzamos el
último aliento.
Es éste el consuelo y la razón de nuestras divagaciones: ¡Tan lejos está
la muerte y tan imprevisto lo que debemos vivir aún! ¿Aún…? No ha
pasado media hora; el sol está sobre la poniente; la mañana ha
avanzado unos segundos bruscamente, acaban de resolverse para el
barrendero tendido las divagaciones a largo plazo: se está muriendo.
Muerto. Puede considerarse muerto en su singular postura.
Pero el barrendero abre los ojos y mira. ¿Qué tiempo ha pasado?
¿Qué cataclismo ha sobrevivido en el mundo? ¿Qué contratiempo de
la naturaleza refleja el horrible acontecimiento?
Va a morir. Chamuscado, fatal e ineludiblemente, va a morir.
El barrendero resiste -¡es tan imprevisto ese horror! Y piensa: Es una
pesadilla; ¡esto es! ¿Qué ha cambiado? Nada. Y mira: ¿No es acaso
esa caseta? ¿No viene todas las mañanas a barrerla? ¿Quién la
conoce como el? Ve perfectamente la caseta, muy limpia, y las hojas
del saman desnudas al sol. Allí, están muy cerca, botadas por el viento.
Pero ahora no se mueven… Es la calma de la mañana; pero deben ser
las once y media.
Por entre las casetas, allá arriba, el barrendero ve desde el duro suelo
el techo rojo de su casa. A la izquierda puede ver el jardín y las flores
de cayena. No alcanza a ver más, pero sabe muy bien que a sus
espaldas está la nueva estación de bomberos; y que en la dirección
de su cabeza, allá abajo, está en el fondo del parque la cantina
como un pequeño refugio. Todo, todo exactamente como siempre; el
comedor con su toldo, el ambiente acogedor y solidario, las mesitas
en su lugar, la baranda de barrotes muy gruesos y altos que pronto
tendrá que pintar…
¡Muerto! ¿Pero es posible? ¿No es éste uno de los tantos días en que
ha salido al amanecer de su casa con la mochila terciada en el
hombro? ¿No está allí mismo con la mochila terciada en el hombro?
¿No está allí mismo, a cuatro metros de él, su carrito, su escoba,
rozando paralelamente el cable de alta tensión?
¡Pero si alguien habla… No puede ver, porque está de espaldas al
camino; más siente resonar en el puentecito de metal los pasos de la
gente… Son los guarda parques que pasan todas las mañanas hacia
la caseta de guardia, a las once y media. Y siempre conversando…
desde el poste metalizado que toca casi las botas, hasta el bosque
vivo de samanes que separa la vieja caseta del camino, hay quince
metros largos. Lo sabe perfectamente bien, porque el mismo al
limpiar las casetas, midió la distancia.
¿Qué pasa, entonces? ¿Es ésa o no una natural mañana de las
tantas en el parque, en su empleo, en su labor, en el parque estatal?
¡Sin duda! Grama corta, conos de hormigas, silencio, sol de la
mañana…
Nada, nada ha cambiado. Solo él es distinto. Desde hace dos
minutos su persona, su personalidad viviente, nada tiene ya que ver
ni con el parque, que limpio el mismo a destajo, durante trece meses
consecutivos, ni con la poda de la grama, labor de sus solas manos.
Ni con su familia. Ha sido arrancado bruscamente, naturalmente, por
obra de una concha de mango y una descarga de un cable de
alta tensión en el brazo. Hace dos minutos. Se muere.
…El barrendero muy agonizante y tendido en la grama sobre el
costado derecho, se resiste siempre a admitir un hecho de esa
trascendencia, ante el aspecto normal y monótono de cuanto mira.
Sabe bien la hora: las once y media… Los guarda parques de todos
los días acaban de pasar el puente.
¡Pero no es posible que haya resbalado…! Su escoba (pronto
debería cambiarla por otra; tiene ya poco vuelo) estaba
perfectamente quebrada en dos. Tras trece meses limpiando el
parque, el sabe muy bien como usar una escoba. Esta solamente
muy fatigado del trabajo de esa mañana y descansa un rato como de costumbre.
¿La prueba…? ¡Pero esa grama que entra ahora por la comisura de
su boca la plantó el mismo, paños de grama distantes un metro, uno de
otro! ¡Ya ese es su parque; y esa es su podadora botada muy cerca del
poste! Lo ve perfectamente; sabe que no se atreve a llegar a la esquina
de las gradas, porque el esta echado casi al pie del poste. Lo distingue
muy bien; y ve las guayas templadas que salen del poste. El sol cae a
plomo, y la calma es muy grande, pues ni una hoja de los samanes se
mueve. Todos los días como ese, ha visto las mismas cosas.
…Muy fatigado, pero descansa solo. Deben de haber pasado ya
varios minutos… Y a las doce del mediodía, desde allá arriba, desde la
casa de techo rojo, se bajaran hacia el parque su hermana y su hijo de
cinco años, a buscarlo para almorzar. Oye siempre, ante que los
demás, la voz de su hijo que quiere soltarse de la mano de su tía:
¡Papito! ¡Papito!
¿No es eso…? ¡Claro, oye! Ya es la hora. Oye efectivamente la voz
de su hijo…
¡Que pesadilla…! ¡Pero es uno de los tantos días, trivial como todos,
claro está! Luz abundante, sombras amarillentas, calor silencioso de
horno sobre la carne, que hace sudar al barrendero inmóvil ante el
cable de alta tensión asesino.
… Muy cansado, mucho, pero nada más. ¡Cuantas veces, a mediodía
como ahora, ha cruzado volviendo a casa ese camino de samanes,
que era la atracción cuando llegó! Volvía entonces, muy fatigado
también, con su mochila cruzada en el hombro, a lentos pasos.
Puede aún alejarse con la mente, si quiere; puede si quiere
abandonar un instante su cuerpo y ver desde el jardín por el cultivado,
el trivial paisaje de siempre; las macetas con matas de girasol; el campo
de beisboll y su arena roja; el puente de metal en la pendiente que se
acomoda hacia el camino. Y más lejos aún ver la grama podada, obra
solo de sus manos. Y al pie de un poste metalizado, echado sobre el
costado derecho y las piernas recogidas, exactamente como todos los
días, puede verse a él mismo, como un pequeño bulto asoleado sobre
la grama – descansando, porque está muy cansado.
Pero un perro lanudo, e inmóvil de cautela ante la guaya de alta
tensión, ve también al barrendero en el suelo y no se atreve a cruzar el
jardín como desearía. Ante las voces que ya están próximas
-¡Papito! – vuelve un largo, largo rato el perro lanudo al bulto: Y
tranquilizado al fin, se decide a pasar entre el poste y el barrendero
tendido que ya ha descansado.
PEDRO BORRERO...
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