Rodulfo llora
El fondo de las cosas no es la vida o la muerte.
Me lo prueban
el aire que se descalza en los pájaros,
un tejado de ausencias que acomoda el silencio
y esta mirada mía que da vuelta en el fondo,
como todas las cosas se dan vuelta cuando acaban.
Roberto Juarroz
A Jesús Lira Gamboa
Son las cuatro de la mañana y Aidé abre los ojos. Escucha un llanto cercano. Sus oídos funcionan como un radar que localiza el centro de aquel sonido rutinario; escuchado hasta el hartazgo. Se levanta con inercia mecánica para cargar a Rodulfito, su niño de ocho meses de edad; el único acompañante de su viaje sin destino.
Aidé comienza su vida en ese pequeño cuarto que por momentos, a veces muy dilatados, parece no tenerla. Las paredes de adobe ensanchadas por la humedad y el olor descompuesto ya le son habituales. Lo que no le agrada es la oscuridad. Cuando era niña, su padre, Don Rodulfo, le dijo que una casa sin luz es una casa sin vida: la vida se da con la luz, estar en la oscuridad es como querer morir. A veces Aidé piensa que aquel cuarto es el peor lugar para vivir, en ocasiones cree que no es tan malo. Tiene una ventana que mira a la calle y así, ella puede pasar horas viendo a la gente pasar. Le agrada sentir que la vida transcurre allá afuera porque adentro el tiempo es distinto, se siente diferente: avanza lento y por momentos no camina. Pero no hay alternativa, el dinero no da pa más, se dice en un suspiro. Los pocos trabajos que le salen no son bien pagados, los del pueblo ya no la ven con buenos ojos desde que Roberto desapareció con Robertito, la noche de aquel día cuando lo enteró que cargaba una nueva semilla dentro, que aún no se podía sentir, sólo imaginar.
Roberto se fue, la abandonó dejándola casi sola. Casi sola porque la dejó acompañada de un niño, aún sin nombre, y un montón de chismes: que si siempre fue una mala esposa, que si la casa siempre en desorden, que si ella nunca quiso salir de ahí, que si se la pasaba viendo la calle, que si no era abnegada, que si la encontró en el lecho matrimonial con Jacinto, que si ese niño no era del pobre Roberto. Pobre Roberto, ¿cómo habrá sufrido con esa güila que tuvo por esposa? decían las malas lenguas.
Aidé piensa que no todo fue dicho por la boca de Roberto, no sería capaz. Las disgraciadas viejas son las que todo lo cambian, todo lo malintienden, se dedican a parir historias malformadas, copulando con sus lenguas brujas, como decía mi padre, a todo aquel que no se parezca a ellas. Los rumores corren a la velocidad de los vientos y cuando pasan a otras bocas se deforman todavía más.
El sol aún no sale en la casa; la madrugada agoniza en la calle. Así lo anuncia el canto de un primer gallo que contagia a otros. Parecen coros tan distintos, como si fueran cantos de muchos días, piensa Aidé mientras sonríe. Ella no tiene gallos, ni uno solo; siempre deseó tener por lo menos uno pero el dinero no alcanza. Suspira pensando en eso y balancea su cuerpo joven, pequeño y delgado para tratar de arrullar a Rodulfito, para rogarle al sueño que regrese, que tenga piedad de ellos. Sosiégate mi amor, le susurra a su hijo, es mejor estar dormitados, soñar y olvidarnos de todo esto, de todo esto que sólo sirve para comer lágrimas. A veces Aidé se imagina soñando todo el tiempo. Se figura en un lugar donde hay luz, un campo grande en el que existen muchas frutas, donde puede correr como cuando era niña pero despierta llorando en medio de ese cuarto oscuro y el sueño eterno nunca llega.
Afuera, una carreta jalada por un par de bueyes pasa frente a la ventana. Sus pasos son lentos, cansados; las ruedas rechinan sobre el camino de tierra como si no quisieran hacer su trabajo, como si no quisieran girar.
Dentro, Rodulfito duerme en los brazos de su madre y sonríe de a poco, como si adivinara que la mirada de Aidé busca en forma rastrera algo que la haga alegrarse. Ella contesta a la sonrisa, lo besa en la frente y lo recuesta otra vez. Está acostumbrada a la oscuridad del cuarto, no es necesario encender la vela para caminar. Sus pies descalzos reciben el frío contundente de aquel piso cruel. Aidé avanza lento.
Afuera, un hombre está tirado en el centro de la calle recién empedrada; sucedió todo tan rápido, Aidé no se enteró. Las carretas y los bueyes avanzan, pisan el cuerpo inmóvil; no lo notan o no quieren notarlo. Los carreteros se saludan, se dan los buenos días, las buenas tardes. Buenas noches Don Jacinto. De nuevo, los buenos días con sonrisas golosas y estúpidas como reproducidas en serie; cada vez son más. La empecinada ceguera también crece ante el cuerpo inerte frente a la ventana de Aidé, justo en medio de la calle recién empedrada.
Dentro, ya se escuchan los sonidos matinales de las ollas que chocan entre sí. Las paredes sucias de cochambre se iluminan por el fuego azul de la estufa de petróleo que no sofoca el aire helado de la habitación. El café está listo. Aidé toma la cafetera, ya desgastada, sirve el líquido en un pocillo (el metálico sonido cae en su piel), siente en la comisura de sus labios el contorno despostillado de aquel recipiente; parece un beso; un roce frío pero deseado, un beso que bien podría guardarse en la eternidad.
Afuera los días pasan, el cuerpo tirado de Rodulfo no cambia. Los coches lo pisan sin desenfado y todos se obstinan en no ver que está ahí. Pobre Rodulfo. Tocó durante tantos días a la puerta de Aidé, su madre, y no abrió. No respondió a su llamado. Y su infinita soledad se hizo presente en aquella acera blanca y recién hecha. Sus cabellos chinos y la barba le crecieron en forma inconmensurable, desordenada; como las plantas que crecen y lo cubren todo en los jardines olvidados. Rodulfo llora.
Adentro, la mañana todavía no llega. Aidé termina su café, respira profundo antes de pararse de su vieja silla. El pocillo, su amante etéreo, está sobre la mesa; Aidé le regala una caricia. Se para y camina hacia la ventana, abre la cortina y cae en cuenta que el sol ya salió. Se sienta junto al único celador que ha sido capaz de mostrarle el mundo. Parece que el tiempo allá afuera es distinto, piensa Aidé y esboza una sonrisa triste. Permanece un largo rato viendo a través de la ventana. Se convierte en una estatua hasta que el sol comienza a violar los límites de su territorio. Suspira. Un hombre está tirado en medio de la calle, frente a su ventana. La gente de afuera no lo ve. Ella sí pero prefiere quedarse dentro. Todos siguen su propio camino y lo pisan.
Adentro, desde su cuna, Rodulfito llora y Aidé sonríe de alegría.
Afuera, la soledad fermentada de Rodulfo comienza a pudrir su cuerpo. Los gusanos del aislamiento se lo comen. Grita, suplica, pero no hay respuestas. Su barba y sus cabellos canos hacen raíces en el suelo pavimentado, los siguen las manos y los pies. Aidé observa todo aquello, sólo atina a suspirar. Rodulfito llora más fuerte, lanza un grito agudo, desgarrante. Aidé sonríe, le dedica esa sonrisa a su hijo pero no al de adentro sino al de afuera. Una lágrima se desborda hacia su piel llena de surcos profundos. Ya no escucha nada. Sus descarnadas manos avanzan en forma pausada y trémula hacia la cortina. Rodulfo, observa desde afuera la silueta de una anciana que cierra, de manera pesada y torpe, el telón que cubre la única ventana que lo comunicaba con su madre.
Gustavo Gamboa
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