A Marco Antonio Manjarrez
por su presencia.
No me nos que un ritual. Preparar café no le toma más de tres minutos. Una taza grande, pulida, sesenta segundos sobre el fuego, un frasco que al abrirse libera un aroma sensual, erótico. A veces azúcar. Cuando hay oportunidad, dos cucharadas de miel.
La casa muy grande, casi vacía, resulta inapropiada para un hombre tan delgado y tan solo. Sentado en un sofá al que le hace falta un almohadón, viendo el librero desorganizado, deja (como es común en él) pasar las noches de viernes y sábados, salir es un acto vulgar que implicaría rebajarse a solicitar compañía. Le resulta sofisticado mirar el lomo de sus libros gruesísimos a los que ni siquiera ha quitado el plástico protector. Su mente se aventura, se atreve mientras permanezca caliente la taza que sujetan sus manos. Hay cierta compensación del amor en aquel utensilio tibio, tan ordinario.
Al caer la noche se suelta la legión. Sobre la austera mesa que está a la derecha, un paquete de hojas blanquísimas, espera pacientemente a que la mano inspirada sujete con confianza y soltura el lapicero negro de lujo que antes estaba al borde de la mesa, pero que ahora habita inútilmente un rincón del piso.
El reloj amontona todos los segundos en un sólo tic-tac. La oscuridad exterior es natural, en cambio, la luminosidad de la casa se revela forzadamente artificial. Un crujir de hojas sueltas. Un sorbo detenido, la taza aún está tibia, sus labios permanecen en contacto con la superficie del café que vaporiza y en momentos opaca su visión: “Qué fue eso”, lentamente se desprende, da oportunidad al universo de repetirse, el sonido vuelve con más fuerza, sin duda algo se mueve en el cuarto de servicio. Temor. Pasa los ojos abiertísimos sobre las obras de arte esparcidas por la habitación, como arrojando una red sobre todas ellas: “Un ladrón”.
Formas. Todos los hombres sobre la tierra han requerido de las formas para comprender el basto universo que nace del miedo: “Debo ir, mirar, oler, tocar, este miedo que importuna mi inspiración”.
Ocurre que nuestros pies actúan estúpidamente de vez en cuando: “No quiero ir”, se dice, sin embargo va: “No quiero dar vuelta a la manija color oro” , sin embargo extiende la mano, abre los dedos, se reflejan en el lustroso acabado, se agigantan, se contraen, se esfuerzan: “Todo el miedo de Cristo lo experimento yo, estoy completamente solo en esta casa, como él lo estuvo en la cruz”. Que forma tan infantil de sentir miedo se observa en los hombres de edad adulta.
Tras la puerta, un pequeño gato pintado por la naturaleza de los exterior. Dos pares de ojos han cruzado sus miradas, se aplastan. Tic-tac. El reloj se ha trabado en tres irrecuperables segundos. Comienzan a moverse lentamente, como reconociendo el terreno. Los movimientos son extrañamente semejantes, un inusual fenómeno de refracción hombre-animal, se reconocen cobardes.
- Estás solo, tienes hambre, frío…
Empezó a ronronear como sólo pueden ronronear los embaucadores. Lo alzó con suavidad. Tras las yemas de sus dedos una cortina de huesecillos escasamente sujetados a un pellejo elástico muy delgado.
Los hombres adultos siempre guardan leche en la nevera, se creé que es una señal de poder económico y virilidad. Siendo razonables es muy poético dar de beber leche tibia en un cenicero de cristal a un gato recién adoptado.
Por la lentitud en su beber, juraría que nunca ha sentido hambre en su vida. La pequeña lengua rozada, parece que alcanza a saborear hasta la más delicada de las esencias. Degustación láctea.
Se sentaron juntos a beber, y a contemplar el caos poético que inundaba la habitación. Se sintió inspirado, comenzó un poema que hablaba de la inocencia del hambriento y de leche envenenada:
“Que tibio es el fruto
de tus senos gloriosos
de lívido elixir generosos
dulce es tu veneno hermoso loto”
Parpadean las luces de la casa. Quizá un ser tan pequeño baste para reducir la inmensa soledad a una soledad tolerable. Se ha acurrucado entre los almohadones, respira con tranquilidad, como una pelotita caliente de terciopelo negro. Se ha quedado dormido.
Mañana es la reunión: “Tendrán que conformarse con lo que hay”. Apagó el cigarrillo en el pequeño charco de leche que resultó demasiado para el invitado.
No hay manera de escapar del frío de una cama matrimonial, cuando se es un hombre obstinadamente, devotamente, irremediablemente, estratégicamente, intrigantemente, irresponsablemente y absolutamente soltero. Palpó a ciegas la cama, como un muerto que en la oscuridad reconoce su propia tumba. No quiso encender la luz, sus pupilas son muy sensibles al contraste. Cerró los ojos con mucha fuerza, sentía que un parpado se le encimaría en el otro: “No quiero ver ni una sola sombra más”.
Durmió como duermen los que han pasado una semana entera en vigilia, a la fuerza, derrumbado por un desmayo fulminante, olvidándose de si mismo, como si le hubieran tirado un dardo a un globo, acertando.
Sin ruido. El sobretodo se hundió como si la manzana de un árbol invisible, que creciera sobre la cama, hubiera alcanzado su punto de maduración y se hubiese rendido al fin, ante la acosante atracción de la gravedad: “Se mueve”, dijo en silencio, al sentir el objeto desplazándose hacia su cara.
Sus manos sujetaban con fuerza el borde del sobretodo. Poco a poco comenzó a descubrirse el rostro, estirando los ojos para mirar con anticipación: “Es el gatito, es el gatito…”, se repetía mentalmente para convencerse de que no había por qué sentir miedo, otra vez.
Con las pupilas dilatadas alcanzó a reconocer los muebles en la habitación y una cabellera negra, brillante, que reflejaba con intensidad el parpadear de las luces de la calle: “¿Qué hace aquí?” Pensó a la velocidad del relámpago. Su respiración reanudó su ritmo y funciones normales.
- ¿Creíste que jamás volvería?
- La llave… (Dijo para sus adentros)
Venía desnuda, morena y tibia. Entró en la cama con facilidad, como un pez que regresa al agua. Lo desnudó a la velocidad de una violación, pero con la dificultad de desvestir un maniquí, que desde la inmovilidad se rehúsa a respirar ante el espanto de haber nacido con los ojos abiertos a la vida.
Se acercó lo suficiente como para sentir la suavidad de su cabello, humedad de lluvia. Le tomó las manos y las puso sobre sus senos alcanzó a sentir unas costillas jóvenes que se expandían por el incremento en la respiración. Cuan suave era su piel, y elásticos sus movimientos.
Un beso tibio derramó resurrección sobre un muerto, y cobró vida el verdadero artista, el verdadero hijo de Dios. Se fundieron pálidamente, un encuentro. En la oscuridad se dilatan las pupilas de los enamorados, y en la luz, se contraen los músculos del corazón, comienzan entonces a manifestarse la ceguera y la amnesia.
Despertó mirando a través del cuarzo de la mañana desnudo, tembloroso, solo. Bajó las escaleras cubriéndose el rostro y sujetando el pasamanos, dando oportunidad a los ojos de adaptarse a la luz del día.
Tic-tac. Al pie de la escalera monstruosamente flexionado, el felino visitante se exhibía tristemente muerto, con la barriga inflamada, quizá por la inesperada abundancia de alimento. El cenicero completamente seco. Con desgano, quitó la funda de uno de los almohadones, lo tomó con asco y pena combinados para ponerlo dentro. La funda parecía estar repleta de ganchos de acero. La tiró junto al cesto de basura que siempre está desbordado.
Tic- tac. Ese día usó el saco de lino y se arregló el cabello con propiedad. Salio apurado.
- Tienen media hora esperándote, mira qué arreglo. Traes pelos de gato en la solapa.
"Antonio Carrillo Cerda",
Acapulco Guerrero,
13 de septiembre de 2008
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