Despertó súbitamente al sentir la presencia de alguien a su lado, la camisa, los cabellos, y los labios pegosteados con su propio vomito. Abrió desmesuradamente los ojos y con temor intentó acurrucarse aun más en el suelo.
No había duda allí junto a él, Matilde su mujer.
Felipe García se preguntó entonces cómo era posible aquello si el mismo la había matado al encontrarla en brazos del compadre Eleuterio…
Pardeaba la tarde Felipe volvía del pueblo con rumbo a su parcela en esa hora del crepúsculo en el que los árboles se confunden con espectros, y las aves comienzan a buscar en donde guarecerse del sereno. Cabizbajo, con el paso apresurado de quien ansioso quisiera desde ya compartir con su mujer el atardecer. Triste sueño de jornalero. El machete al cinto, los guaraches silenciosos de llanta y cuero. La vereda por la que ha pasado cada segundo de su tiempo. La rama que esquiva sin siquiera verla, presintiendo que esta allí justo al doblar el camino. El humo de la choza que se asoma de tiempo en tiempo, la neblina que le va invadiendo.
¡Un susurro! Voces a lo lejos, entonces desanda un tramo y allí a la vera del camino el compadre Eleuterio.
Felipe García no puede creerlo, ha horcajadas sobre él la Matilde riendo. El vestido de grandes flores rojas dejando las piernas al descubierto, los giros de la cabeza a uno y otro lado, el subir y bajar; las manazas de Eleuterio recorriendo la espalda, y la cabeza, y las nalgas. Entonces ya no supo nada los ojos inyectados entre sangre y lagrimas, el grito que fue uno sólo: prolongado y sentido y que alborotó en aquel silencio a las peas y a las chachalacas; la mano que como movida por el demonio se fue directito al cinto, el machete que en aquel atardecer alcanzó todavía a deslumbrar en el aire, como relámpago, y a beberse de un sólo tajo la sangre que a borbotones salía de la nuca de la mujer confundiéndose desde ya con la que brotaba de las manos de su varón, y del pecho, y de la cara, y el grito que continuó largo hasta fundirse con los últimos suspiros.
Felipe se volvió con la misma al pueblo, directo a la municipal y sin más se entregó:
-- aquí estoy, enciérrenme, maté a mi mujer y a mi compadre Eleuterio—
Los policías lo conocían, no había necesidad de ello, sin embargo las costumbres y las reglas: como uno solo se fueron sobre él. A cual mas buscando su pedazo de cuero, le llovieron golpes, jalones de pelo, gritos y más gritos queriendo descubrir lo que él en un principio les habia dicho.
Después todo fue calma: descubrieron los cuerpos. Felipe cayó entonces en un sopor del que sólo salía para sentir el dolor en el pecho, y en las manos, y en la cara, y para soportar el frió del suelo, y el asco que poco a poco le invadía, y el vomito al recorrer en su conciencia la imagen de su mujer y la del compadre Eleuterio…
Pero no, no había ninguna duda, Matilde su mujer estaba allí junto a él y él simple y llanamente no podía creerlo.
Matilde cogió un pañuelo y poco a poco empezó a limpiar de aquel rostro las costras y los restos de su sueño.
-- no era yo Felipe, era la comadre con el vestido de flores que le presté para que fuera al pueblo--
Y entonces feliz de aquel error, y abrazado a su mujer por primera vez después de aquella tarde empezó a reír.
abril, 2003
en una especie de ejercicio que alguien podra entender |