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Me cuesta recordar mis primeros años de vida; siento como si no hubiera grabado mis recuerdos y los sustituyera por anécdotas que me ha contado mi madre, o los reconstruyera utilizando fotografías de álbumes antiguos. Una vez se lo comenté a una amiga, que es psiquiatra, y me dijo que eso era señal de que había tenido una infancia feliz. Sus palabras me tranquilizaron y no volví a darle importancia. Sin embargo, tengo uno que se repite ante mis ojos con frecuencia, como una película que rebobinas una y otra vez. Veo una niña de espaldas, de unos seis o siete años. Va montada en una bicicleta roja y circula por una pequeña senda de tierra pedregosa que se dirige al horizonte. Lleva el pelo recogido en una cola de caballo que ondea al aire, un vestido corto celeste y sandalias blancas. A su alrededor sólo existe una planicie de suelo endurecido y reseco, salpicado por algunos arbustos espinosos cuyo color ocre se confunde con el resto del paisaje. El cielo limpio, sin nubes, ha adquirido los reflejos rojizos del atardecer. Tal impresión se acentúa por la sombra alargada que acompaña a la niña en su pedaleo sin intermitencias. A mi amiga psiquiatra, desde luego, nunca se lo he contado.

Yo pasé mi primera infancia en África. Por razones de trabajo de mi padre cambiábamos con frecuencia de lugar. Las mujeres de las tribus nómadas de la zona donde vivíamos, cuando se trasladaban de un lugar a otro, enrollaban las alfombras, guardaban sus escasos enseres en hatillos y desmontaban las jaimas. A esta actividad la llamaban “levantar la tienda”. Mi madre, cada vez que nos mudábamos, doblaba los colchones, guardaba los zapatos en cajas de madera, que luego servirían de mesillas, y la ropa, sartenes y demás objetos en baúles, pero nunca usó la palabra mudanza, siempre dijo “levantar la casa”. Esta vida errante me aportaba innegables ventajas, pero también algunos inconvenientes. Una vez estuvimos casi un año entero en el mismo sitio, una pequeña población de unas treinta o cuarenta casas terreras blancas coronadas por una cúpula que servía para refrescar el aire interior, situadas a un lado y a otro de una calle de tierra. Al fondo de la calle estaba la escuela, adónde acudíamos todos los niños, mientras el otro extremo se continuaba con una pista sin asfaltar que se perdía, hasta dónde llegaba la vista, en una extensión de tierra baldía, sin una montaña, ni tan siquiera una colina cuya silueta pudiera iluminar la luna y las estrellas por las noches.

Casi todos los niños iban a la escuela en bicicleta. Ni mis hermanos ni yo habíamos subido nunca sobre una de ellas, seguramente mis padres pensaban que eran un engorro con tantos traslados. Yo me moría de envidia y me pasaba el día haciendo preguntas a mi mejor amigo. Qué es esto, el freno, y esto, la cadena, para qué sirve, para que camine, y después, préstamela, pero si no sabes montar, sí que sé, te he visto y es muy fácil. Y mi amigo, que no, que te caes y me la rompes. Una tarde en la que, como todas, jugábamos en la calle, ví una bicicleta sola, apoyada en un muro, y tuve un impulso irrefrenable. Cuando nadie miraba, me senté sobre la barra, ya que no llegaba al sillín, agarré con fuerza el manillar y empecé a pedalear. Tras varios movimientos tambaleantes, cogí velocidad y enfilé por la calle principal mientras sentía que mi corazón saltaba sin control. Atravesé el poblado y continué carretera adelante pedaleando alegremente, siempre adelante, hasta que el sol se escondió tras el horizonte y el aire se volvió más fresco. Pensé, entonces, que quizás nadie me había visto salir y sentí miedo. No sabía girar, ni frenar. Valoré la posibilidad de tirarme al suelo en marcha, pero temí hacerme daño. Recordé con terror las historias que contaba mi padre de las hienas y los zorros del desierto. Cuando ya las sombras se habían escondido, y las lágrimas hacía tiempo que se habían convertido en sollozos, divisé unas luces que me adelantaban campo a través. Un poco más adelante, reconocí la silueta de mi padre, junto a otras personas, cerrando el paso del camino con sus cuerpos. Cuando pasé junto a ellos, me cogieron en volandas. Después, mientras mi padre me consolaba y abrazaba, me llevaron en un jeep de vuelta a casa.

El caso es que esa imagen de la niña pedaleando a través del desierto me ha acompañado en el transcurrir de los años y hay momentos en los que me sucede algo curioso, veo mi vida como un pedaleo constante y solitario hacia un horizonte desconocido que me atrae como un imán y, a veces, mi familia, mis amigos, las personas y los lugares que quiero, se convierten en un espejismo, una imagen borrosa que se superpone a ese vacío pedregoso que me rodea. Pensándolo bien, tal vez debería hablar de ello con mi amiga.






Texto agregado el 19-09-2008, y leído por 118 visitantes. (3 votos)


Lectores Opinan
15-01-2009 Es fantástico, ya te lo dije, Ana. lolasanabria
29-09-2008 Poder recordar las imágenes de nuestra infancia y reproducir en ellas nuestro deambular de ahora: un ejercicio de autoconocimiento. Y es que en nuestra niñez se encuentra ya constituido todo al completo nuestro historial definitivo. Como si en un mismo punto, espacio y tiempo, estuviran condensado. Lo demás sería sólo circunstancial. azulada
21-09-2008 Que bonita narración llena de ternura y reconciliación con tu pasado. Justamente hoy hablaba de algo muy parecido con Lola cuando estábamos en Aranjuez. ¿Será el olor de la vega el que me transporta a mi niñez junto a mi padre? - Le decía. Me ha gustado mucho. leante
 
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