Llegaba tarde, diez minutos tarde. Conducía despacio y de forma casi automática. Conocía bien el camino y hubiese podido hacerlo con los ojos cerrados. Le temblaban las rodillas y el sudor había acudido inesperadamente a las palmas de sus manos. Al principio pensó que estaba nerviosa pero en seguida se dio cuenta de que tenía miedo. Ella creía que ya lo había intentado demasiadas veces, y que demasiadas veces había fracasado. Pero también sabía que tenía que verlo, tenía que averiguar que había en su mirada. Ya no le bastaba con conocer el alma de ese hombre casi tanto como la suya propia, necesitaba comprobar que era real, que verdaderamente existía. Y tras haberlo pensado mucho, pese a sus miedos y frustraciones, decidió acudir a esa cita.
Se encontraron en el vestíbulo de aquel cine. Se miraron observándose con cierta atención. Ella, entonces, hubiese querido abrazarlo, pero no se atrevió. Sólo pensó, en lo hermoso que sería amanecer todos los días junto a él, y tener, al despertar, en los labios un beso y un “te amo”. Seguidamente pensó, en lo fácil que es soñar despierta.
Ella, aun desconoce el final de ese sueño. Yo, como narradora de esta historia conozco bien el desenlace.
“Lo más grande que te puede pasar, es que ames y seas correspondido”
(Moulin Rouge)
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